Lo que el cuerpo vale. Raúl Tamargo
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—¿No vas a trabajar?
Respondí que no y le convidé el segundo amargo. Repuse sobre la mesa el paquete de bizcochos que había guardado en la alacena y nos sentamos frente a frente.
—La abuela se pondrá furiosa. Ya vas a ver.
—¿Quién sabe? —respondí —A lo mejor ella también quiere un hombre más en casa.
Mi madre comprendió la ironía y prefirió callarse. No tenía argumentos para desmentir lo que había estado a la vista todo el tiempo, pero de lo que se hablaba de soslayo, con eufemismos. Por otro lado, su silencio respondía a cierta idea que había ido creciendo en ella acerca de mi presencia en la casa. Acababa de cumplir la mayoría de edad, había pasado ya por tres trabajos diferentes, me había ido convirtiendo en el principal sostén económico de la familia. En resumidas cuentas, era ya un hombre: el hombre de la casa. Su manera de hacerle sitio era atenuando sus arrebatos imperativos. Yo había estado atento a ese proceso y trataba de sacar ventajas de él. Primero fue la habilitación para fumar en su presencia; luego dejó de interrogarme cada vez que llegaba de madrugada y ahora reprimía sus opiniones cuando se enfrentaban a las mías. Desde la perspectiva que dan los años, creo que esa nueva mujer se parecía más a sí misma que la que había criado a sus tres hijos sola. Su carácter arrollador y ejecutivo tal vez haya sido el resultado de ese enorme desafío que la vida le impuso más temprano que tarde. Lo cierto es que las transformaciones que en 1979 ya estaban expuestas, hablaban también de la idea que mi madre tenía acerca de lo que era un hombre. En otras palabras, reflejaban al padre que no habíamos tenido y en cierto modo me ubicaban en su lugar.
Nuestro visitante durmió alrededor de una hora. En ese lapso, llamé a la oficina y a la obra para dar parte de enfermo. Mi abuela se despertó con su jovialidad habitual, se sentó a la mesa y la mateada se extendió. Mi madre me obligó a informarla. Le dije que un hombre mayor había pasado la noche en el umbral de casa, algo de lo que no estaba seguro en absoluto. Con la misma firmeza agregué que sufría alguna enfermedad y que necesitaba de nuestra ayuda. Que se quedaría unos días en casa hasta reponerse. Que de no tener adónde ir bien podía instalarse con nosotros.
—Hasta que sea necesario —agregué.
—¿Qué te parece, abuelita?
—Me parece muy bien —respondió sinceramente. Supuse que le seducía más el quiebre del movimiento rutinario de la casa que la perspectiva de solidarizarse con un desconocido. La abuela era una mujer de enormes contradicciones, pero infinitamente ligada a la vida. Se llevaba de maravillas con lo imprevisto. Aceptaba los cambios con un entusiasmo a veces exagerado. No era especialmente optimista. Carecía de sentido del futuro, lo que le impedía formarse opinión sobre las consecuencias de los hechos. Sus relatos eran estrellas solitarias. Era imposible figurarse una línea de continuidad. Era imposible ver su vida a través de ellos. Su pasado estaba construido sobre la superposición de episodios, sin argamasa visible, sin ninguna arquitectura.
La respuesta de mi abuela era un éxito frente a mi madre. No precisé decirlo. Ella se levantó de la silla, contrariada, y se internó en su habitación.
—¿Y dónde va a dormir? —preguntó la abuela.
—No sé. ¿En tu cuarto?
Se rio con ganas. Luego, señaló un diván que teníamos en el comedor diario y que usábamos a modo de sillón. Me siguió cuando atravesé el patio. Se detuvo detrás de mí cuando observé desde la puerta del recibidor el sillón vacío y el sobretodo arrugado. Podía sentir su respiración en la espalda. Mi abuela era como un niño. Nuestro hombre se había puesto de pie y observaba las fotografías familiares colgadas de la pared. Giró la cabeza hacia el lugar donde estábamos y pude notar que no me miraba a mí sino a la abuela. Hizo un ligero movimiento con la cabeza, un discreto saludo que ella respondió a viva voz. Le ofrecí comida. Cuando regresé de la cocina, los dos viejos estaban sentados y mantenían una conversación dificultosa. El hombre hacía enormes esfuerzos por hablar. Antes de emitir cualquier sonido, su boca se abría exageradamente, el cuello se expandía como un órgano interno y la cara se le teñía de rojo. Su expresión era de permanente contrariedad. Su pensamiento ejercía una presión desmedida sobre la maquinaria parlante, como si se tratara de un motor joven que pugnara por mover un automóvil oxidado. Nada de lo que por fin lograba sonar se semejaba a una palabra. Aun así, la abuela parecía comprenderlo.
Mientras el hombre engullía unas rodajas de longaniza y unos cubos de queso duro, sin probar el pan, la abuela resumía su vida en un monólogo que parecía conocer tan bien como un actor que representa cada noche el mismo drama. Habló de su infancia en Sáenz Peña y en Resistencia, de su madre toba y su padre suizo, de la dureza de la vida a principios de siglo y de las ventajas de la modernidad. Utilizaba la palabra confort para cualquier cosa; la proximidad de los almacenes, las estufas a gas, la radio portátil.
—¿Recuerda usted con qué frecuencia nos salían sabañones en las manos y en los pies? Estos muchachos ya no saben lo que son.
En eso se abrió la puerta del comedor principal, donde dormía mi hermana menor y entró ella precedida por Eva, una gata que por entonces debía de tener más de quince años y que, sin embargo, no había perdido las mañas para disputar la comida con cualquiera. Antes de que pudiéramos hacer algo, robó el último trozo de longaniza y se echó bajo la galería a degustar su tesoro. Mi hermana saludó sin esperar respuesta y atravesó el recibidor en dirección a la cocina, todavía en camisón. El hombre estaba ajeno a estos detalles. Una vez terminada su comida volvió a ausentarse por completo. La abuela seguía su discurso sin importarle que su oyente tuviera su pensamiento en otro lado. Había llegado al momento de su vida en que conoció al abuelo, con apenas catorce años.
—Usted lo sabe bien. En aquella época las mujeres nos casábamos jóvenes, casi niñas.
Era una historia que yo había escuchado de su boca muchas veces, pero que aún concitaba mi interés, en parte por su extravagancia y en parte por los innumerables detalles que la abuela agregaba en cada actualización, muchos de los cuales eran sin duda falsos, toda vez que entraban en contradicciones entre sí. Por entonces yo los consideraba el producto de una memoria desgastada. La abuela era una gran narradora, una gran mentirosa.
Cuando comenzó el relato del primer traslado, mi hermana se había sumado a la tertulia del recibidor. Se sentó sobre las baldosas frescas, descargando la espalda en la pared, todavía en camisón. Tenía un vaso de leche en una mano y una lapicera en la otra; alternaba los sorbos con las palabras cruzadas. Tal vez guardaba algo de atención para los cuentos de la abuela. De todos modos, la historia seguía su curso sin que importara en absoluto si había una, dos o tres personas escuchando. El suizo que se llevó a la abuela de su casa paterna hacía carrera en la empresa del ferrocarril y sus ascensos dependían de los nuevos destinos.
—Fue jefe de estación recién en San Antonio. Claro que muchos años después.
—¿En qué año fue eso? —pregunté, para ponerla a prueba. La había escuchado asignar tres fechas diferentes a su arribo a San Antonio: 1935, 1942 y 1948.
—Ya había caído Perón. Sacá números —y dirigiéndose a nuestro visitante, agregó:
—¿Conoce usted San Antonio? Le diré lo que era en aquellos años: veinte o treinta manzanas plantadas en el desierto. Una calle ancha y pretenciosa; la avenida que los pioneros imaginaron. Las casas eran grandes galpones con techos de chapa, a dos aguas, y las paredes de ladrillos a la