Jóvenes, cultura y religión. Jorge Manzi
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En definitiva, dado que el foco principal del estudio no está en conocer la distribución de las identidades religiosas, sino que el estudio de su evolución y correlato durante los estudios universitarios, estamos convencidos de que los resultados que se presentan en este libro son valiosos para un contexto mucho más amplio que el de una institución de educación superior asociada a una determinada religión.
Cualquiera sea la postura religiosa con la que un joven inicia sus estudios universitarios, sabemos que por la naturaleza de sus estudios, así como debido a la exposición a una amplia diversidad de visiones religiosas, ideológicas y sociales, enfrentará un conjunto de desafíos y tensiones, que lo llevarán a revisar sus convicciones; en ocasiones esto lo conducirá a un fortalecimiento de las mismas, y en otras a su debilitamiento o transformación. Este estudio intenta establecer el tipo de tendencias que emergen de estos contextos, mostrando que las identidades religiosas, así como otras identidades sociales, son dinámicas.
RELIGIÓN Y CONTEXTO CULTURAL
Las dinámicas que este estudio detecta no se deben solo a las tensiones psicosociales naturales que enfrentan los jóvenes en su transición desde el ambiente escolar y familiar al de la vida universitaria. Tales dinámicas son alimentadas también por transformaciones más amplias que ha experimentado o está experimentando nuestra sociedad en el plano cultural.
Los cambios culturales no se restringen a un sector o ámbito de la vida humana, sino que se extienden prácticamente a todos ellos. Esta amplitud de los cambios en muchos casos conduce a la experiencia de la crisis, tanto en el plano individual como colectivo. En efecto, los cambios se reconocen en el campo de la producción y el comercio, en los sistemas económicos, en las formas de generación y transmisión del conocimiento, en las comunicaciones, o en nuestro entorno natural, como lo expresa el mismo concepto de cambio climático (Crowley, 2000;Lambers, 2015). Es difícil imaginar hoy un ámbito de la vida humana –sea en sus dimensiones más personales como en las sociales– que no esté sujeta al cambio, a una revisión profunda de las ideas, de los símbolos y prácticas desde las que ellas están siendo comprendidas y experimentadas.
A la amplitud de los cambios habría también que añadir el nexo que es posible reconocer entre los diferentes ámbitos en donde estos cambios se producen. Los cambios en el sistema económico no solo afectan a las instituciones bancarias o a los grandes capitales, estos tienen un fuerte impacto en el empleo, en el futuro de las pensiones, en la implementación de las políticas públicas, etc. (Fallon & Lucas, 2002; Teimouri, 2015). Así también, el cambio climático no solo afecta la temperatura del agua o la ocurrencia de precipitaciones, sino diversos aspectos asociado a la vida y salud de las personas (Coutts & Hahn, 2015; Patz, Campbell-Lendrum, Holloway, & Foley, 2005). Como propone el Papa Francisco, al considerar la realidad no se debe desconocer el hecho de “que todo está íntimamente relacionado”, de tal modo que tiene plena justificación hablar, por ejemplo, de una “ecología integral” (Francisco, 2015).
Justamente por la amplitud y el nexo profundo de los cambios entre sí, estos muchas veces están asociados a experiencias de crisis, por cuanto exigen de las personas nuevas capacidades, habilidades y competencias que les permitan interactuar positiva y creativamente con el entorno. Esto porque dichos cambios ponen en cuestión las tradiciones recibidas, hacen preguntarse por las convicciones que están orientando la vida, los propósitos que perseguimos, la consistencia de nuestras identidades personales y sociales, las formas en que nos comunicamos y nos relacionamos con el medio. La crisis pareciera ser uno de los aspectos más distintivos de todos los grandes cambios en la historia de la humanidad. Siempre ha sido muy difícil determinar la magnitud y profundidad de las distintas crisis epocales y, por lo mismo, resulta inútil establecer comparaciones inequívocas entre ellas (Ricoeur, 1988). Aunque no se pueda afirmar que en la actualidad estemos viviendo la “mayor crisis” que ha experimentado la humanidad, ni “la más profunda”, ni la más “extendida”, podemos sostener que sí se trata de un tiempo nuevo que, enraizado en la misma historia, está transformando los modos de ser con otros en el mundo: de pensar, producir, crear, comunicarnos, relacionarnos, de amar y esperar.
La religión no constituye una realidad aislada de la cultura; representa una de las formas privilegiadas a través de las cuales los hombres y mujeres de nuestro tiempo buscan responder a sus preguntas más hondas de la existencia: por el origen de todo cuanto es, por el destino de la vida, por el sentido de la acción, por el fundamento de los valores éticos y morales, por el dolor, el sufrimiento y la muerte. En todos los tiempos las religiones han ofrecido respuestas a estos interrogantes de los seres humanos, a través de enseñanzas y doctrinas, de ritos y fiestas, de disposiciones morales que les ayudaran a configurar los diversos ámbitos de la vida según el querer de los dioses, de la divinidad, o de Dios.
En nuestros días estas preguntas siguen vigentes y todos los intentos por desconocerlas o por responderlas a la ligera se muestran inútiles. Sin embargo, quizás ellas ya no se presenten del mismo modo ni tampoco las religiones estén respondiéndolas adecuadamente. Desde hace décadas en Europa y más recientemente en muchos países de América Latina se han experimentado fuertes procesos de secularización, en los que justamente las personas se dejan de reconocer en relación con un referente religioso y trascendente, en que las instituciones religiosas dejan de ser las principales fuentes de cohesión social, de proveer el sentido de la vida, la normatividad de la acción (Valenzuela, Bargsted, & Somma, 2013; Valenzuela, 2006). En muchos casos se ha venido mostrando una fuerte tendencia a la individualización de la experiencia religiosa, en la que las personas pueden seguir sintiéndose unidas a un sentido religioso, espiritual o trascendente, pero ya no a través de una única mediación institucional o, simplemente, sin sentir la necesidad de recurrir a ninguna de ellas. Al mismo tiempo, la no creencia religiosa –sea en sus formas declaradamente agnósticas o ateas y, si se quiere, también aquellas denominadas “prácticas”, es decir, que a pesar de la autodenominación religiosa, se vive igual que un no creyente– constituye una realidad en la que se comprenden muchas personas, que comienza a ser compartida, que va creando también una cultura.
Así como los cambios en la política tienen efectos en la economía, los cambios en la economía afectan la educación, y la educación altera las posibilidades de desarrollo e integración. En esta realidad, “en la que está todo íntimamente relacionado”, es posible reconocer que la religión es un componente esencial, que interactúa con los demás factores que la conforman. Los cambios que se observan en el campo de la religión no se entienden sin sus trasfondos históricos, sin los procesos de globalización, sin los avances del conocimiento científico y tecnológico, sin las ideas, representaciones y símbolos que marcan esta época. Con todo, el campo religioso no es simplemente una copia religiosa de los demás sistemas de la sociedad. Este tiene su propio código, lógica, dinámica. Él se constituye por la comprensión de la cotidianidad de la existencia con relación al misterio, lo santo, lo divino. Desde esta experiencia de vivir la inmanencia en referencia a la trascendencia, la religión ha sido un factor decisivo en la comprensión que las personas y las sociedades tienen de sí mismas, en las formas en que las personas se relacionan entre sí y con su entorno natural, en las posibilidades de un desarrollo digno y justo para todos los pueblos.
CARACTERÍSTICAS GENERALES DEL ESTUDIO
Con el propósito de ahondar