Lo que el cuerpo vale. Raúl Tamargo

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Lo que el cuerpo vale - Raúl Tamargo

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porque por unos días era posible ver las cosas sin ese maquillaje. Cuando el viento se encabritaba, la tierra era una sábana loca, sin destino. Entonces ya no podía verse uno ni las manos. Yo no sé si será cierto, usted vio que la memoria es mentirosa, a veces, pero me parece ver esas ruedas de pasto de las películas de vaqueros. ¿Le gustan esas películas? A mí me gustan las de John Wayne. Río Rojo, La legión invencible… ¿Se acuerda? El cine era una celebración. Si hasta nos vestíamos con ropa de fiesta cuando daban alguna película. A lo mejor se me mezclan los recuerdos de la pantalla con los del pueblo, pero le aseguro que la vida en San Antonio era tan dura como la de los vaqueros.

      El hombre se había ido inclinando sobre uno de los lados; pensé que estaba a punto de desmoronarse. Mantenía fija la mirada en algún punto impreciso entre el ruedo del camisón de mi hermana y la sombra que proyectaba sobre sus piernas flexionadas, sobre su entrepierna o lo que se adivinaba de ella. Solo sus ojos se dirigían allí; nada los conectaba con su pensamiento. En movimientos simultáneos, mi madre, que acababa de entrar al recibidor, reprendía a mi hermana y la obligaba a vestirse y yo enderezaba el tronco resistente de nuestro visitante.

      —Sin embargo, estábamos muy bien entonces —continuó la abuela—. Teníamos una casa estilo inglés, sabe de qué le hablo ¿no?, con un jardín que era la envidia de todo el pueblo. Las hortensias y las rosas eran las niñas mimadas. Había que regar y regar. Rosas de todos los colores. Yo soñaba con conseguir un rosal que diera flores a cuadros, rombos, rayas… con uno que diera un ramillete de rosas de varios colores, como un arreglo floral en su planta. Era muy joven todavía y estaba enterada de los primeros experimentos con el maíz y los cereales… ¿cómo se llama eso?

      —Híbridos, abuela.

      —Eso, los híbridos. Bueno, pensaba que no había limitaciones para esos progresos. Dejaba volar la fantasía en esas cosas. Claro que tuve que aprender qué cultivar y el modo de proteger las siembras. Es duro el invierno en San Antonio. El viento es duro.

      La abuela largó una risotada que parecía interminable y cuyo sentido no podíamos compartir.

      —¡El viento duro! —exclamó— Si no hay cosa más blanda que el viento. ¿Ha estado usted en la Patagonia?

      —Sí —respondió el hombre.

      A la abuela, como a mí, la claridad de la respuesta la tomó por sorpresa. Hizo una pausa, como cediendo la palabra, pero enseguida continuó.

      —Entonces sabrá de qué le hablo. En medio de esos ventarrones criamos a los niños. Mi marido decía que eran hijos del viento. ¿Tiene usted hijos?

      —Dos —respondió, y quiso mencionarlos, pero su voz volvió a emitir sonidos indescifrables.

      —Igual que yo. Homero, que es casi ingeniero y vive en Suiza, y Ofelia, a quien usted ya conoce. Mi marido tenía debilidad por los nombres griegos. Él los eligió. Yo no me opuse, me parecieron bonitos. Me parecen. ¿A qué se dedican sus hijos?

      La abuela hacía esa clase de preguntas sin esperar respuesta; eran solamente una pausa, una manera de tomar impulso.

      —El nieto, que aquí lo ve, también será ingeniero algún día, como su tío. Aunque tengo la esperanza de que no se vaya a Suiza ni a ningún otro lado. Es que aquí ya no hay trabajo para los buenos ¿no le parece? Y el que no se va por falta de trabajo se va por razones políticas. Todos se van. Y pensar que antes todos venían. ¿De dónde es usted? Seguro que es gallego. Los gallegos son buena gente y usted tiene cara de buena gente. Mi marido, en cambio, los odiaba. No tenía razones para ello, pero así son los alemanes de arbitrarios.

      —Abuela —intervine por el temor de que estuviera internándose en terreno inconveniente —déjese de tonterías. Hay de todo en todos lados. Además, el abuelo era suizo; no, alemán.

      Abandonar el tuteo siempre producía efectos. Para ella no se trataba de una demostración de respeto, sino de una marcación de distancia. De alguna manera, la obligaba a reubicarse; desde mi punto de vista, la ponía en su lugar. Por eso yo me dirigía de ese modo cuando percibía que las cosas se salían de control. La abuela se quedó sin palabras.

      —Me va a perdonar —dijo antes de levantarse y abandonar el recibidor.

      Volvimos a quedarnos solos los dos hombres. Tal vez no pasaron más de diez o quince minutos hasta que mi hermana volviera a aparecer. Durante ese tiempo no cambiamos palabra alguna. Observé sus movimientos, que fueron escasos y milimétricos; su mirada perdida en el vacío; las huellas que el esfuerzo por hablar había dejado sobre su boca, levemente torcida y con una notable tensión alrededor de los labios, como si una fuerza que había sido o que estaba a punto de ser no pudiera resignar su presencia y se mantuviera siempre dispuesta a trabajar, aunque su tarea resultara inútil. Ese hombre podía convertirse en una compañía para mí, pero no era seguro que yo fuese a representar lo mismo para él, ni ninguna otra cosa. Para alejar el malestar que esa incertidumbre me instalaba, me dije que necesitaba de mi ayuda y decidí concentrarme en ella, como una enfermera lo hace con los cuidados de sus pacientes.

      Mi hermana se había vestido con un pantalón corto y una musculosa. No llevaba corpiño (podía verse el relieve de sus pezones a través del algodón); una costumbre que había heredado de la abuela y de mi madre, y que para entonces ya había dejado de ser natural para mí y se había convertido en una señal vergonzosa de la familia. Aunque el invitado estaba tan lejos de un estímulo sexual como de cualquier otra cosa, traté de interponerme entre sus ojos y el paso de mi hermana. Ella cruzó el recibidor, totalmente ajena, desinteresada. Llevaba una radio portátil y escuchaba La Vida y el Canto a todo volumen. Yo odiaba la voz de Héctor Larrea, pero en mi casa era omnipresente, lo que agregaba un motivo para el rechazo. Las tres generaciones de mujeres lo escuchaban o, más bien, lo tenían como tema de fondo. Reinaba todas las mañanas, con su séquito de locutoras acotorradas, en el cuarto del frente, en el comedor del fondo, en la cocina. El empleo en la obra me obligaba a salir temprano de casa y me había evitado el malestar de la radio. Ya había olvidado el barullo de mi casa, durante la semana.

      —Apagá esa cosa —le dije, más como una súplica que como una orden.

      —¿Por qué? —me respondió, sin detenerse— ¿Vos podés traer a un tipo y yo no puedo traer una voz?

      Para llegar hasta el comedor del fondo había que atravesar el patio. A esa hora, el sol caía casi vertical y convertía el trayecto en una fugaz pesadilla. Consideré que trasladar a nuestro invitado sería lento y trabajoso. Me equivoqué. Iba quedando claro que aquello que afectaba su salud no era de orden físico. Se movía con la fluidez esperable para un hombre de su edad. En el comedor había un diván, sobreviviente de nuestros juegos de infancia. Poco tiempo antes hubo que reparar el entramado de madera y con mis primeros ingresos compré un colchón nuevo con intenciones de convertir el comedor en mi nueva habitación, algo que no llegué a realizar porque el sitio era demasiado transitado; soñaba con una privacidad que nunca logré, a pesar de la enorme superficie de la casa. Construida a principios del siglo, ocupaba todo un lote de más de ocho metros de ancho y unos treinta de fondo. Conocía bien las medidas porque en el cuarto año de la secundaria, cuando decidí estudiar construcciones, me poseyó la fiebre de los relevamientos; a donde fuera, iba muñido de una cinta métrica, un lápiz mecánico y un anotador tamaño esquela. La obsesión por graficar formas y proporciones comenzó a desarrollarse en esa casa en la que nos habíamos criado y de la que, por momentos, creí que nunca me iría. En el frente, había dos cuartos desproporcionadamente grandes; en uno dormían mi madre, mi abuela y mi hermana menor. En el otro, se desplegaba una mesa de comedor para ocho personas, una cama de una plaza, sin cabecera ni pie, bajo la ventana, un bargueño de roble con tapa de granito rojizo y otra cama en la que dormía yo. Para llegar al cuarto de las mujeres había que

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