Las infancias y el tiempo. Esteban Levin

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Las infancias y el tiempo - Esteban Levin Conjunciones

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2000); Discapacidad. Clínica y educación. Los niños del otro espejo (Nueva Visión, 2003); ¿Hacia una infancia virtual? La imagen corporal sin cuerpo (Nueva Visión, 2006); La experiencia de ser niño. Plasticidad simbólica (Nueva Visión, 2010); Pinochos: ¿Marionetas o niños de verdad? (Nueva Visión, 2014). Este último libro ha sido presentado en Italia, Estados Unidos, Uruguay, Colombia y México. Todas las obras han sido traducidas y reeditadas al idioma portugués por la editorial Vozes. Ha reeditado con la editorial Noveduc el libro Discapacidad: clínica y educación. Los niños del otro espejo (2017) y ¿Hacia una infancia virtual? La imagen corporal sin cuerpo (2018) y editó Constitución del sujeto y desarrollo psicomotor (2017) y Autismos y espectros al acecho. La experiencia infantil en peligro de extinción (2018).

      A los niños, que día a día nos enseñan a inventar la sensibilidad de lo increíble.

      A los papás de los chicos, que frente a la opacidad del diagnóstico confirman la potencia afectiva de sus hijos.

      A los amigos, que siempre están en el tiempo del nos-otros.

      A mis hijos; con ellos, apasionados, compartimos la ficción cómplice de la escritura.

      A Peter Pan, por volar al país de Nunca Jamás, adonde el tiempo no pasa.

      Tic...

      Tac…

      Tic…

      Tac…

      Tic…

      No sé lo que es el tiempo. No sé cuál es su verdadera medida, si tiene alguna. La del reloj sé que es falsa: divide al tiempo espacialmente, por fuera. La de las emociones sé también que es falsa: divide, no al tiempo, sino a la sensación de él. La de los sueños es errónea: en ellos rozamos al tiempo, una vez prolongadamente, otra vez de prisa, y lo que vivimos es apresurado o lento conforme a alguna propiedad del decorrer cuya naturaleza ignoro.

      Fernando Pessoa

      Como en una película cuyo inicio es el final, y este se comprende si se tiene en cuenta la imagen del principio, en este libro el Epílogo está al comienzo, en el origen de la lectura. Tic, tac, tac, tic…

      El texto se expresa en cuatro tipografías diferentes; entre ellas, el tiempo transcurre sin pausa; se relacionan sin mezclarse, entretejen sentidos todavía inconclusos…Tac, tic, tic, tac…

      Cada capítulo empieza con un “prisma del tiempo” numerado en forma descendente, que alude a la multiplicidad y heterogeneidad de lo ínfimo. Tic, tac, tac, tic…

      Hay también “entretiempos”, cuya numeración ascendente hace referencia a lo inconmensurable. Pequeñas frases, pausas, aforismos abiertos que pasan, para dejar un vacío susceptible de habitar… Tic, tac, tic, tac…

      Yo no sé si habréis visto nunca el mapa de la mente de una persona. Los médicos dibujan a veces mapas de otras partes de vuestro ser, lo que puede resultar algo interesante, pero les desafiaría a que tratasen de dibujar la imaginación de un niño, que no solo es confusa, sino que no deja un momento de dar vueltas.

      J. M. Barrie

      Le pregunto a Pablo, un niño de 9 años: “Para vos, ¿qué es el tiempo?”. Piensa… Sin dudarlo, responde: “El tiempo es lo que falta”.

      Entretiempo, primer minuto (60 segundos)

      En el umbral del tiempo, los niños juegan y crean lo que aún no existe: la memoria.

      Los niños de los a los que se referirá-refiere-refirió este libro son aquellos que sufren el vértigo del tiempo que no pasa; ellos no pueden perderlo ni rescatarlo, tampoco ausentarse de él para resignificarlo desde otra posición.

      Tamara no habla, tiene dos años. La gestualidad estallada, entristecida, enuncia la tensión en la postura. Repentinamente, reacciona con violencia, se golpea la cabeza contra la pared, el piso, la mesa, la silla. No llora ni se queja, no para. Se lastima hasta lograr lo que quiere. Para ella el tiempo actual se paraliza en el dolor que no duele.

      Ramiro insiste, persiste en el movimiento; con sus dos años, inquieto, se mueve por todos lados; imparable, el desenfreno postural desborda el cuerpo y los movimientos sensoriomotores, deshilachados, se desvanecen en la acción. Por momentos sonríe, no juega ni imita al otro. Tampoco emite ningún sonido. El tiempo detenido actualiza la permanencia del sufrimiento sin edad.

      Ariel, a los tres años, endurece los dedos de la mano. Tiembla en la inestabilidad. La motricidad se independiza del brazo y el hombro. La postura disarmónica, dispráxica, tensa el movimiento. Rígido, endurece la actitud corporal. El tiempo actual perdura en la inestabilidad del cuerpo.

      Gaspar, con sus dos años, hacer girar cualquier cosa incesantemente: tapitas, lápices, cubiertos, hojas, juguetes, objetos. Gira y gira sin gestualidad. No habla ni juega, ocupa todo el espacio en cada giro; lo sensoriomotor funciona en relación a lo que mueve. Fusionado en el giro, no para de girar. El tiempo gira indefinido, inmóvil; en el mismo espacio, el goce deja huellas, no avanza ni retrocede, actualiza el sufrimiento en cada vuelta. ¿Cómo abrimos la sensibilidad de una demanda?

      Lo infantil de la sensible experiencia de la infancia es imprevisible; en intervalos discontinuos el tiempo movedizo transcurre; si queda fijo, estancado, sufre el dolor gozoso, desolador, de existir en una temporalidad que no pasa. Estática e irreversible, envuelve, absorbe lo anterior y rigidiza lo actual en la apremiante tensión corporal que no deja de estallar, sin dar lugar a una nueva gestualidad.

      El sufrimiento, ¿puede detener el tiempo? ¿Duele la memoria? ¿A quién le duele el dolor? El tiempo, ¿puede encarnarse en el cuerpo hasta encerrarlo, cristalizarlo y poseerlo? El tiempo de la niñez que no se separa de sí mismo hace sufrir, no pasa: agobia en la desmesura, aniquila la ficción; la plasticidad estallada produce la contracara, el tenaz desamparo del encierro, escenario mortal de la memoria y el pensamiento.

      El acontecer no es nunca lo que acaba de pasar o lo que va a suceder, pero tampoco lo que pasa; en esa paradoja se enuncia el devenir de la niñez, donde el tiempo constantemente es otro.

      Escuchamos el tiempo, lo leemos, lo miramos, somos receptáculos de la temporalidad sufriente del otro, del pequeño que, angustiado, no para de moverse; del que, al estereotipar en un imperceptible detalle, demanda; del que se defiende tras la repetición de los síntomas, los terroríficos miedos o los alicaídos y, a la vez, potentes rituales. Es el modo de donar tiempo, de trastocarlo para transmigrar a otro, que, al devenir, se historice en la imagen del cuerpo. Esta es una imagen cristal, sensible coexistencia de lo actual y lo virtual.

      Al jugar, los chicos ficcionalizan lo temporal, lo transforman en un afecto, devienen con él a otra escena que nunca jamás recordarán pero jamás nunca olvidarán, acontecimiento original y originario de la infancia.

      La única forma de tener el tiempo es perderlo; cuando se lo tiene ya no es lo que fue: existe en tanto perdido; al recuperarlo, cambia; coexiste lo actual con la virtualidad de una historia inaprensible, que se fuga entre la ausencia y la presencia.

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