Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles. Robert J. Grant

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Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles - Robert J. Grant

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momentos de dolor. El relato siguiente demuestra la existencia de presencias divinas que nos acompañan en nuestras horas más difíciles:

      Darrell Cook estaba sumido en la pena. Su madre había muerto de repente a los sesenta años. El joven sabía que la diabetes estaba afectando a la salud de su madre, pero la familia lo había tranquilizado diciéndole que la breve estancia de ésta en el hospital cumplía el único propósito de hacerle unas pruebas antes de someterla a un tratamiento sin importancia para bajarle el azúcar en sangre.

      Se encontraba en el exterior de la casa donde había crecido en Indiana, admirando el jardín que su madre adoraba, reviviendo la llamada telefónica del día anterior:

      «Darrell, soy Diane», había dicho su hermana. «Mamá ha fallecido a las dos y media de la tarde. Papá fue a verla al hospital y acababa de dejarnos…».

      Durante su viaje de Florida hasta Indiana para asistir al funeral de su madre, no había sentido más que aturdimiento. El viaje era un recuerdo borroso. No puede habernos dejado, pensó. Papá dijo que estaba bien…

      La muerte era para Darrell un misterioso extraño. Nunca había perdido a ningún ser querido. Miró el jardín de flores que su madre había cuidado durante más de treinta años, y se preguntó quién se ocuparía ahora del jardín.

      Este fallecimiento resultaba tanto más difícil para Darrell cuanto que su madre y él no habían estado nunca muy unidos, si bien compartían su afición por la belleza de la naturaleza. Los jardines de ella solían ser un lugar de sosiego. Ahora, sin embargo, la visión del jardín y de los pájaros sólo era, para Darrell, una fuente de dolor. No se había despedido de su madre —ninguna palabra final, ningún adiós—. Había venido al jardín para despedirse de ella, pero notó que no era capaz de hacerlo en este lugar. Estaba demasiado… vivo.

      Subió al Mustang 1969 convertible de la familia y se dirigió al pequeño cementerio donde estaba enterrada su madre. Mamá, a lo mejor me puedo despedir de ti allí, pensó durante el breve trayecto al cementerio. La puesta de sol era especialmente espectacular. Detuvo bruscamente el automóvil frente a la tumba de su madre. Lo que estaba viendo no podía ser real.

      Un petirrojo, el pájaro favorito de su madre, había construido un nido en lo alto del centro de flores que había en la lápida, y estaba posado sobre el nido con aspecto vigilante. Para mayor asombro, Darrell observó que la hembra de petirrojo estaba incubando cuatro huevos. Se quedó atónito. ¿Por qué había construido aquí su nido, y no en los solitarios árboles cercanos a la tumba?

      «Mamá…», dijo Darrell en voz alta. «Ay, Mamá…». Permaneció un largo rato sentado y meditó sobre tan extraño suceso. Supo que ya podía volver al jardín que su madre adoraba y decirle adiós; la experiencia no iba a ser dolorosa. La pena de Darrell se había evaporado, como si se tratara de algo físico. Inexplicablemente, se sentía ahora lleno de paz.

      Conduciendo de nuevo hacia su casa, Darrell se encontró hablando en voz alta con su madre, diciendo todas las cosas que le hubiera querido expresar cuando ella estaba viva. Se sintió rebosante de alivio. Aparcó el automóvil a la entrada y se acercó al jardín del patio trasero. Podía sentir físicamente la presencia de su madre. No la veía, pero la sentía muy cerca.

      Junto a un arco formado por rosas trepadoras, Darrell observó un grupo de plantas que nunca había visto antes. Eran flores parecidas a la peonía, pero con un corazón similar al de las rosas. El color de estas flores era más vivo que el del resto; tenían un tono burdeos, con pétalos granate y un pistilo amarillo en el centro.

      ¿De qué tipo de plantas se trataba? Mamá nunca había tenido flores así. Estaban plenamente abiertas, como el dondiego de día, pero la configuración de los pétalos recordaba las peonías.

      Darrell llevó a su padre al jardín para enseñarle tan insólito fenómeno. «No», dijo su padre, «ella no habría plantado nunca nada en esa parte del jardín, junto a las rosas». Él también estaba atónito. «Llevo treinta y cinco años observando este jardín y nunca había visto cosa igual». Las extrañas flores incluso se comportaban como dondiegos de día: durante los tres días siguientes, se abrieron por la mañana y se cerraron por la noche. Después murieron, dejando tras ellas un follaje verde brillante. Darrell y su padre interpretaron el aspecto de las flores como una señal. Un mensaje especial del más allá.

      —¿Crees en los ángeles, papá? —preguntó Darrell.

      —Ahora sí que creo —respondió.

      Es difícil determinar si la experiencia de Darrell procedía de su madre o de un ángel. En cualquier caso alguien envió, a él y a su familia, un consuelo milagroso que transformó su concepto de la muerte y de cómo se muere. Darrell sabía, después de esta experiencia, que su madre seguía viviendo.

      Un ángel visita a un moribundo

      Doreen llevaba semanas angustiada. El cáncer de su marido no remitía. La quimioterapia ni siquiera había aminorado su progreso. David se estaba apagando lentamente ante sus ojos. Le costaba trabajo caminar. El cáncer se había extendido desde el hígado hasta la columna vertebral, y ahora estaba afectando a los miembros. Tenía mucha fiebre la noche en que Doreen lo llevó al hospital.

      Permaneció junto a su esposo hasta que lo vio conciliar un sueño inducido por fármacos. Últimamente, padecía dolores cada vez más terribles, y estaba empezando a depender de forma creciente del alivio de la morfina.

      Cuando Doreen acudió al día siguiente al hospital para visitar a David, éste no se encontraba en su habitación. Preguntó a los enfermeros, quienes le contestaron que sí que estaba en el cuarto la última vez que fueron a comprobar cómo seguía.

      «No me entienden», dijo Doreen, «tiene problemas para caminar. Alguien tuvo que ayudarlo a salir de la cama».

      Un par de enfermeros fueron con Doreen a buscar a David. No estaba en la sala de visitas, ni tampoco en el cuarto de baño. Finalmente, Doreen caminó hasta el final del pasillo y abrió la puerta de la capilla. Allí encontró a David sentado con un adolescente de cabello rubio.

      —David, te he estado buscando por todas partes —dijo Doreen consternada—. ¿Qué estás…?

      —Estoy bien —respondió David, sin mirar a su esposa—. No tardaré en salir de aquí.

      Doreen se preguntó con quién hablaba David. De pronto, el chico se volvió y la miró. Al instante, ella se sintió inundada de paz y tranquilidad.

      «El chico tenía unos ojos de ensueño», afirmó Doreen más adelante. «Nunca he visto a nadie con esos ojos. Cuando él volvió hacia mí su mirada, me invadió una maravillosa serenidad. Supe que David estaba bien y necesitaba más tiempo con el joven. Supe que yo tenía que dejarlos de inmediato».

      Doreen dejó a David en la capilla y esperó. Al cabo de treinta minutos, David salió caminando con facilidad. Doreen trató de ocultar su sorpresa. Sin embargo, cuando lo miró, comprendió que él acababa de vivir una experiencia extraordinaria. Una luz parecía emanar de él y lo rodeaba como un aura.

      —¿Quién era, David? —le preguntó.

      —No me vas a creer —contestó él.

      —Inténtalo.

      —Era mi ángel de la guarda.

      Doreen, que nunca había hablado de esos temas con

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