Las infancias y el tiempo. Esteban Levin
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La infancia nos confronta con la esperanza de un recomienzo, con la natalidad de lo familiar. Los niños están siempre en el umbral, pertenecen a él, transitan el tiempo fronterizo de un espacio en acto, topológicamente invisible e inefable. Entre lo real y lo ficticio conforman la realidad. Son la travesía que atraviesan, llevan el coraje del límite hasta las últimas consecuencias. Al jugar viajan, son hijos del tiempo, terminan para volver a comenzar. Hacen de la repetición el próximo pasado, futuro viaje.
Dentro del juego ficcional, lo temporal tiene otro sabor, otro color; pasa de otro modo, ni más lento ni más rápido; tampoco se vive en lo actual del presente, en lo anterior del pasado o en el próximo futuro, sino abierto a la producción vital de la memoria en la experiencia infantil.
Jugar requiere de un escenario, no solo como lugar de representación sino, esencialmente, de invención de una red de tiempo paradojal y evanescente Necesariamente, sin cesar se consume, transcurre y, al unísono, divide, ficcionaliza e historiza aquello que pasó; al hacerlo, reescribe el movimiento desequilibrante e irreversible del devenir. Los placeres y el sufrimiento en la niñez dan cuenta de ello.
La gran conmoción que produce la noticia del autismo genera muchísima angustia y desazón. En tal estado, los padres revierten la idea de separarse y emprenden una convivencia por Dante, aunque “la pareja, como tal, está terminada”. “Seguimos juntos porque cuando nos dieron el diagnóstico quedamos tan conmovidos que nos pareció mejor no separarnos y seguir siendo solo papás”, afirman los dos en la primera entrevista.
Los papás de Andrés se llevaron siempre muy mal. Discusiones generales, peleas, tensiones, gritos y malestar enmarcan los primeros dos años de vida de su único hijo. El clima familiar francamente es insoportable. “Indudablemente, nuestro hijo se tragó y chupó toda esa situación”, concluye la mamá, muy angustiada y compungida.
“Cuando nos dieron el diagnóstico de Andrés fue un baldazo de agua fría, pero a partir de ahí empezamos a cambiar. Tomamos la decisión de no pelearnos ni discutir más delante de él. Cambiamos drásticamente todo lo que pasaba y el clima familiar se modificó… Nos vino bien la sacudida, estamos mucho mejor”, afirma el padre.
La pregnancia de semejante diagnóstico es de tal magnitud que detiene lo que estaba pasando, lo paraliza. Coagula todo en una misma posición, igual a la experiencia idéntica a sí misma, o sea, al síndrome o síntoma en cuestión. De allí en más, el hijo cumple la función del diagnóstico y es el pronóstico prefijado. La temporalidad pierde toda profundidad y se erosiona, fusionándose con la patología que torna presente herméticamente a su hijo.
Cabrían aquí algunos interrogantes. ¿Qué tiempo ocupa el diagnóstico de un hijo en la pareja parental? ¿Es posible que la certeza de un pronóstico provoque la unión de sus padres? ¿Qué efectos afectivos produce en los niños, en los padres y en la pareja?
Del lado de los padres, lo más difícil es apartarse del diagnóstico y lanzarse a jugar con sus hijos, pues nunca nadie juega con una patología; es el hijo el que sostiene el nombre del juego. Jugar es salir del diagnóstico y construir una experiencia más allá de él, transmitir una herencia y hacer de la descendencia (el hijo) la propia causa de su deseo. Todo lo cual hace que circule la deuda simbólica y, con ella, lo amoroso que pone en juego.
Del lado del hijo, en su funcionamiento deseante, cuando puede jugar con sus padres descubre el placer del deseo de desear, no sin asombro y esplendor. Es una experiencia ciertamente fundante y original, no planificable y desprogramada de cualquier metodología.
Cuando padres e hijos juegan es posible crear una zona de complicidad entre ellos en la que se conjuga un tiempo eminentemente no cronológico afectivo y, a la vez, potente. Tiempo que no tiene valor por sí mismo, sino en el movimiento del don del encuentro donde sucede lo inesperado e indeterminado. Es el nacimiento de un nuevo comienzo a constituir en el entredós de la relación jugada.
Entretiempo, primer mes (de 28 a 31 días)
El dolor encarna al tiempo, el sufrimiento impertinente lo coagula.
La infancia está en relación con el representar (el “como si”), se presenta por primera vez y esa es la última vez de la primera presentación. La segunda vez implica la pérdida de la primera, es el armado de la zona del umbral, de la resignificación. La tercera vez ocurre al jugar; al hacerlo, donan al afecto, desprenden de sí la intensidad que hace al lazo social, dan aquello que pierden como deuda simbólica (de amor), comprenden la finitud como límite imposible, prohibición y herencia.
Para los niños, la infancia es lo otro de ellos, lo uno del otro y, como tal, está perdida. Se pierde y recupera en el tenor sensible de un sueño, de un instante risueño, del sabor amargo de una frustración. Implica un tiempo al que no se retorna físicamente; justamente por ello acaricia la memoria del porvenir, aquella que todavía está por realizarse. Precisamente, es la frontera indómita que nunca se atraviesa pero sostiene el deseo (2).
Muchas veces, los padres necesitan participar de las sesiones con sus hijos, compartir un momento con ellos y sus terapeutas o acompañantes, pero no con el afán de observarlos y ver cómo trabajan para imitarlos, diagnosticarlos o copiarlos, sino para crear ese espacio cómplice virtual-real entre ellos. Mucho más si son pequeños y están constituyendo su imagen corporal. Justamente, el diagnóstico viene a congelar una imagen opuesta a la corporal, ícono discapacitado que no da lugar a ninguna otra imagen más que a la suya.
Al abrir nuestros consultorios y jugar juntos creamos un espacio de tiempo para habitar en esa zona lúdica del entredós, momento en donde se pone en juego la plasticidad, la diferencia y la identidad como doble espejo donde el padre se reconoce jugando en su hijo y el hijo conforma su territorio compartido.
Han pasado diez minutos de la sesión y estamos los cuatro arrojándonos pelotas. Dante mira y acierta con un tiro o camina hasta tomar otra y volver a lanzarla. De repente, la pelota queda en el borde de un túnel conformado por unos aros cubiertos de una tela azul. Decido meterme en él junto con la pelota. Quedo a la espera, trabado en el medio del túnel. Del otro lado, se acercan Dante y el papá para mirar. Aprovecho esta actitud y les pido que agarren la pelota y mi mano. El gesto de ambos me ayuda a salir y ellos también quedan al borde del túnel. Al estar en esta posición, desde el otro extremo, arrojo la pelota que empieza a circular de un lado al otro. Con cada maniobra nos reímos y la hacemos rodar: “Ahí va, Dante y papá: ¡agárrenla!”. Ellos lo hacen