El profesor artesano. Jorge Larrosa

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El profesor artesano - Jorge Larrosa Perfiles

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habilidad para algo aún se dice “tener buenas maneras” y descubrir una vocación es (o era) descubrir para qué están hechas nuestras manos.

      El paso de la artesanía a la industria (de la herramienta a la máquina y del taller a la fábrica) y de esta a la sociedad postindustrial (de la máquina al aparato y de la fábrica a la oficina) ha hecho que hayamos perdido las manos. Tal vez por eso ya no podemos intuir qué es (o era) eso de la vocación, en tanto estaba ligada a una especie de llamada que venía del mundo (de la materialidad del mundo) y se dirigía a nuestras manos. Del mismo modo, podríamos decir que el oficio del profesor ya no es un oficio artesano (o está dejando de serlo) y, tal vez por eso, se habla sin parar de los saberes, las competencias, la eficacia o la calidad del profesor, pero ya no de sus manos, sus gestos o sus maneras. Tal vez por eso se habla de su profesionalización, pero ya no de su vocación.

      La sospecha, sin embargo, es que lo que ha habido es una gigantesca expropiación. El oficio de profesor, como la mayoría de los oficios, ha sido casi completamente descualificado. Había que convertir el hacer del profesor, lo que ahora se llaman prácticas docentes, la obra de sus manos y de sus maneras, en procedimientos estereotipados, objetivables y evaluables. Había que convertir a los profesores en profesionales intercambiables, reducidos a ser una función de una máquina escolar que se quiere eficaz y, sobre todo, controlada y controlable. Además, para que los expertos y los distintos especialistas pudieran imponer sus metodologías y, en relación a ellas, formar y evaluar a los profesores, había que vaciarlos primero de toda singularidad, de cualquier cosa que remitiera a una manera propia de hacer las cosas. Y para que se pudieran imponer todos esos términos abstractos con los que hoy se nombra lo que se hace y lo que pasa en las escuelas, había que eliminar cualquier vestigio de una lengua del oficio que, como tal, estaba demasiado pegada a situaciones concretas y difícilmente generalizables, así como a una entonación singular (cuando no nos limitamos a impostar comunicativamente jergas especializadas y homogeneizadas, los seres humanos también tenemos maneras propias de hablar). Si la lengua de la escuela ha sido colonizada tan rápidamente por la tecnología, por la psicología y por la economía es porque cualquier otra posibilidad ha sido previamente deslegitimada y arrasada.

      Por eso, volver a pensar la vocación a través del rodeo de la artesanía, de las manos y de las maneras, puede servir quizá para reivindicar la dignidad (quizá irremediablemente perdida) de nuestro oficio o, al menos, para recordar que tal vez lo que se nos da como natural y necesario no es sino lo que nos ha sido impuesto y lo que se nos sigue imponiendo, la mayoría de las veces con nuestra colaboración entusiasta.

      * * *

      Hay un capítulo en La corrosión del carácter, de Richard Sennett, que se titula “Ilegible: por qué son tan difíciles de entender las formas modernas de trabajo”. El texto cuenta la transformación del trabajo (y de los trabajadores) en las panaderías de Boston en un lapso de 25 años. En su primera visita, los panaderos a los que entrevistó Sennett eran todos griegos y casi todos hijos de panaderos que habían trabajado en la misma fábrica. La panadería “unía a sus empleados creándoles una conciencia de sí mismos”. La preparación del pan “era un ejercicio coreográfico que requería años de entrenamiento para salir bien”. Además:

      Años después, sin embargo, la panadería se ha convertido en parte de una enorme cadena del ramo de la alimentación y se trabaja “según los principios de la especialización flexible, utilizando máquinas complejas y reconfigurables”. La panadería “ya no huele a sudor y es asombrosamente fresca (…) y bajo las relajantes lámparas fosforescentes todo tiene un aspecto extrañamente silencioso”. Además:

      La panadería informatizada había cambiado profundamente las actividades físicas coreográficas de los trabajadores. Ahora no tenían contacto físico con los ingredientes ni con los panes, supervisaban todo el proceso en pantalla mediante íconos (…) y pocos panaderos ven en realidad las hogazas del pan que fabrican (…). El pan se ha convertido en una representación en pantalla (…). Los panaderos ya no saben cómo se hace el pan (…). Los trabajadores dependen de un programa informático y en consecuencia no pueden tener un conocimiento práctico del oficio. El trabajo ya no les resulta legible, en el sentido de que ya no comprenden lo que están haciendo.

      Como resultado de todo eso, uno de los trabajadores dice: “En casa sí que hago pan, soy panadero, pero aquí solo aprieto botones”. Sennett afirma que lo que todos los trabajadores dicen, con unas palabras u otras, es justamente eso: “Aquí, en realidad, no soy panadero”. Desde el punto de vista operacional, abstracto, tecnológico, las cosas están muy claras: lo que cada uno hace es simple y fácil; pero desde el punto de vista de la identidad el trabajo es completamente ilegible e incomprensible. O, en palabras de Sennet: “Su comprensión del trabajo es superficial; su identidad como trabajadores es frágil”.

      * * *

      Podemos traducir el título del capítulo de Sennett en algo así como “por qué es tan difícil imaginar el trabajo de los mayores”. En las escuelas de España hay un tema clásico que suele tratarse cuando los niños tienen entre 10 y 12 años: los oficios. Normalmente, se organiza alguna salida escolar en la que los niños van a visitar algún taller artesano (una panadería, una herrería, un lugar de reparación de zapatos, una carpintería), alguna actividad agrícola (una granja poco mecanizada), o algún lugar especialmente atractivo para ellos (la sede de los bomberos, por ejemplo, o una clínica veterinaria para mascotas). Además, se invita a los padres a que vayan a la escuela a explicar en qué consiste su trabajo, aunque solo pueden ir aquellos que tienen un trabajo explicable o reconocible. No estoy seguro de que uno de los panaderos de Boston que solo aprietan botones o que solo ven el pan en una pantalla podría ir a la escuela de sus hijos.

      La mayoría de los trabajos de los padres son ininteligibles para los niños, puesto que ya no están asociados a una materialidad concreta, a un lugar definido, a una tradición específica o a una serie de gestos determinados e identificables. Eso de acompañar a tu padre al trabajo, de ir con él para ver qué hace y, tal vez, de poder ayudar un poco, ya pertenece a la memoria de los viejos. Para las nuevas generaciones eso es casi imposible. El trabajo se ha hecho flexible, abstracto, incorporal y, por tanto, inimaginable. Y lo único que los niños pueden imaginar es si sus padres ganan o no suficiente dinero o, en el caso de que tengan cierta sensibilidad, hasta qué punto vuelven contentos (o destrozados) de su trabajo.

      Esa imposibilidad de imaginar (y, por tanto, de comprender) el trabajo de los padres puede verse también en la creciente dificultad de “jugar a oficios”. Los niños solo pueden jugar a tiendas, a bomberos, a médicos, a carpinteros, a los viejos oficios que aún están ligados a una materialidad, un lugar, una gestualidad, unos rituales, unos hábitos; un cuerpo, en definitiva. Los demás trabajos, como dice Sennett, se han vuelto ilegibles y, por tanto, inimaginables e inimitables.

      * * *

      Hubo un tiempo en que se reivindicaba “un trabajo digno”. Pero el eslogan de hoy es “por una ocupación de calidad”. En esas condiciones, no podemos extrañarnos de que cuando le preguntamos a un niño “qué quieres ser de mayor” (la pregunta misma es, hoy en día, una broma cruel) nos responda que “superhéroe”, “mafioso”, “salir en televisión”, “poder hacer lo que me gusta” o “ganar

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