Lo que el cuerpo vale. Raúl Tamargo
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Le quité la boina, que había perdido su centro. Estaba calvo en la coronilla, pero tenía abundante cabellera sobre las orejas y en la parte posterior de la cabeza; algo más raleado, sobre la frente. También lo descalcé. Las uñas de los pies estaban limpias, en contraste con las de las manos. En los dos casos, prolijamente cortadas, lo que me hizo pensar que no llevaba mucho tiempo en la calle. Un cinturón color suela sujetaba su pantalón de gabardina, formando pliegues bajo la cintura. La camisa ocultaba una camiseta sin mangas. A esa hora la temperatura superaba los treinta grados. Sin embargo, no sudaba.
La siesta era costumbre universal en el barrio; un tiempo en el que casi todo dormía, pero con un sueño distinto al de las noches. Un sueño alerta, como el sueño de un animal. Unas horas pobladas de sonidos lejanos. El mejor momento del día para observar el mundo, la vitalidad del mundo, sin ser arrollado por su paso imperial. El grito impostado del vendedor de helados, el piar de un gorrión, el ronroneo de un motor diésel a lo lejos no eran sino señales de una vida en progreso, contra el sueño de los vecinos.
Con mi mano libre acaricié la frente de Epifanio. En tanto el movimiento de mis dedos se volvía constante y previsible, la presión de los suyos sobre mi muñeca se hacía cada vez más suave. Una merma tan paulatina que solo era posible percibirla gracias a la siesta del vecindario. Una progresión levísima, que se habría perdido en otro instante del día hasta mostrar, repentinamente, sus resultados. Allí estaban mi brazo izquierdo completamente libre y su brazo derecho integrado al cuerpo abandonado al descanso. Sentí el impulso de besar su frente y un torrentoso deseo de llorar; dos acciones que reprimí con esfuerzo para no tener que admitir que procedía como un loco. Acabé de ahogar ese pico inexplicable de angustia como lo hacía siempre: caminando. El sol había ganado el patio como un cáncer. Decidí salir a la calle atravesando las habitaciones. El comedor del fondo lindaba con el cuarto que había sido del tío Homero y que luego ocupó mi hermana mayor. Era amplio y el que mejor iluminación recibía. Conservaba algunos muebles que también habían sido propiedad de Homero, que luego heredó mi hermana y que ahora estaban sin dueño. La habitación no tenía dueño. Se había convertido en una especie de santuario; un lugar que no cumplía funciones y que nadie reclamaba para sí, cuando era evidente las ventajas que proponía respecto del confinamiento al que nos sometíamos en la parte delantera de la casa. Quien la ocupara, seguramente, estaría destinado a irse de la casa. No es que pensáramos en eso. Al menos, nunca fue tema de conversación. Por mi parte, jamás le dediqué un pensamiento de ese tipo. Sin embargo, poco después de ese verano, me instalé en el cuarto y no pasó mucho tiempo hasta que me fui del caserón de Ceretti para no volver. Mi madre limpiaba el cuarto deshabitado a diario, con el mismo cuidado que ponía en los otros. Más de una vez descubrí a la abuela lustrando el bronce del velador. A excepción de esos momentos, permanecía cerrado. Al atravesarlo, respiré la atmósfera insuficiente de los espacios sin ventilación. Una puerta interior comunicaba con otro cuarto, sin ventanas, donde había vivido durante los años de mi infancia, una mujer que ayudaba a la abuela y a mi madre con los gastos del alquiler. No sé qué tan mayor sería, pero fue la persona más vieja que había conocido hasta entonces. Sin familia, amigos, actividad, sin más gustos que el de escuchar la radio desde la mañana hasta la noche, Consuelo, el recuerdo de Consuelo, fue por muchos años la imagen de la vejez y le dio cuerpo a la angustia de envejecer que me invadía después de cada fracaso amoroso. Cuando murió yo debía de tener once o doce años. Todavía no había terminado la primaria, lo recuerdo porque fue al regresar de la escuela que encontré en el frente de casa una ambulancia. La puerta estaba abierta y al entrar al zaguán, dos hombres con guardapolvo venían en mi dirección; cargaban en una camilla el cuerpo de doña Consuelo. Debí retroceder para darles paso. También su cadáver fue el primero que vi en mi vida. La abuela debió de pagar los gastos del entierro, porque la recuerdo buscando dinero en su habitación, con la idea de resarcirse. El cuarto quedó intacto durante años, hasta que mi hermana mayor se fue del país y los muebles de su casa, después de algunas gestiones que imagino fatigosas, vinieron a parar allí. Los apilaron contra las paredes, los taparon con sábanas viejas y así quedaron hasta encontrar su final con el final de la casa.
La habitación tenía tres puertas. Una que daba al cuarto de Homero (por la cual acababa de pasar yo), una segunda más pequeña, pero igualmente alta, que rebatía sobre el patio, y una tercera que comunicaba con el comedor delantero. De manera que era posible atravesar la casa sin pasar por el patio. Al llegar al comedor por ese acceso, la puerta que lo unía al recibidor quedaba a la izquierda. Dando una especie de rodeo era posible alcanzar el zaguán y salir a la vereda.
El vidrio de la puerta estaba abierto. Me proponía caminar bajo la sombra de los plátanos, tal vez en dirección a la calle Mendoza, que era mi recorrido favorito cuando salía de casa para oxigenarme. Antes de que echara mano a las llaves, noté que había un auto estacionado, con las cuatro puertas abiertas, pero sin ocupantes a la vista. Retrocedí por el pasillo y me aposté detrás de las celosías de la ventana, en el comedor. Estaban cerradas, pero permitían mirar la calle a través de tres o cuatro listones faltantes. Recién entonces advertí que también la puerta de la casa del doctor estaba abierta. Me pareció ver la silueta de un hombre detrás de la araucaria que presidía el jardín. El doctor se llamaba Marcelo Amini. Era abogado, de unos sesenta años, vecino del barrio desde siempre. Aunque era poco sociable, en la cuadra todos hablaban bien de él, con esa suerte de admiración que por entonces solían inspirar las profesiones liberales. A más de un vecino le había desenredado un conflicto de papeles, sin cobrar un centavo, lo que engrosaba su prestigio. Por lo demás, nadie sabía mucho de él. Su mujer era más que reservada. No tenían hijos. Debían de hacer las compras en algún gran supermercado porque jamás me topé con ellos en el almacén o en la verdulería. Los viernes, a última hora de la tarde, se subían a su Dodge 1500 brilloso y regresaban la noche del domingo.
Dos hombres atravesaron el vano llevando a la rastra a la mujer del doctor. En medio del jardín, un tercer hombre se les sumó. El grupo subió al auto y de inmediato un cuarto hombre surgido de la nada, se sentó al volante y aceleró con frenesí. La puerta de la casa había quedado abierta.
Mi madre se despertó con el chirriar de las gomas. La puse al tanto de lo ocurrido.
—Ni pienses en cruzar —me dijo.
Lo habría hecho, a pesar de la orden, pero el miedo es hijo y madre de la obediencia. Me quedé observando el jardín del doctor. Mi madre tomó el teléfono. Buscó un número en la agenda y discó una y otra vez. Tal vez fueron seis o siete los intentos hasta que consiguió que la atendieran. Del otro lado de la línea alguien se resistía a pasar la llamada. Mi madre fue insistente, fastidiosa, dramática, imperativa, mendigante. Finalmente, consiguió hablar con el doctor.
Entretanto, alguien más estaba saliendo de su casa. Arrastraba una caja de cartón de gran tamaño y a simple vista pesada. Otro hombre, aparecido en la escena del lado de la calle Olazábal, se acercó en su ayuda. Se salieron de cuadro por el mismo costado y poco después se escuchó un