Lo que el cuerpo vale. Raúl Tamargo
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Le enseñé al hombre el diván que le había destinado. Como respuesta emitió una serie de sonidos a los que no pude asignar ningún significado; sin embargo, estaba claro que manifestaban alguna forma de protesta.
—No se quedará a dormir —dijo la abuela.
Contra su afirmación, yo estaba seguro de que el hombre no tenía un lugar adonde ir. Aun así, le preguntamos por su casa y su familia. Le pedimos una dirección, un teléfono, un nombre. La abuela oficiaba de traductora; creo que era más lo que inventaba o deducía que lo que realmente entendía. Mi hermana se mantuvo en silencio. Mi madre era la más entusiasta con el interrogatorio. Se resistía a la idea de tener un huésped. No conseguimos más que algunos nombres: Marina, Esteban, Generosa, Pontevedra. Los apunté en un papel que conservé conmigo durante años. Cuando el hombre volvió a perderse en su mirada muerta, la abuela y mi madre quisieron discutir el tema de los nombres, pero no se los permití. Para ellas, mi invitado desaparecía junto con su silencio; para mí, en cambio, la presencia de su cuerpo era señal inequívoca de que él estaba con nosotros, completo, o, en todo caso, todo lo completo que podía estar. Como las mujeres insistían, las obligué a salir del comedor, donde el hombre quedó solo con mi hermana, quien tampoco estaba del todo presente, según se vean las cosas.
En el recibidor, la abuela comenzó a desplegar su novela. El hombre era gallego, de Pontevedra. Generosa no podía ser sino el nombre de su mujer. ¿Quién daría hoy un nombre así a una hija? Marina y Esteban eran los nombres de los dos hijos que había afirmado tener. Mi madre la interrumpió, recuperó o intentó recuperar su autoridad:
—Hay que llevarlo a la comisaría.
—Hay que averiguar un poco más —replicó la abuela.
—De acá no se va —dije con una firmeza que dejó mudas a las mujeres.
Durante muchos años, después de aquel día de febrero, traté de encontrar un sentido al grado de determinación que me poseyó, a la convicción sin fisuras de que ese hombre debía quedarse en casa, como si se tratara más de un objeto encontrado, que de un hombre con historia y pertenencia. Tenía la explicación a mano: yo estaba buscando el padre que no tuve, aunque se tratara de un hombre con edad suficiente para ser mi abuelo; aunque se tratara de un hombre que había perdido buena parte de sus lazos con la vida. La argumentación era consistente y, en la medida en que los años me convertían en un hombre adulto, iba adquiriendo distintas formas y producía distintos movimientos internos, de mayor o menor amplitud, como las ondulaciones que produce una piedra al caer en el agua. Yo no sabía que la vida, a veces, demora añares en iluminar los hechos desde otro ángulo; no sabía que los hilos que nos unen con las cosas pueden mantenerse ocultos tanto tiempo. No conocía las verdaderas dimensiones del azar y de la ignorancia a la que estamos sometidos.
Mi madre, rendida pero ofuscada, tomó el changuito de las compras y se fue a la calle. Mi abuela me sonreía con cierta complicidad que no supe comprender ni pretendí indagar. Cuando volvimos al comedor, el hombre había regresado a la vida y parecía interesado en la tarea de mi hermana, que consistía en enrollar la cinta de un casete con un lápiz atravesado en el eje del carrete. El período de vacaciones estaba infectado de actividades como esa.
En la radio anunciaban refriegas en la frontera entre China y Vietnam. Las amenazas de guerra con Chile, durante el año anterior, me habían dejado especialmente sensible sobre los temas bélicos y se me dio por pensar si los muchachos asiáticos sentirían el mismo temor de ser llamados para la batalla. Las posibilidades de ser convocado por las Fuerzas Armadas, en mi caso, eran algo remotas, ya que mi clase pertenecía a la reserva y yo, que había sido eximido del servicio, no tenía ninguna instrucción militar. Sin embargo, durante el año anterior, me había ganado el pánico. Temía el estallido de una guerra, pero con mayor intensidad temía ser convocado para participar en ella. Había llegado a planificar un viaje a Uruguay. Prolongaba mis insomnios imaginándome una vida en Montevideo: me veía en una pensión, sin más propiedades que las que caben en un bolso de mano. Curiosamente, ese muchacho solo y pobre, desertor, documentado a medias, en una ciudad desconocida, exhalaba, de manera discontinua, volutas de un humo heroico. La fantasía me daba el oxígeno que el miedo me robaba, pero además poblaba el aire con el perfume del deseo que empezaba a descubrir: el de abandonar la casa de Ceretti y comenzar mi propia vida.
Corrido por las redes que las dictaduras seguramente tenían tejidas más allá de las fronteras, me veía en Brasil; luego en España. Abría de este modo la primera hoja de un cuaderno nuevo. Alentaba la libertad de elegir las palabras con que escribirlo, pero también la ingenua sensación de que esa libertad solo podía conducir a la perfección, a una especie de pureza del camino. Borrón y cuenta nueva; resultado sin resto, número entero.
Los planes no avanzaron ni mucho ni poco. Fue más rápida la gestión del Cardenal Samoré que mi capacidad de acción. Celebré el acuerdo que firmaron los militares el diciembre anterior, pero me quedó mal sabor. El sedimento de una tensión doble cuyo resultado era el mismo.
Argumentaba en contra de esa guerra entre tiranos y facinerosos. Con mayores dudas, argumentaba en contra de toda guerra. Por debajo de esas argumentaciones, trabajaban, como termitas, las doce letras de una sentencia que no dejaba de repetirme: sos un cobarde. Por momentos me sobreponía a la sospecha de que el miedo construía aquellos razonamientos. Pero en ese caso, ¿qué me impedía entonces irme del país? Sos un cobarde.
¿Serían los muchachos asiáticos tan cobardes como yo?
La abuela se sentó a la mesa, dispuesta a aprovechar el momento de resurrección de nuestro invitado. Yo me senté en el taburete, frente al tablero de dibujo y abrí un rollo con la copia de un plano de la obra, sobre el cual iba tomando notas. Me proponía crear un clima de rutina en la casa, como si el invitado ya no lo fuera; como si la aparición de un extraño hubiese ocurrido mil años atrás y ese día fuese un día más en la vida de la familia.
La voz de la abuela se sumaba a la de la radio; el resultado era una maraña de sonidos sin sentido. Decidí entregarme a ella como quien se entrega a una música de fondo; como lo hacía cada vez que debía dibujar por las noches. Entonces elegía una música que, sin llegar a molestarme, no tuviera tampoco el suficiente poder para encantarme, de modo que me permitiera concentrarme sobre el dibujo y a la vez crear la ilusión de estar acompañado.
El escalímetro se desplazaba sobre el papel, sin resultados. Las líneas del dibujo no transmitían ningún mensaje; no llegaban a convertirse en muros, columnas, conductos de ventilación, artefactos sanitarios o aberturas. La irrupción del desconocido había inyectado una dosis poderosa de sentido por descubrir; era un hachazo sobre la rutina de la familia y de la casa. Me demoré en el intento un buen tiempo, hasta que la abuela comenzó a gritar, en una competencia feroz con las locutoras. Entonces abandoné el taburete y apagué la radio. Mi hermana levantó la vista, pero no protestó. La abuela agradeció con un gesto y continuó con su relato.
—Homero es el menor… ingeniero ¿ya se lo dije? Desde muy chico supo que sería ingeniero. Su padre lo supo antes. Cuando Homero tenía dos o tres años, una noche me dijo: el pibe será ingeniero. ¿Cómo sabés?, le pregunté, pero él no me contestó. Germán tenía esas cosas. Hacía profecías. No me lo creerá, pero casi siempre se cumplían. Era como un don que tenía. Un día anunció el terremoto de San Juan. ¿Lo recuerda?