Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles. Robert J. Grant

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Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles - Robert J. Grant

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sé cómo darles las gracias», dijo, saliendo del vehículo. «Tengo que reunirme con mi hija. Va a tener un niño, y…».

      Marie contó su historia mientras los tres jóvenes sacaban la caja de herramientas y el gato hidráulico de la parte trasera del microbús. Éste estaba reluciente y sin estrenar. Los jóvenes sonreían a Marie y asentían con la cabeza mientras ella les explicaba su dilema. No dudaron en ponerse manos a la obra.

      Viendo que se disponían a arreglar el automóvil, Marie balbuceó una objeción. «Jóvenes, están vestidos para alguna ocasión. Por favor, sólo llévenme hasta un teléfono, y yo le pediré a algún amigo o amiga de mi hija que venga a mi encuentro, o le diré a su esposo que me ayude. No tienen por qué…».

      «No se preocupe, señora», dijo el joven rubio mientras se metía debajo del automóvil de Marie. «Usted estará de nuevo en la carretera en cuestión de minutos».

      «Pásame esa herramienta, Mitch». Marie observó que Mitch se parecía a su yerno, el esposo de Jenny. El joven se disculpó y rodeó a Marie, buscando en la caja de herramientas.

      «De acuerdo», dijo el rubio al otro joven, «ahora pásame las tenazas».

      Durante los cinco minutos siguientes, el joven rubio fue pidiendo herramientas, como lo haría un cirujano durante una operación. Mitch se agachó a la derecha del automóvil para ayudar a su amigo. El tercer caballero trabajaba en el motor bajo la cubierta.

      Dios mío, van a llenarse la ropa de grasa, pensó Marie. Su corazón se desbordaba aprecio y agradecimiento. Observó que su ansiedad se había desvanecido por completo. Se sentía muy contenta, en realidad, exultante. Qué extraño resultaba que pudiera sentirse tan tranquila en circunstancias tan difíciles. Los tres hombres tardaron apenas diez minutos en arreglar el automóvil de Marie. Mitch salió de debajo del vehículo y se instaló en el asiento del conductor. Giró la llave. El Dodge tosió, y a continuación arrancó, funcionando a la perfección. Marie no daba crédito. En cuanto arrancó el motor, Mitch salió del automóvil y se acercó a ella. «Parece que todo va a ir bien», dijo. «Ya puede usted volver a sus asuntos».

      Marie se sentía abrumada de gratitud. «No puedo expresarles mi agradecimiento. Por favor, déjenme compensarles por la molestia». Buscó en su monedero y se disponía a entregarles el billete de cincuenta dólares que llevaba consigo para alguna emergencia.

      Los tres jóvenes empezaron a guardar las herramientas y el gato hidráulico en el maletero del microbús, ignorando la mano que les tendía Marie. Mitch se detuvo tras guardar el gato y le sonrió. «No es necesario», dijo. «Para eso estamos». Los tres intercambiaron una mirada de complicidad, asintiendo con la cabeza. Marie pasó un momento de desconcierto —no porque no hubieran aceptado el dinero, sino por su aspecto—. Observó por vez primera que los jóvenes no tenían una sola mancha de polvo o de grasa, ni sobre la ropa ni en las manos. Su blanca vestimenta estaba igual de limpia que cuando se apearon del microbús.

      Marie se sentía como en un sueño. «Cómo han podido… quiero decir… han estado arrastrándose por el suelo… deberían estar…».

      «Tiene que irse, señora», dijo el joven de cabello moreno. «Su hija la necesita».

      Este recuerdo sacó a Marie de su asombro. «¡Es verdad! Me voy, pues. Pero ¿cómo puedo darles las gracias?» Empezó a caminar hacia los tres hombres, sintiéndose tan atraída hacia ellos como si los conociera de algún otro lugar.

      «Ya lo ha hecho usted», dijo el rubio con un saludo casual. «Cuídese».

      Retrocediendo, Marie tuvo que agarrarse al guardafango delantero de su automóvil en busca de apoyo. Se sentía algo mareada. ¿Los enviaría alguien en mi ayuda?, pensó. Por primera vez en su vida, creyó en los ángeles. No cabía otra explicación para lo que acababa de ocurrir: por lo que le había explicado su vecino mecánico, cuando la transmisión se avería, sólo se arregla reemplazándola.

      Sobrecogida, Marie vio cómo el microbús subía la cuesta de la interestatal 95 hacia el este, para desvanecerse antes de alcanzar el horizonte. Aunque se encontraba algo inquieta, se apresuró a tomar la autopista en dirección a la casa de su hija en Alexandria. Sólo había perdido quince minutos de la duración de su viaje.

      Cuando llegó a casa de Jenny, Marie aparcó el vehículo y corrió enseguida a tocar la puerta. Nadie contestó. Comprobó que la puerta no estaba cerrada con llave.

      «¡Jenny! ¡Jenny!», gritó Marie mientras entraba en la casa. «¡Soy mamá! ¿Dónde te has…?»

      Marie se detuvo súbitamente, con los ojos en el suelo de la cocina. Jenny estaba ahí tumbada, con un charco de sangre alrededor del abdomen y las caderas. Sin perder un minuto, se agachó junto a su hija, comprobando su respiración y su pulso. Presentaba un color ceniciento, pero respiraba. Marie marcó rápidamente el número de emergencias. A pesar del pánico que la invadía, la visión de los tres hombres dominaba sus pensamientos. Dio con toda tranquilidad la dirección de su hija al operador de la línea de urgencias y le explicó la situación. Marie se sentía parcialmente distante, como si estuviera observando la escena. Mi hija vivirá, dijo su parte distante. Vivirá. En su nítido recuerdo, los tres jóvenes de la carretera le sonrieron.

      Marie escuchó con atención las instrucciones que el operador le daba con respecto a Jenny. Colgó el teléfono, comprobó la hemorragia, que parecía peor de lo que en realidad era. Tomó una manta del sofá del salón y abrigó con ella a su hija, colocando una almohada bajo su cabeza. Una parte de Marie no podía creerse que estuviera tan tranquila y confiada.

      El equipo de emergencia llegó a la casa, irrumpió por la puerta principal y se arrodilló junto a la hija inconsciente de Marie. La presión arterial de Jenny estaba peligrosamente baja. Le inyectaron líquidos intravenosos, mientras la llevaban hasta la ambulancia.

      Uno de los auxiliares le dijo a Marie que Jenny sobreviviría. «Su presión está baja, pero controlada. Su pulso es firme. Gracias a Dios, usted llegó a tiempo hasta ella».

      «Sí, gracias a Dios», asintió Marie. Como únicamente había sitio para Jenny y el equipo de emergencia, Marie siguió la ambulancia con su automóvil hasta el hospital, que estaba a tan sólo quince minutos. La imagen de los tres jóvenes la mantenía sosegada y segura.

      «Tiene que irse, señora. Su hija la necesita». El eco de sus voces la consolaba.

      El bebé de Jenny nació mediante una cesárea de emergencia. Jenny recibió transfusiones y se estabilizó. El nieto de Marie, Michael, nació tres semanas antes del término del embarazo. Los médicos estaban asombrados de lo pronto que se recuperaron la madre y el hijo. En menos de un mes, ambos estaban en casa.

      Marie le contó a muy poca gente su insólita aventura en la autopista. Era una persona sensata y pragmática. Sin embargo, la experiencia le abrió las puertas de una nueva percepción de la vida. Después del parto de Jenny, Marie tuvo una serie de sueños en los que vio a los jóvenes ayudándola, envueltos por una blanca luz. Se hallaban en lo que parecía el gran palco blanco de un teatro. Marie estaba bajo ellos, en el escenario. Tras reflexionar durante unas semanas, llegó a la conclusión de que estos sueños trataban de transmitirle que nunca estaba realmente sola, que siempre había alguien velando por ella. Interpretó el escenario que le mostraban sus sueños como «el escenario de la vida donde se representan los dramas». Sabía que los ángeles que se encontraban en el palco la estaban observando y cuidando. Después de esta experiencia, Marie no sólo creyó en los ángeles de la guarda, sino que los consideró como un hecho más de la vida.

      Ángeles

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