Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles. Robert J. Grant

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Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles - Robert J. Grant

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muchas conversaciones de los adultos. Él veía configuraciones de color, sombras y pensamientos de adultos, y estaba bastante confundido. Así que trató de ver y comprender únicamente el lado bueno de los pensamientos de la gente. Su madre lo animó a leer la Biblia para encontrar en ella el porqué de sus habilidades.

      «Dios tiene un proyecto especial para ti, Edgar», le dijo su madre. «Limítate a orar por ese proyecto».

      Edgar siempre se sentía mejor después de hablar con su madre. Ella no se reía de él ni lo llamaba loco cuando le contaba sus visiones. Muchos decían que Edgar tenía compañeros de juego imaginarios. Pero la madre de Edgar también podía ver a los «elementales». Los llamaba sus «compañeros de juego de la naturaleza». Los días en que Edgar se sentía bajo de ánimos o reservado, su madre solía mirar por la ventana para ver a los espíritus de la naturaleza que le estaban aguardando. «Ahí están tus compañeros de juego», decía. Edgar salía corriendo a encontrarse con ellos. Lo curioso es que parecían niños o niñas pequeños. Se preguntaba por qué nadie más que él y su madre los veía. Años más tarde, Edgar leería libros y artículos sobre hadas y gnomos, los guardianes de los reinos vegetal y animal. Escucharía en un estado de serena diversión, mientras sus amigos debatían apasionadamente si tales seres elementales eran o no reales. Edgar no participó en el debate. Los elementales habían sido amigos suyos durante toda su infancia.

      De niño, Edgar aprendió a guardar para sí sus comentarios acerca de sus amigos secretos —salvo para compartirlos con su madre—. Ella le contaba acerca de su abuelo, Thomas Jefferson Cayce, quien también había tenido visiones y experiencias psíquicas.

      «Él poseía la segunda visión», le dijo su madre. «Era el mejor zahorí del condado de Christian. En cualquier lugar que apuntaba su horquilla de hamamelis, encontraban agua». Edgar quería mucho a su abuelo y se mostró desconsolado cuando éste murió en un extraño accidente en un lugar rural del estado de Kentucky. Le preguntó llorando a su madre por qué había muerto su abuelito. La madre de Edgar explicó que había llegado la hora de que el abuelo Cayce regresara al cielo para estar con los ángeles. Edgar no entendía el propósito de que su abuelito estuviera allá arriba con los ángeles cuando se le necesitaba aquí abajo en la tierra. Compartió su dolor con la sirvienta de la familia, Patsy, quien lo consoló diciéndole que volvería a ver a su abuelito. «Tú tienes la segunda visión, Edgar». No sería la última vez que el joven Edgar Cayce oiría estas palabras. En ese momento, sin embargo, no parecía interesarle mucho qué tipo de visión tenía: simplemente echaba de menos a su abuelo.

      Cayce apenas pensó en lo que la gente llamaba su «segunda visión» hasta que, hallándose un día en el granero, se le apareció el abuelo Cayce. Esta visión no asustó a Edgar, ya que su abuelo tenía el mismo aspecto que aquellos espíritus de la naturaleza que se le habían aparecido: casi como si uno pudiera ver a través suyo. El abuelo no parecía haber cambiado, e incluso sonrió a Edgar. Cuando dejó el granero, Edgar se lo contó enseguida a su abuela. Ella escuchó con atención, asintiendo con la cabeza. «Te pareces mucho a tu abuelito», dijo la abuela Cayce.

      Se detuvo y miró gravemente al joven Edgar: «No debe asustarte ese poder que tienes. Limítate a no hacer mal uso de él». Advirtió a Edgar que siempre debía mantenerse en el camino recto y que Dios le enseñaría la mejor forma de utilizar sus dones psíquicos.

      Edgar vio al difunto abuelo Cayce en varias ocasiones, e incluso mantuvo conversaciones con él. Comprendió que la gente tiene ideas extrañas acerca de lo que llamamos muerte, y que ésta sólo significa dejar atrás el cuerpo. Su abuelo, después de muerto, tenía incluso mejor aspecto que el día en que murió: parecía más joven.

      Un encuentro angélico

      Cuando Edgar Cayce contaba diez años, su familia empezó a llevarlo a la iglesia Liberty Christian de la ciudad de Hopkinsville en Kentucky, para los servicios del domingo. Edgar se sintió de inmediato como en casa. Le encantaban los sermones del pastor, especialmente las historias de Jesús, y quería saber más de la Biblia. El padre de Edgar, Leslie, estaba tan impresionado con el interés de su hijo por la religión que fue a la ciudad para comprarle una Biblia. En junio de 1887, seis meses después de que le regalaran su Biblia, Edgar ya la había leído de principio a fin. No entendió todo lo que figuraba en el Libro, pero se juró a sí mismo que algún día se convertiría en un experto de las Sagradas Escrituras.

      Edgar quería leer la Biblia entera una vez al año durante toda su vida. Las historias cobraban vida para él, desde la caída de Babilonia hasta la Resurrección y el Apocalipsis; las leyó una y otra vez. Le gustaba sobre todo el Nuevo Testamento. Le encantaban las historias de Jesús y sus milagros.

      Un luminoso día de verano cuando contaba trece años, Edgar se llevó su Biblia a un lugar recluido del bosque que era su refugio favorito. Mientras se disponía a leer otra vez el Génesis después de terminar el Nuevo Testamento, Edgar observó que la luz del sol se había oscurecido notablemente en el bosque, como si alguien se hubiera interpuesto entre el sol y él. Sobresaltado, vio de que de hecho había una figura parada delante de él. Primero pensó que se trataba de su madre. Sin embargo, cuando sus ojos se adaptaron a la nueva luz, vio que la figura era la más bella de cuantas había visto hasta entonces. Tras los hombros de la mujer había unas formas redondeadas, que llegaban casi hasta el suelo.

      Son alas, pensó Edgar. Son las alas de un ángel.

      Mientras este pensamiento cruzaba su mente, la mujer que estaba ante él sonrió. «Tus oraciones han sido escuchadas», dijo. «Dime cuál es tu mayor deseo, para que yo pueda ofrecértelo».

      Edgar estaba paralizado de miedo y sorpresa. Hay un ángel delante de mí. No podía moverse. Ni hablar. Ni hacer nada. Al cabo de lo que le pareció una eternidad, Edgar oyó su propia voz como si estuviera hablando desde muy lejos.

      «Me gustaría ayudar a la gente, sobre todo a los niños cuando están enfermos».

      Jesús había dedicado su vida a ayudar a las personas, a sanarlas, y Él adoraba los niños. Edgar también quería ser útil. Quería ser un seguidor suyo, igual que un pastor de la iglesia. Edgar se preguntó si la dama había venido porque él deseaba con tantas ganas comprender la Biblia.

      No es sólo una dama, pensó Edgar. ¿Será mi ángel de la guarda? Tan deprisa como había aparecido, la dama se desvaneció ante sus ojos.

      Edgar corrió a su casa para contarle a su madre lo ocurrido. Le preocupaba estar perdiendo la mente; tal vez estaba leyendo demasiado la Biblia.

      «Dijiste que querías ayudar a las personas», dijo su madre. «Eso no es estar loco. Para eso estamos aquí. ¿Y por qué no? ¿Por qué no se te iba a aparecer un ángel? Eres un buen chico».

      Edgar se sintió agradecido y algo intimidado. No estaba acostumbrado a los elogios. La madre de Edgar estaba conjeturando que él podría ser destinado a algún fin superior. Tal vez llegaría a ser médico o pastor de iglesia.

      «Llegarás a ser alguien. De eso estoy segura, Edgar».

      Al día siguiente se sintió cansado, desganado, aburrido. En la escuela, no consiguió concentrarse. Su mente y sus pensamientos vagaban. El maestro se exasperó cuando Edgar no supo deletrear la palabra «cabaña». Era una palabra fácil para un niño de trece años. El maestro castigó a Edgar a quedarse después de clase y escribir la palabra «cabaña» 500 veces en la pizarra. Después de la tediosa tarea, Edgar se fue a casa sintiéndose más cansado que nunca.

      Leslie Cayce estaba esperando que su hijo regresara de la escuela. El maestro había hablado con él, contándole lo mal que se había portado Edgar ese día

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