Las infancias y el tiempo. Esteban Levin

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Las infancias y el tiempo - Esteban Levin Conjunciones

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que se llega pero de donde nunca se puede salir.

      La memoria no está en el niño: es él quien se mueve en ella a medida que se lanza a jugar. Cuando no puede hacerlo, cristaliza el tiempo sin marcas, más bien permanece, dura y desliga, escinde la historicidad hasta producir la plasticidad estallada que hace de lo anterior un horizonte de sucesos imposible de resignificar o recuperar, como le ocurre a Peter.

      El tiempo sufriente de la infancia enmarca la inmovilidad frenética, móvil, extática. Es como una pequeña ruedita que aloja a los hamsters para que se muevan y entretengan. Ella gira y gira velozmente, consume al cuerpo, la postura, la imagen. No se desplaza ni se desliza. No llega ni va a ningún lado. Fractal, mueve y mueve la rueda en la anónima temporalidad, se basta a sí mismo, crea el solitario país de Jamás Nunca.

      La plasticidad de la experiencia del tiempo

       En una próxima sesión estoy esperando que lleguen; se hace la hora y recibo un mensajito: “Esteban, estamos un poco atrasados, llegamos en diez minutos”. Respondo: “Los espero”. Pasan cinco minutos y recibo otro mensaje: “Estamos a unas cuadras, ya llegamos”. Entonces, les contesto: “La sesión ya empezó, van a tener que buscarme” y salgo a esconderme. A continuación bajo y busco un escondite: lo hallo a media cuadra, detrás de un árbol.

      Tamara y sus papás llegan a la puerta del consultorio, no me ven, tocan el timbre… Se fijan dentro del bar que queda al lado… Entran al supermercado, hablan con Tamara y escucho que dicen: “¿Dónde está Esteban? ¡Se escondió! ¿Lo llamamos por teléfono?”. La pequeña sonríe. La mamá, el papá y ella siguen la búsqueda, los padres llaman por celular: “Esteban, no te encontramos, ¿dónde estás?”. Respondo: “Estoy por la esquina, tienen que buscarme…”.

      Riéndose, los tres salen de la mano hacia una de las esquinas. Por el celular, seguimos conectados, exclamo: “No, es para el otro lado, estoy escondido en la otra esquina…”. Desconcertados, giran, mirando hacia todas partes, le dicen a Tamara que hay que ir para el otro lado, pero al llegar no alcanzan a verme porque ya crucé la calle y me oculta un árbol diferente. “No te vemos”, dice la mamá. “Les doy una pista: estoy enfrente, atrás de…”. “Vamos”, dice el papá; Tamara no deja de reírse, cruzan, aprovecho para esconderme detrás de un auto. Sigilosamente, se aproximan hasta que la mamá dice: “Tamara, está ahí, atrás del auto rojo”, los tres corren, me encuentran y festejan el descubrimiento. Había pasado un tiempo muy diferente de los 35 minutos cronológicos de la escena.

      Cuando llegamos al edificio, después de esta recorrida, Tamara me da la mano y les digo a los papás que iremos solos y que nos esperen abajo. Llamamos al ascensor y subimos. Es la primera vez que jugamos en el consultorio sin que estén sus padres. Un cristal del tiempo intenso, íntimo, sostiene el espacio de una experiencia indeterminada en la plasticidad simbólica que se fue generando a medida que jugábamos en acto la ficción.

      En las escenas que analizamos, el “entretiempo” se vuelve secreto y el cuerpo deviene una forma en acto del tiempo. Si la historia subjetiva deja huellas a resignificar, el devenir, en camino, en su condición precaria, genera cristales donde juegan, indiscernibles, fuerzas pasadas, futuras y presentes.

      Los padres de Tamara me avisan que van a llegar diez minutos tarde, intuitivamente pienso en aprovechar ese instante y esconderme. Sin darme cuenta, invento un secreto, sustraigo un sentido por el cual el árbol deja de serlo y deviene un refugio-escondite. No es a descifrar ni a analizar, es del orden de la coacción; ellos, Tamara y sus padres se ven envueltos, llamados a jugar, a encontrar un enigma. Mientras jugamos, las repeticiones insisten; sostengo el secreto, el placer pulsional libidiniza el cuerpo en función del juego. Ella y los papás entran al mismo, esta vez inventamos lo imposible para hacer posible otra realidad en la que Tamara no necesita de sus padres para lanzarse a jugar en el consultorio. Y el tiempo deja de pesar, de sufrir, para devenir un cristal de una nueva experiencia.

      El misterio creado captura el deseo de descifrarlo. Tamara y sus papás entran al juego en forma invertida a Esteban, que aprovecha la ocasión y crea el secreto; ellos buscan resolver el enigma. Al hacerlo, lo crean; develarlo, paradójicamente, es también sustentar la intriga: ¿qué va a suceder?, ¿dónde estará el escondite? Nadie lo sabe, es lo que mantiene viva la experiencia escénica y delinea que el cuerpo, el síntoma o el síndrome en cuestión pierdan peso específico frente a la realización de una incógnita no revelada, que da tiempo para que emerja el acontecimiento.

      Entretiempo, un día (24 horas)

      La niñez bromea con el tiempo; indiferente, le pierde el respeto: se ríe de él.

       La ficción del secreto es un tiempo vacío de tiempo, converge en instantes de encuentros en el entredós que causa el deseo de desear y el quehacer que el niño lleva fuera de sí a través de un gesto que encarna lo indeterminado de la trama.

      Al esconderme, sin calcularlo, produzco un punto ciego, un tiempo imposible de ver (heterocronía). No se trata tanto de dar a luz (lo que sería develar el enigma, analizar el sujeto de la “transferencia”), sino de producir ficciones como origen móvil, plural, de sentidos a experimentar en el juego, a vivir en la utopía en acto de un universo cuántico a la vez imaginario, fantástico y real que impone la temporalidad del finito entretiempo.

      La estructura de la ficción necesita tanto de la realidad como ella precisa de la ficción para recrear los “entre” de los tiempos; no importa la forma ni lo que hay dentro, solo pueden atravesarse en la siguiente experiencia que, sin embargo, ya pasó. De ella se desprende la rebelde plasticidad del devenir de un acontecimiento que una y otra vez vuelve a vaciar el sentido para emprender un movimiento, un ritmo nuevo.

      Al implicarnos en la escena postulamos la idea, la creencia de que vamos a jugar algún misterio, una intriga producida, mediada, que jugamos al jugar. Rompemos la incredulidad y creamos opciones posibles e imposibles a la vez. Junto al niño, en una realidad cuántica, muchas cosas pasan al unísono, sin embargo, están unificadas por el espacio del entredós en un entretiempo donde circula el afecto entretejido en red. De este modo, restituye en lo actual la virtualidad escénica.

      Cuando jugamos con el niño, conviven las temporalidades. Lo sucedido en el pasado, aquello que efectivamente está sucediendo y lo que va a suceder. El entretiempo afectivo produce los prismas del tiempo generadores de movimientos, desplazamientos metonímicos que reanudan lo imaginario, lo simbólico y lo real sostenidos en la causalidad ficcional de otra escena que fragmenta y unifica lo que crea.

      La espera es un entretiempo subjetivo que el niño inventa al jugar. Lo ficcional es afectivo e incierto, va hacia fuera y enlaza lo real

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