Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles. Robert J. Grant

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Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles - Robert J. Grant

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Se sentó bruscamente y tosió, escupiendo un coágulo de sangre y mucosidad.

      «¡Diga algo!», reclamó Layne.

      «¡Hola!», dijo Edgar con perfecta claridad. «¡Hola a todos! ¡Ya puedo hablar de nuevo!» Gertrude abrazó a su pretendiente. El médico y Al Layne se miraron estupefactos.

      El doctor preguntó a Edgar si recordaba algo de su experiencia bajo hipnosis. Cayce se quedó un momento pensativo pero no recordó nada. Entonces preguntó cómo había recuperado la voz.

      «Usted recuperó su propia voz», dijo Layne. Todos cuantos se encontraban en la sala miraban a Edgar con asombro.

      «Edgar, usted hablaba igual que un médico», dijo Layne excitado. «¡Usaba términos como estrés y circulación alterada, y me indicó la sugestión post-hipnótica que debía darle! Yo no he visto nunca nada igual».

      Edgar miró a Layne y rió, como si le estuviera haciendo una broma. «No tengo la menor idea de lo que me está diciendo», dijo.

      «Ya veo que no la tiene», replicó Layne. «Por eso resulta todavía más asombroso».

      Gertrude y Edgar salieron de la sala, mientras los médicos se quedaron comentando la insólita sesión de hipnosis. Layne se cuestionaba si podría utilizarla para diagnosticar los problemas médicos de otras personas. Sabía que acababa de dar con algo importante. Esa misma tarde, le preguntó a Edgar si no le molestaba someterse de nuevo a la hipnosis.

      «Tan sólo como experimento», dijo Layne.

      «No sé», respondió Edgar con recelo. «Me resulta bastante extraño no saber lo que digo». Estaba pensativo y algo preocupado. «Supongo que no hará ningún daño», dijo al fin, aunque se sentía extrañamente fuera de control. ¿Qué si digo alguna locura?, pensó. Peor aún, ¿qué si estoy loco?

      Antes de la segunda sesión hipnótica, Edgar le contó a Layne que, en estado de hipnosis, experimentaba una sensación peculiar, igual que le había ocurrido de niño, cuando dormía con la cabeza sobre los libros. Edgar se acostó en el sofá, y Layne inició la sesión. Cuando Layne consideró que Edgar había alcanzado un nivel adecuado de sueño hipnótico, le transmitió esta sugestión:

      «Edgar, tendrá ante usted a Al Layne. Observe por favor el cuerpo de Al Layne y díganos qué encuentra».

      Tras un breve silencio, Edgar Cayce, el apenas educado joven del condado de Christian, pareció convertirse en un médico docto. Fue describiendo los principales sistemas corporales del señor Layne: el sistema nervioso autónomo, el digestivo… Incluso describió una antigua lesión que Layne había sufrido años atrás, indicando la fecha exacta de la misma. Utilizó palabras que Layne sólo había leído en libros de medicina: «plexo neumogástrico», «subluxaciones espinales», «adherencias en el conducto biliar». Después de emitir un diagnóstico en profundidad, Edgar recomendó para Layne ajustes quiroprácticos de la columna vertebral. Incluso indicó las vértebras específicas que requerían un ajuste. Edgar también aconsejó un cambio de dieta y más ejercicio. Con la misma voz monótona, dijo: «Hemos terminado por el momento». Layne dio entonces a Edgar la sugestión de despertarse. Esta vez también, se desperezó como despertando de un sueño profundo.

      A Layne le sorprendió oír que, de nuevo, Edgar no recordaba ni una sola palabra de su trance hipnótico. Edgar sintió asombro y un considerable desconcierto al enterarse de que había descrito con exactitud los problemas físicos de Layne, e incluso recomendado un tratamiento médico concreto.

      «Pero si no sé nada de medicina…», protestó Edgar.

      «Está claro que sí sabe cuando está bajo trance», afirmó Layne. «Usted es igual que un médico durante el sueño hipnótico».

      El médico durmiente

      Los mensajes transmitidos por Edgar Cayce en estado de trance pasaron a conocerse como «lecturas». Aunque le incomodaba esa parte misteriosa de su psique, Cayce se encontró muy solicitado por los médicos locales, que le llevaban a casa a sus pacientes más difíciles. Los médicos solían ponerse en contacto con Al Layne, acudiendo después a Edgar en busca de una «consulta psíquica». Como ya venía haciendo, Layne relajaba a Cayce por medio de la sugestión hipnótica y, a continuación, le pedía que examinara físicamente al paciente que había traído el médico. Los diagnósticos de Cayce eran asombrosamente exactos. Incluso ofrecía prescripciones de remedios a base de hierbas. Si el remedio no se podía comprar en la farmacia, Cayce indicaba dormido a Layne cómo preparar la prescripción, expresando las dosis requeridas en unidades farmacéuticas, onzas y miligramos. Explicaba a los estupefactos doctores dónde se encontraban los establecimientos farmacéuticos más recónditos, llegando a mencionar en ocasiones los nombres y direcciones postales de compañías situadas en otras ciudades y en lugares más remotos.

      Layne tomaba apuntes sin parar durante las lecturas de Cayce, y entregaba una copia de los mismos a los médicos, quienes prescribían a sus pacientes las recomendaciones de las lecturas. Los primeros médicos que acudieron a Cayce mantuvieron en secreto su relación con él, limitándose a transmitir las instrucciones a sus pacientes sin ninguna explicación. Con el tiempo, sin embargo, se corrió la voz de que era el propio Cayce quien estaba ayudando a restablecerse a la clientela local. La gente no tardó en presentarse en casa de Edgar para agradecerle su curación. Empezó a hablarse del «médico durmiente» que sabía diagnosticar enfermedades y recomendar tratamientos. No parecía importar que los pacientes fueran «incurables», ya que, si seguían el régimen terapéutico prescrito en las lecturas, sanaban en más del noventa por ciento de los casos.

      Edgar siguió solicitando los consejos de su madre, que siempre había creído en sus habilidades. «Me pregunto si esto es realmente un don de Dios», dijo Cayce. «Las personas parecen curarse al usar la información, pero no sé de dónde procede esta información».

      La madre de Edgar le citó la Biblia: «“Por sus frutos los conocerán”. Edgar, ¿recuerdas el Nuevo Testamento? “Se abrirán entonces los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; saltará el cojo como un ciervo…”. Recuerda simplemente lo que te ocurrió de niño: le dijiste a esa dama que querías ayudar a la gente».

      El recuerdo de su visión infantil del ángel seguía clarísimo en su mente, a pesar del tiempo transcurrido. Sus propias palabras volvieron, no para atormentarle, sino para consolarlo; esas palabras que dirigió al ángel que se le había aparecido tantos años atrás: me gustaría ayudar a la gente, sobre todo a los niños.

      «Cuando te sientas intranquilo», dijo la madre de Edgar, «acuérdate simplemente de Aime Dietrich».

      El recuerdo de esa desesperada niñita planeaba por la inquieta mente de Edgar. Según su padre, Aime se encontraba ahora feliz y completamente repuesta: lo opuesto de cómo la halló Edgar en Hopkinsville cuando fue a verla a su casa. Aime había contraído una gripe grave tres años antes, cuando tenía dos años. Había sufrido fiebres muy altas que luego habían remitido. En ese momento, no sabía hablar, y su mente no había rebasado el nivel de desarrollo propio de una edad de dos años. Aime caminaba y a veces jugaba, pero no respondía a su entorno ni a las personas de su alrededor: su mente estaba ausente. Un año después del ataque de gripe, empezó a tener convulsiones —hasta doce al día—parecidas a las crisis epilépticas. Especialistas de todo el país acudieron al hogar de los Dietrich. Ninguno fue capaz de ayudar a la niña. Como último recurso, sus padres la internaron en un sanatorio, con la esperanza de que una atención de veinticuatro horas la sacara de su extraña enfermedad. Los mejores médicos del país declararon finalmente que no existía cura alguna para Aime.

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