Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles. Robert J. Grant

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leyó la siguiente sugestión hipnótica: «Tendrá ante usted a Aime Dietrich, quien se encuentra en esta casa. Hará un cuidadoso diagnóstico de su organismo y recomendará un tratamiento».

      Al cabo de un rato, Edgar comenzó a hablar con la extraña y monótona voz del estado hipnótico.

      «Sí, aquí tenemos el cuerpo». En ese momento, Cayce se convirtió en un médico extraordinario y pareció incluso desplazarse en el tiempo, identificando con exactitud cuándo habían empezado los problemas de Aime: varios días antes de contraer la gripe, se había caído de un carruaje de caballos, lastimándose la rabadilla. La combinación de la lesión espinal y de la gripe produjo un cortocircuito en su sistema nervioso, que era la fuente de sus ataques. Cayce identificó las vértebras específicas que requerían un reajuste quiropráctico. Layne debía llevar a cabo el tratamiento. El lenguaje utilizado por Cayce resultaba extraño para todos los presentes, con la excepción de Layne. Al final de la lectura, sin embargo, Cayce emitió un pronóstico que hizo llorar a la señora Dietrich:

      «Tal como lo vemos, el cuerpo se recuperará si se aplican los tratamientos».

      Layne siguió las recomendaciones quiroprácticas de Cayce. No se advirtió ningún cambio perceptible en Aime. Edgar entró de nuevo en estado de sueño, y Layne formuló más preguntas. Edgar indicó que Layne no había efectuado correctamente los ajustes. Dio instrucciones más concretas, que se siguieron con mayor precisión. A los tres meses, Aime se había recuperado completamente. Los ataques no se repitieron, y la niña mostró un rendimiento excepcional en la escuela.

      Quedó así concedido el deseo de ayudar a los niños que Edgar había expresado ante el ángel; pero Edgar seguía sintiéndose incómodo. No entendía de dónde procedía la información y le preocupaba realizar lecturas. Advirtió a Layne que no comentara el caso Dietrich a nadie. Edgar quería entregarse con más empeño al negocio de fotografía que tenía en Bowling Green. Además, él y su prometida Gertrude estaban empezando a construir su vida común. Únicamente deseaba formar una familia, dar clases de catequesis los domingos y trabajar en su jardín.

      Haría todas esas cosas, e incluso más, pero antes tenía que superar la intranquilidad que le causaban las lecturas. Si bien aún no lo sabía, las necesidades de los enfermos le reclamarían durante el resto de su vida. Y él era incapaz de rechazar a nadie.

      Edgar no venció definitivamente su inquietud acerca de las lecturas hasta que su esposa Gertrude enfermó de tuberculosis y estuvo al borde de la muerte.

      Cuando Gertrude contrajo tuberculosis en 1910, consultaron a médicos y especialistas, y la ingresaron en el hospital local. Edgar se planteó utilizar las lecturas tan sólo como última instancia. Al final, hubo de recurrir a ese último recurso: los médicos dictaminaron que Gertrude no tenía cura y la enviaron a morir a casa.

      Cayce observaba a su doliente esposa toser hasta el agotamiento. La medicina ya no podía hacer nada por ella. «Dios mío», imploró Edgar, «si este poder que yo tengo va a servir para algo, haz que ayude a mi esposa». Edgar convocó a varios médicos locales que se mostraban escépticos, pero al menos comprensivos, con respecto al asesoramiento de las lecturas. Les pidió que tomaran apuntes durante la sesión. Tras entrar en el estado de trance, comenzó una evaluación psíquica del estado físico de Gertrude, y aportó prescripciones detalladas y una línea de tratamiento.

      El escepticismo de los médicos alcanzó un grado máximo: Cayce les había recomendado, durante el sueño, un extravagante tratamiento que incluía una fórmula líquida de heroína que debía administrarse a diario, una dieta básica más alcalina que ácida, y un insólito artilugio consistente en una barrica de roble carbonizada por dentro en la que se vertía aguardiente de manzana. Gertrude no tenía que beber la poción, sino inhalar los vapores que se formaran en la parte superior de la barrica. La combinación de vapores de carbón y aguardiente repararía el tejido pulmonar destruido por la tuberculosis y terminaría de paso con el bacilo.

      Cuando Cayce despertó tras la lectura, vio que se habían marchado el especialista en tuberculosis y el resto de los médicos, salvo su íntimo amigo el doctor Wesley Ketchum.

      «Piensan que eres un curandero», dijo Ketchum. «Ninguno de ellos prescribiría un remedio a base de heroína».

      Edgar estaba más angustiado que nunca. ¡Esta lectura era la última esperanza para Gertrude! «¿Dijo la lectura que se recuperaría?», preguntó Edgar.

      Ketchum asintió con la cabeza, mirando a ese extraño hombre que sabía más que él de medicina.

      «¿Escribirás la receta?», preguntó Edgar.

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