Las infancias y el tiempo. Esteban Levin
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¿Cuándo comienza el tiempo?
“Había una vez…”
Así empiezan muchos cuentos; los niños se fascinan, buscan entrar en la originalidad del tiempo ficcional. Convocados por lo que había, piensan en pasado, presente y futuro, coexisten en un tiempo imposible o en ninguno de los tres tiempos a la vez; en realidad, crean otra temporalidad y, al unísono, son creados por ella. Apasionados por lo inesperado, toman distancia del cuerpo como masa, peso corporal, organicidad, para saltar a un entretiempo sin saber dónde caerán, ni por qué ni para qué. Durante toda la vida coexistimos con cristales del tiempo, que no dejan de transformarse hasta crear la huella temporal de una ausencia aún por venir. Al hacerlo, producen un nuevo crisol y con él nuevas imágenes.
La natalidad implica el prodigioso acontecimiento de crear un tiempo sin huella, irrepresentable; en este sentido, es caótico, plebeyo, porque recrea un vaivén temporal, una variación en la densidad del circulo inextricable de la reproducción de lo siempre igual (por ejemplo, del país de Nunca Jamás, o de los síntomas, miedos, rituales, angustias y estereotipias de la niñez). Frente a ellos, como en los cuentos, las novelas y las narraciones, un simple detalle, el azar de un hallazgo o una gestualidad hace la diferencia. En algunos relatos, ser trata de una varita mágica; en otros, un espejo encantado, un polvillo de hadas o una pócima hechizada. En nuestro trabajo cotidiano, es la ocasión inaudita, el entretiempo, la ficción de una escena que causa el otro tiempo afectivo de una experiencia única, aún por realizarse.
El tiempo del que hablamos deja instantáneamente de ser cronológico; no se mide con el segundero que no deja de girar en una única dirección constante y cíclica, siempre idéntico a sí mismo. Si tuviéramos que pensar el tiempo de la infancia, tal vez nos ayudaría la imagen del reloj de arena: los pequeños granos pasan y caen solo si reciben un movimiento, una fuerza que impulsa el acontecer. Entonces, la arenilla logra perderse de acuerdo al orificio por el cual cae. El movimiento traslada la arena de un lado a otro; cada vez, ella se pierde y cae en otra posición; perdida, todavía no es ni pertenece a las arcas del recuerdo y mucho menos de la memoria. No toda la estructuración subjetiva pasa por el lenguaje, también lo hace en y por el tiempo, el cuerpo y los acontecimientos.
En esta instancia primera se tratará-se trató-se trata del tiempo del devenir por fuera de la repetición de la resignificación o el a posteriori. Momento privilegiado está, estuvo y estará en la ocasión del salto, la caída, el pasaje y la pérdida. No medible, huye del sentido pleno, insustancial; existe al romper la homogeneidad, la linealidad e irrumpe entre el antes, el después y el ahora. Existe simultáneamente vacío de contenido numérico y letras, pervive en cada acontecimiento originario de la experiencia infantil. Constituyen los prismas del tiempo.
En el territorio de Nunca Jamás, con Peter Pan conviven sus amigos de aventuras, piratas, hadas, guaridas, Wendy, los archienemigos, los Niños Perdidos… En fin, un territorio que no deja de construir desventuras plagadas de intrigas, enigmas, muerte e ideas que, lejos de dar miedo, lo causan y aprisionan aún más en una vida fantástica por la cual es y existe eternamente.
Peter no sería tal sin la isla que jamás nunca podrá ser otra más que ella misma. Los niños, durante la infancia, crean los propios prismas del tiempo. Conviven con ellos sin cristalizarse en uno. Móviles, plásticos, los atraviesan, juegan, imaginan y fantasean como jamás lo han hecho y lo harán.
Ante determinado sufrimiento, el dolor de existir cobra tal magnitud que indefectiblemente paraliza el sentido, detiene el devenir, enfría la experiencia y el afecto que ella conlleva, se defiende del otro y lo otro. Arma otra isla, plena de un afecto que no puede donar ni mover más allá. El tiempo bloqueado opaca lo fantástico y, refugiado en la repetición de lo mismo, se cobija en el cuerpo, la acción, la estereotipia, los síntomas. Pétreo, goza una y otra vez de la potencia del encierro, displacer que sin embargo lo protege de la pérdida. La plasticidad, en lugar de enlazar, estalla.
Conjeturamos que el malestar opaca el cristal, le quita el brillo, la transparencia y el reflejo en un proceso de esmerilado que, en vez de dar lugar a otra imagen, la oscurece y apaga, aunque de algún modo deja entrever el sufrimiento amorfo sin espejo. El tiempo del dolor sufriente encarnado en el cuerpo cobra existencia subjetiva; en bloque monolítico, detona lo inerte.
Los niños nunca nacen jugando; para que lo hagan, el Otro (encarnado en la madre el padre, los adultos, los hermanos) tendrán que jugar con ellos. Lo hacen con el cuerpo, el lenguaje, que constituye el campo y el tiempo de la ficción en escena. El otro desea al jugar, lo alimenta y cuida; se trata del don de amor al hijo, pero hay un momento en el que ese otro se ausenta y el pequeño debe esperar la llegada; entonces, las sensaciones y movimientos corporales comienzan a tener un lugar central. De algún modo ocupan el vacío, la ausencia de plenitud conforma el entretiempo constitutivo, es la ocasión de la experiencia corporal investida del don del deseo encarnado en la caricia y la palabra. Los primeros cristales del tiempo (3) instituyen el umbral del placer corporal, no como cuerpo-cosa, sino como sujeto que compone la plasticidad simbólica.
Tamara ha sido muy deseada y demandada, sus padres y hermanos esperaron mucho que llegara (luego del nacimiento de los dos primeros hijos, recién tras años de intentos, la mamá logró volver a quedar embarazada). Desde el inicio, la pequeña se convierte en el centro del amor familiar. Comporta la mirada, la palabra y el deseo de todos. Cuando comienzan a ponerle algún limite, ella se opone: solo quiere hacer lo que quiere; si no, reacciona golpeándose fuertemente la cabeza contra cualquier superficie sin registrar el mínimo dolor.
En las sesiones junto a los padres, Tamara no habla y la experiencia lúdica se empobrece en el hacer sensoriomotor de abrir o cerrar la puerta de una casita de juguete, vestir o desvestir una muñeca, lanzar pelotas, mover juguetes, tirarse por un pequeño tobogán… Los papás, predispuestos, le ofrecen juegos, objetos, libritos. Ella los toma, parece jugar, pero finalmente no lo hace. La acción pierde riqueza, languidece en sí misma, sin mucha relación con el otro.
Cuando por algún motivo los papás le dicen que no puede hacer algo o se niegan a su deseo, la intempestiva reacción de Tamara es violenta; golpea con fuerza la cabeza contra el piso, una silla, la pared, o cualquier cosa que esté a su alcance.
El “no” no alcanza a evitar el golpe: conmueve el ruido siniestro de la cabeza, la frente, la nuca o las orejas contra una superficie dura. Rápidamente, la toman, la sostienen y evitan la situación. Muchas veces le dan lo que quiere (por ejemplo, un juguete, la mamadera, una golosina, sentarse arriba de la mesa) y otras la contienen (en brazos, a upa, provocándole otra postura) hasta que logran calmarla o, con el paso del tiempo, la reacción se le pasa…
En varias entrevistas con los padres surge el tema de los límites. La mamá cuenta que, luego del destete, Tamara continúa buscando y tocándole el pecho en distintas circunstancias. Y que ella duda entre dejarla o no, pero finalmente cede.
Recalco justamente la vacilación en el límite: esa es una de las dificultades para reposicionarse y producir algún cambio. Los papás concuerdan con esta idea y de allí en más, ante la oposición de la mamá, la