Lo que el cuerpo vale. Raúl Tamargo
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La rápida reacción de mi madre había resuelto las cosas hasta donde era posible resolverlas. Sin embargo, el malestar nacido del episodio, tenía en mi caso, varios ingredientes. Los más obvios tenían que ver con lo irreparable: el destino de la vecina y el de su marido; la idea de que lo mismo pudo haber ocurrido con mi hermana mayor y con todos nosotros; la idea de que aun podía ocurrir. Pero, así como mi madre había elegido localizar al doctor y dar aviso de inmediato, yo no había sabido qué hacer. Si el miedo era capaz de inmovilizarme aun estando detrás de un mirador de veinte centímetros de lado ¿qué no haría conmigo en otras circunstancias? La posibilidad de ser soldado de una guerra había levantado sospechas sobre mí; este nuevo episodio me confirmaba como un cobarde consumado. La espina me siguió molestando durante el resto del día. En rigor, de manera más esporádica, durante el resto de mi vida.
Acordamos con mi madre ocultar el episodio a la abuela. ¿Para qué preocuparla con cosas que no podían remediarse? Unas horas después, regresó mi hermana menor. Tenía una expresión extraña en el rostro. Me llevó hasta su cuarto y me confesó, entre tartamudeos, que había visto el secuestro desde la ventana del cuarto de su amiga, en la casa lindera. El pánico la convenció de que vendrían también a nuestra casa. Yo sabía que era posible, pero estaba convencido de que no ocurriría, y se lo dije.
—Nosotros no hicimos nada.
Me arrepentí. Mi hermana no respondió, pero algo en su rostro actuó como espejo de mi conciencia. Tal vez una ligera mueca de desprecio. Lo cierto es que comprendí lo que aquellas cuatro palabras escondían. Esa muchacha de secundaria, a quien juzgaba banal y un poco tonta, comprendía mejor que yo que la justicia no era parte del asunto. La regla según la cual los hechos son consecuencia de otros y responden a una cadena lógica, si operaba en este caso, era difícil de comprender. Si nosotros debíamos estar tranquilos por nuestra inocencia, ¿qué delitos había que atribuirle al doctor, a la esposa del doctor, a mi hermana mayor? ¿Qué pecado podía tener tal magnitud que mereciera un tratamiento así? ¿Qué clase de justicia era esa? ¿Qué era lo que no habíamos hecho? y ¿era meritorio no haber hecho nada?
Lo que mi hermana menor había conseguido con su silencio era ni más ni menos que el abrupto despertar al hecho de que en la calle Ceretti o en La Quiaca, vivíamos en un país rociado por la mierda; esquivarla era una prioridad.
Los días que siguieron a aquel día, Cecilia vivió tan solo para el miedo. Fue mi madre quien le armó una valija y le ordenó que se instalara en la casa de una hermana de la abuela, donde estuvo algo más de dos meses.
3
Salí a la calle a despejar el olor a amenaza que el caserón había comenzado a despedir. Caminé en dirección a Olazábal por esquivar la carbonería. En la respiración de la avenida no había indicios de haber ocurrido nada infrecuente. Poca gente, muchos autos, algún colectivo. Al llegar a la esquina de Burela ya había decidido pasar frente a la comisaría. Tampoco allí había movimientos extraños. Las mismas barricadas, la misma fortificación y la misma guardia intimidatoria. Caminé a paso firme, espiando la garita y las sombras detrás de las vallas, sin girar la cabeza, sin otro movimiento que el de los ojos y sin conciencia de la tensión sobre los hombros. Al tomar Altolaguirre, los brazos se dejaron caer y volví a respirar. A mitad de cuadra, mi pensamiento había perdido foco y tal vez navegaba por el libro de pases de Racing y luego, sin que pudiera completarse la idea, saltaba al problema de las certificaciones en la obra, y luego dibujaba el rostro de Hilario López, el albañil santiagueño que me entregaba su quincena para evitar bebérsela el primer domingo, en unas horas. Tal vez allí me detuve un instante: debo de haber pensado que mi ausencia en la obra lo había dejado sin dinero. Debo de haber pensado que sus hermanos cubrirían la falta con un poco de asado; o que acaso conservara alguna moneda del día anterior, suficiente para comprar cien gramos de fiambre. Como haya sido el discurrir de mis ideas en esas cuadras, nunca llegó a instalarse nada, ni siquiera un ligero sentimiento de culpa por lo de Hilario. Tan solo divagaciones que se proponían afirmar que la vida continuaba y se parecía a sí misma, a pesar del doctor y su señora, de mi madre en el teléfono, del terror de Cecilia, del extravío de Epifanio.
Regresé por el lado de Mendoza. Desde la esquina de la carbonería (esta vez no pude evitarla) observé la casa del doctor: no había movimientos. Crucé la vereda para observar mi propia casa y comprobar su quietud. Giré las llaves a toda velocidad, y atravesé el zaguán como si una enorme mano intentara tomarme por la espalda. El pasillo, ahora, también tenía un cuerpo autónomo. El miedo cambia de formas en la medida en que crecemos, pero no nos abandona. ¿Qué secretos escondería ese lugar de la casa? ¿Miedo de entrar?, ¿de salir?, ¿de atravesar una zona en la que no se está en un lado ni en otro?
A esa hora, el patio de la casa ofrecía algo de sombra, aunque el reflejo del sol sobre la pared medianera irradiaba lenguas de fuego invisibles. Sentí el ardor sobre la piel. En el comedor, la temperatura disminuía de manera abrupta. Podía sentirse el lugar, por unos instantes, como una suerte de oasis. Después de unos minutos, sin embargo, el calor volvía a reinar sobre el cuerpo y sobre el ánimo. Nada de esto podía sorprenderme. Lo novedoso fue encontrar un clima relajado, como de tertulia. Apenas un rato antes, habíamos sido testigos de un secuestro y el hecho no parecía haber dejado huellas en la casa. A excepción de Cecilia, todos parecían de buen ánimo. Mi abuela hablaba, Epifanio escuchaba con un esbozo de sonrisa en la boca y mi madre cebaba mate y participaba de la conversación. Transpiraban en abundancia. Quise incluirme en la mateada, pero el primer sorbo me convirtió en un tizón. Me serví un vaso de agua fría y me senté a la mesa.
La abuela se desplazaba sobre los temas más intrascendentes, con extremo cuidado de no abusar de ninguno. Tenía la extraña habilidad de no aburrir. Su conversación daba giros inesperados, utilizaba voces que parecían no pertenecer a su registro o a su acervo, regulaba la velocidad de las palabras, de manera que sus monólogos pasaban de la morosidad al vértigo en un instante. Si, como ocurría ahora, se demoraba en estos recursos, era señal de que estaba buscando un centro. Un carozo del que conocía todos sus contornos, sabores y fragancias. Podía tratarse de un diamante o de una daga, pero lo que tenía para decir no dejaría impasibles a sus oyentes.
—Esta es una familia con mayoría de mujeres, como ya se habrá dado cuenta. Por eso se extraña tanto a Homero. El hombre es muy necesario en una casa. Desde que Homero se fue, el pobre Dante está sobrepasado de tareas. Dar brea a los techos, destapar las rejillas, reparar un enchufe… en fin. Qué puedo explicarle yo a usted, que bien sabe de qué le hablo.
Nuestro invitado era su oyente pasivo, una excusa que la abuela utilizaba para hablar a los demás, así como las referencias a la escasez de hombres en la casa querían decir otra cosa. Le hablaba a mi madre. ¿Consejo? ¿Reclamo? ¿Reproche? ¿Alguno de sus semitonos? ¿Alguna combinación que no alcanzaba a comprender? Era frecuente que la abuela destacara el hecho de que mi madre no tenía ni había tenido un hombre a su lado, algo que a ésta la irritaba hasta la violencia y que había ocasionado más de un distanciamiento entre las mujeres. No era raro que dejaran de dirigirse la palabra por unos días. Para la abuela, un hombre en la casa era un hombre para mi madre. Años atrás, tal vez, había sido también, un padre para sus nietos. Fue gracias a esas alusiones de mi abuela (cuando tuve edad suficiente para comprenderlas) que empecé a pensar que carecer de padre podía ser un problema. Nunca fue tema de conversación con mis hermanas, de lo que infería que para ellas no tenía importancia.
La crispación que el asunto provocaba me ponía alerta y me obligaba a desmenuzar el discurso de la abuela. Algo en él me revolvía las vísceras. Algo que tenía que ver conmigo, no con mi madre. Tal vez ese pequeño y pobre lugar que me confinaba a las tareas de mantenimiento de la casa. Esa mínima mentira según