Las infancias y el tiempo. Esteban Levin
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Entretiempo, primera hora (60 minutos)
Los paréntesis hacen que el tiempo respire.
El lenguaje y la experiencia son siempre después del tiempo de la infancia, pero él es también lo anterior del lenguaje y la experiencia. Entre ellos se produce un “entre” inefable e inalcanzable; es una memoria del después en el ahora del antes, un cristal. Me gustaría llamarlo “el tiempo del devenir”, temporalidad afectiva cuya función conecta, es efecto y causa de los prismas que generan la apertura.
Lo abierto del tiempo donará, dona y donó el lugar de la invención de lo nuevo, donde la experiencia de la palabra ligada al cuerpo lo recrea a través de la imagen, el espejo la divide de lo corporal y, al mismo tiempo, hace de puente. Al jugar, los niños realizan el cristal del tiempo sin pensar ni calcular. En ese espacio se va dando cuenta de que nada de aquello que comienza termina en él y que ya se originó en el después del antes donde todavía no estaba. El tiempo comienza a mover, a ser efectivo, sin entender ni saber por qué mueve. (4)
El tiempo de la infancia divide un pasado en la actualidad que historiza un futuro en resonancia. Al jugar, lo temporal se desprende y transita a través de un vacío que funciona como un tajo abierto al afuera, y liga el adentro. La temporalidad de los niños reúne lo que separa, establece dos orillas y un puente como un pasaje de redes que entretejen la historicidad en prismas de tiempo.
Los niños (juegan, jugaron y jugarán) toman conciencia de la finitud y la natalidad que implica la pérdida de lo anterior, un desgarro necesario que abre lo que todavía no es y anuda lo que ya fue, aquello que simultáneamente está siendo. En ese contexto, los niños crean el territorio ficcional del Nunca Jamás, utopía realizada, memoria del devenir que definimos como heterocronía (5) del tiempo.
La condición corporal de Peter Pan no se expone a la inquietud del tiempo, no recuerda ni se sostiene en lo anterior de la historia; parte, comienza, salta y vuelve siempre al mismo lugar. Existe solamente en la isla, resiste con todas sus fuerzas a cualquier cambio que implique perderla; vulnerable, consolida la ambivalencia (crecer y no hacerlo), vive la fantasía como realidad y viceversa, sin siquiera diferenciarla. Al hacer uso de la imagen corporal ella se separa, “se independiza”, del cuerpo, salta, vuela; ilimitada, se olvida de él. ¿Es posible desatarse del acontecimiento del cuerpo? Peter, ¿existe como ser corpóreo siendo atemporal?
Desdoblado en marioneta Pinocho, ante el pedido de la niña, exclamo: “Gracias Tamara, ahora me siento mejor. Me enredé y no puedo moverme”. El muñeco nos acompaña al tobogán, se tira, ella hace lo mismo. Luego sube a una pequeña rampa, baja pero los hilos vuelven a enredarse. Tamara, atenta, no deja de mirar a Pinocho y reacciona frente a la dificultad; entonces, tomo la cabeza de la marioneta y a propósito la golpeo contra la pared, mientras el muñeco se queja y exclama: “Me caí, estoy enredado, uyyy…uyyy…”. Al decirlo, hago que se golpee la cabeza contra el suelo. Los papás reaccionan: “No Pinocho, no lo hagas, que duele”, dice la mamá y el papá afirma gestualmente. Al mirar la escena, grito como esteban: “¡Qué dolor! ¡No, Pinocho, no! Me duele a mí, ¡ay, ay, cómo me duele, ay, ay!”.
Tamara participa de la escena; finalmente, logramos desenredar los hilos y la marioneta se lanza “libremente” por el tobogán. A continuación, la niña mira unos marcadores, los toma y traza rayas sobre unas hojas que encuentra en el escritorio. Pinocho se acerca y, lentamente, empieza a pintarlo a él también; entonces, como marioneta, exclamo: “Qué lindo, me encanta que me puedas pintar, me da cosquillas… ¡me gusta!”. Poco a poco va pintando con diferentes marcadores y todo el cuerpo, la nariz, la cara, las manos, la panza y los pies toman otro color. Hay un instante de tiempo gozoso, agudo, como contracara del dolor. La pequeña niña sale del cuerpo a través del trazo, lo trazado desborda la imagen corporal hasta hacerla existir en la marioneta.
En un momento, sin querer, dibuja también mi mano, la que sostiene a la marioneta. Mirándolo, le digo: “Me gustan también tus dibujos y rayas” y le ofrezco la mano. Ella, contenta, garabatea por mi brazo, los dedos, las uñas; señala a la mamá, cambia el marcador, dibuja el codo, la otra mano y hace lo mismo con el papá. Todos quedamos marcados, rayados, dibujados.
Tomo el marcador; en ese instante ella abre la mano y en su palma dibujo un redondel; mientras hago el trazo canto una canción: “Le hago una carita… y unos ojitos… son muy divertidos… y una boquita”. La plasticidad de la escena deviene la intensidad de cada juego, los garabatos tejen una red invisible, a la vez cómplice y eminentemente secreta. El tiempo compartido produce un “entre”, al ligar la sensación corporal, cenestésica y sensoriomotriz al placer de la realización.
En diferentes oportunidades, la marioneta de Pinocho acompaña las escenas que monta Tamara. Se tira por el tobogán, le damos de comer, entra a una casita-carpa con nosotros… Pero, en algún momento, frente a alguna negativa o imposibilidad, hago que el muñeco se golpee la cabeza. A lo que, inmediatamente, reacciono expresando, dramatizando el dolor: “¡Ay, ay, no, no! Pinocho, me duele, ¡ay, ay, ay!, me duele que te golpees”. Al mismo tiempo, juego el golpe (como muñeco, grito, siento el dolor) encarnándolo en la experiencia escénica.
Más tarde recibo un llamado de la mamá que me narra cómo “Ahora Tami agarró un peluche que ella adora e hizo que se golpeaba la cabeza, igual que haces vos con Pinocho. No lo podíamos creer, estaba jugando con el muñeco a golpearse, y casualmente nos parece que se está golpeando menos, venimos con varios días sin que lo haga”.
En un destiempo, ya no en el consultorio, Tamara puede empezar a desdoblarse en otra que ella no es, en un peluche o un personaje que personifica el dolor de existir sin dolor; aquello irrepresentable del sufrimiento empieza a poder representarse en la gestualidad. La intensidad extrema, insoportable del golpe dramatizada en el muñeco tiene otro sentido; expropiado del cuerpo de ella, pasa desbordante a otra escena.
La alteridad de la experiencia hace que la pequeña encuentre el placer del deseo de desear, lo pulsional sin dudas genera un prisma temporal que, en un contrapunto dramático, se opone al golpe doloroso del goce agudo sin dolor, encapsulado en un tiempo que se encierra a sí mismo.
Los cristales del tiempo son una experiencia fecunda, afectiva, a atravesar, la potencia creadora e indeterminada de salir del cuerpo y dirigirse al otro a través del gesto ficcional genera el devenir, divide lo temporal. Produce en el hacer la puesta en juego de un acontecimiento después del cual, en la aventura, nada será igual.
Los niños realizan el tiempo; nacen sin recuerdos, para luego recordar lo que indudablemente ya se ha perdido. Crean una existencia inexistente, giran el reloj de arena y la temporalidad vuelve a caer. Peter Pan no podía girar el reloj de arena. Sin la anterioridad y los recuerdos, no quería crecer. En un pretérito sentido, naufragó en una isla del tiempo de la que no podía salir.
Al atravesar los cristales donan afecto, no lo establecen ni lo miden, lo que fue en lo no desplegado de lo que aún será origina un futuro en un pasado que vendrá. El país de Nunca Jamás es un territorio que separa, escinde el presente (lo actual) del pasado (virtual), tiende un puente entre el mundo