Lo que el cuerpo vale. Raúl Tamargo

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abuela debió de notar ese mar de fondo, porque dio un volantazo inesperado a la conversación. Comenzó a hablar de nuestros nombres. Le explicó a un Epifanio que parecía revivir en la medida en que el sol perdía verticalidad que, así como el abuelo había elegido nombres griegos para sus hijos, mi madre había elegido romanos para los suyos. Se extendió en detalles sobre cada nombre.

      —Cecilia es de origen latino ¿lo sabía? —y en voz más baja— Quiere decir ciega.

      Con el volumen de su voz casi extinguido, agregó: pobrecita.

      Luego se refirió a Lilia, mi hermana mayor. Un nombre también latino cuyo significado era lirio.

      —Y fíjese que es delgada como las hojas de los lirios blancos.

      Cuando me llegó el turno, explicó que el origen de mi nombre era en realidad alemán, pero que después de Alighieri, quién podría identificar a Dante con es horrible idioma lleno de asperezas.

      —¿Ha notado usted que el alemán es un idioma que parece destruirse a sí mismo?

      —No comprendo el alemán —respondió Epifanio.

      —Yo tampoco —dijo la abuela, tal vez refiriéndose no solamente a la sintaxis y al léxico —Pero escucharlo es suficiente para notar que se trata de un idioma que no se deja hablar, que se resiste, que lucha por ocultarse y que deja maltrechos a los hablantes…

      —¿No ha visto cómo termina un alemán sus discursos?... Absolutamente extenuado —y comenzó a reír. Luego agregó:

      —Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura / ché la diritta via era smarrita.

      —¿Advierte las diferencias?

      Epifanio hizo un ligero gesto de afirmación con la cabeza o tal vez apenas con los párpados.

      Lo sorprendente, cuando proviene de la misma fuente una y otra vez, acaba por extinguir sus efectos, hasta convertirlos en algo corriente, esperable. En el caso de la abuela, su capacidad para generar sorpresa entre nosotros era inagotable. Su fórmula (si es que puede hablarse de una fórmula para lo sorprendente) era la dosificación. Claro que se trataba de un don, una sabiduría natural para saber cuándo enseñar aquello que nunca había enseñado. ¿Conocimientos de italiano? ¿Lectura de los clásicos? La abuela leía con fruición las novelas de Sven Hassel y de Herman Wouk. La apasionaban las historias bélicas. Años después, recuerdo haberle llevado al sanatorio un libro recién aparecido de Gironella: Los hombres lloran solos. Lo recibió con gusto, pero ya había perdido el interés por la lectura. En la breve biblioteca de la casa, eran de ella: Charlas de café, Rimas y leyendas, La isla de los pingüinos, y una edición del Quijote, en un tomo, con las ilustraciones de Doré, que tenía las guardas rotas y nadie se atrevía a tocar. No recuerdo otros libros. También leía Para Ti, Radiolandia (que prefería sobre Antena o TV Guía) y los domingos, el enorme mamotreto de La Prensa, lo que había causado no pocas discusiones con mi hermana mayor.

      El idioma de su padre era el alemán. Esto explicaba su experiencia como oyente (conocía apenas un puñado de palabras sueltas; era incapaz de elaborar una frase) y, acaso, aunque de un modo misterioso para mí, también su desprecio. Ese hombre debió de recitarle los versos de Dante cuando era niña. Podía verla sentada sobre las piernas del suizo, deslumbrada por el sonido de las palabras cuyo significado desconocía. Podía ver la admiración de la niña por su padre, para quien el alemán y el italiano eran una parte de su cuerpo y el castellano, un áspero y resistente vehículo de comunicación con su familia. Esa pequeña, bajo estado de fascinación, debió de haber grabado sobre la piedra de la memoria aquellos versos misteriosos. Algo torrencial había en ellos, porque ese atardecer de febrero, Cecilia, que no había podido controlar el pánico, que había estado ausente desde el momento en que fue testigo del secuestro, volvió momentáneamente a la vida, para pedirle a la abuela que repitiera esas palabras.

      —Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura / ché la diritta via era smarrita. / Ahi quanto a dir qual era è cosa dura / esta selva selvaggia e aspra e forte / che nel pensier rinova la paura!

      Tiempo después hice amistad con un guitarrista que había traído de Brasil un pequeño mono como mascota. Cuando mi amigo trabajaba con el instrumento, el animal se recostaba sobre el brazo del sillón, volcaba los ojos hacia atrás, luego cerraba los párpados y parecía sumergirse en el sueño; sin embargo, ni bien el sonido de las cuerdas se aplacaba, se ponía de pie y volvía a sus cosas, que no eran sino trepar de un mueble a otro, en el intento insuficiente de combatir el frío de Buenos Aires. Ver la escena era, para mí, recordar a Cecilia enredada en la dulzura de los versos de Dante. Con frecuencia la imaginé revolviendo en su memoria esas palabras, tal vez buscando en un diccionario su significado, recitando en voz alta para sus pequeños hijos. A diferencia de aquel simio, mi hermana no retornó al combate con el frío, o en todo caso, el frío con el que combatía en esa tarde calurosa era el frío del pavor.

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