Lo que el cuerpo vale. Raúl Tamargo

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Lo que el cuerpo vale - Raúl Tamargo

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mi parte, si no fuera porque dormí con uno de ellos, no lo creería. Bueno, el asunto es que cuando Homero tenía cinco años le regalamos un mecano, y ahí se le despertó la vocación. Al principio armaba autos y camiones, pero poco después empezó a construir casas y edificios. Hasta un hospital llegó a hacer. El hospital de San Antonio, lo llamaba. Germán le pintó un cartel con esmalte de uñas. «Hospital General de Agudos». No queríamos que lo desarmara. Lo tuvimos unos meses exhibido sobre el bargueño. Pero el pibe se moría por hacer algo nuevo. Una tarde que lo dejé solo en casa, por un ratito nomás, lo desarmó por completo. Cuando estuve de regreso, el hospital había desaparecido. Se empeñaba en construir un estadio. Nunca lo consiguió porque le faltaban piezas. Germán le daba ideas: una estación de ferrocarril, un vagón de tren, una locomotora. Homero no tomaba las sugerencias; nunca fue muy obediente. Tenía quince o dieciséis años cuando su padre le dijo, una noche: tenés que dedicarte a hacer caminos. Para entonces, Germán ya sufría de arterioesclerosis, como usted —dijo la abuela con desparpajo— y se le daba por la poesía. No es que escribiera, no. Tenía momentos en que parecía poseído por el lirismo, ¿está bien esa palabra? —me preguntó la abuela. Yo asentí con un gesto—. Tenés que dedicarte a los caminos para que la gente pueda ir y venir… Recuerdo que Homero lo miraba sin comprender, lo escuchaba en silencio. Elegir el lugar donde plantar bandera, sin ninguna limitación. Para eso sirven los caminos, decía el pobre Germán. Y para ovillar y desovillar, para ovillar y desovillar… No sé cuántas cosas más dijo esa noche. Cuando empezaba a conversar en ese estado, yo me perdía pronto y dejaba de escucharlo. Lo cierto es que debieron de ser las palabras apropiadas porque Homero se convirtió, con el tiempo, en ingeniero vial. Bueno, casi. No pudo terminar la carrera. Se puso de novio y usted sabe, a esa edad… ella quedó embarazada… ya puede imaginarlo. De todos modos, se ve que en Suiza valoran los conocimientos, más que los títulos.

      Yo no sabía qué era exactamente lo que mi tío Homero hacía en Suiza. Poco tiempo antes había pasado sus vacaciones en Buenos Aires. Como yo estaba a punto de terminar la escuela técnica, me interesé por su trabajo. Era hosco, pobre de palabra, casi antipático. Aun así, me atreví a interrogarlo. De sus respuestas no se desprendía nada del todo delineado. Tuve que inferir que trabajaba para una constructora vinculada al estado; que había tenido distintos destinos dentro del país y que no siempre su trabajo estuvo ligado a obras viales. Albergué la sospecha de que no era más que un sobrestante. De esa experiencia me quedó una impresión desagradable. Desde entonces, Suiza y mi tío Homero se fundieron en una misma cosa parca, sin vitalidad, sin brillo, sin ningún atractivo. Desterré para siempre la idea de que mi tío pudiera facilitarme mi ingreso a la profesión.

      Desde la puerta del comedor, pude ver a mi madre entrando con dificultad en el recibidor; arrastraba el changuito repleto de alimentos. Atravesé el patio a paso rápido, para ayudarla. Volvió a sugerirme la idea de que llevara a nuestro hombre a la comisaría y diera el asunto por concluido. Su voz había perdido poder de convicción, como si ya no estuviera tan segura de sus ideas. Desde que mi hermana mayor había tenido que irse del país, tratábamos de evitar cualquier trato con la policía. Imaginábamos que un trámite simple o una conversación cualquiera, podía traernos consecuencias desagradables. No sabíamos muy bien cuáles, pero las sospechábamos peligrosas. No hablábamos de ello. Era un tema que evitábamos incluso al precio de incómodos silencios. Aun así, todos sabíamos que no estábamos dispuestos a pisar una comisaría ni siquiera para solicitar un certificado de domicilio.

      Para abortar intentos futuros, le dije a mi madre que, si ella quería llevarlo, yo no se lo impediría. No respondió. Mudó su malestar a la cocina, donde dispuso el contenido del changuito sobre el hule de la mesa y se puso a cocinar.

      —Nuestro invitado se llama Epifanio.

      La abuela estaba exultante, como quien se entera de que acaba de ganar un premio mayor. Más que el resultado de un golpe de suerte, su alegría provenía de un éxito meritorio. El trabajo que la abuela mejor había hecho durante toda su vida, desplegar su simpatía, daba sus frutos una vez más. Si bien esos encantos, con el tiempo, podían convertirse en una invasiva ocupación de los espacios, en un primer momento, resultaban arrolladoramente seductores.

      La abuela estaba tan feliz que parecía haber sido la responsable del nombre. Era un acto de bautismo, más que un descubrimiento.

      Tanto mi hermana como yo quisimos asegurarnos. No había dudas: Epifanio respondía al nombre de Epifanio. Consideré el hecho como un avance importante. Después de un nombre podía aparecer un apellido y eso abriría las puertas de la guía telefónica o algunas otras, lo que nunca ocurrió. Sin embargo, la importancia de conocer su nombre no era de orden práctico, sino simbólico. En su momento no supe explicármelo, pero el simple paso del anonimato al nombre, acomodó las piezas de otro modo. Mi madre fue la última en llamarlo por su nombre. Tal vez atardecía cuando la escuché llamarlo. Entonces tuve la sensación de que ya formaba parte de la familia y de que no se iría de casa.

      2

      Las mujeres desaparecieron a la hora de la siesta. Mi hermana visitó a una vecina; mi madre y la abuela durmieron. Epifanio había almorzado abundantemente y con apetito notable. Nadie habló durante la comida. Las voces de la radio que mi madre había vuelto a encender amortiguaron los sonidos que Epifanio emitía al masticar. Comía con la misma dificultad con la que hablaba. Buena parte de los bocados quedaron sobre el mantel. Aun así, terminó lo que se le puso en el plato, hasta quedar satisfecho. Luego abandonó todo signo de presencia.

      Sus ojos, no su mirada, se dirigían hacia un punto fijo, sobre la pared opuesta, donde colgaba un cuadro al óleo que mostraba un patio deshabitado y una calle en perspectiva, también desierta, que mi madre se obstinaba en conservar, a pesar del disgusto que a todos nos provocaba. Ella me confesó una vez que tampoco era de su gusto. ¿Por qué conservarlo, entonces? No hubo respuesta, pero nunca permitió que lo quitáramos de ese lugar. Su apego tal vez se debiera al pintor más que a la pintura. Imaginé que era el recuerdo de un amante. No sabíamos de la existencia de ninguno. Mi hermana daba por hecho que no habían existido. Yo no estaba tan seguro. Si bien había dedicado su tiempo a criarnos y a sostener la casa, estaba lejos de haber perdido sus encantos como mujer. Se arreglaba con esmero cada vez que salía a la calle. Aunque eran esporádicos, conservaba algunos momentos en los que nadie sabía muy bien dónde y con quién estaba. No, mi madre no era una beata. Tal vez nos ocultó sus amores como compensación a la exhibición que hacía su madre con los propios. Tal vez no tuvo uno con entidad suficiente como para presentarlo en familia. No me atrevía a preguntárselo. Con gusto hubiera hablado de estas cosas con mi hermana mayor, pero las complicaciones con el correo intermediado, hicieron que abandonara pronto la correspondencia.

      —¿Usted qué opina?, Epifanio.

      Mi voz había nacido ajena a mi voluntad, y la pregunta daba continuidad a mi pensamiento, que hasta entonces había sido secreto.

      —¿Qué opino de qué? —respondió con toda claridad.

      —Del cuadro… ¿qué le parece?

      Pero ya no hubo respuesta. Entonces comencé a hablar como lo hacía la abuela: sin esperar nada del otro. Inventé una historia sobre el cuadro, sobre el pintor, sobre un romance que mi madre habría mantenido durante quince años, abortado repentinamente por la muerte. El novio de mi madre había sido víctima inocente de un tiroteo. Algo totalmente disparatado que me producía un placer hasta entonces desconocido. Mientras hablaba y agregaba detalles a la conversación, observaba los leves movimientos de Epifanio. Ligeramente torcido hacia un costado, con la boca entreabierta y los ojos perdidos en ningún objeto. Cada parpadeo, cada desplazamiento de sus dedos sobre el hule, cada oscilación de su cabello, eran para mí, una señal inequívoca de respuesta. No tenía dudas de que Epifanio me escuchaba y seguía con atención mis fantasías. Sus ojos se cerraban a intervalos cada vez más cortos, como si lo dominara el deseo de seguir despierto, pero una

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