Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles. Robert J. Grant

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Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles - Robert J. Grant

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Durante las tres horas siguientes, Edgar trató y volvió a tratar de deletrear las palabras que su padre le decía; no pareció servir de mucho. Tenía la mente nublada. Era incapaz de recordar las lecciones más básicas de la escuela. Ello enfureció a Leslie, quien regañó a su hijo, gritándole, incluso tirándolo de la silla con un golpe.

      «Vas a escribir correctamente estas palabras aunque tengas que quedarte aquí toda la noche», rugió Leslie. Edgar se sentía triste y decaído; no se comprendía a sí mismo. Mientras su padre se disponía a tomar de nuevo el manual de ortografía, Edgar oyó una voz; era una voz muy clara:

      «Edgar, duérmete sobre el libro y te ayudaremos». Era la voz de la dama, del ángel que había visto el día anterior.

      Edgar suplicó a su padre que le dejara descansar unos minutos para repasar el manual de ortografía. Le prometió ser más aplicado.

      «Por favor. Dame sólo unos minutos».

      Leslie accedió de mala gana a la petición de su hijo, le entregó el manual y salió de la sala. Edgar colocó el libro sobre la mesa y apoyó la cabeza sobre él. Quedó dormido al instante.

      Al cabo de lo que a él le pareció un momento, sintió que su

      padre lo sacudía. «Volvamos a empezar», dijo Leslie. Edgar se

      frotó los ojos para despertarse y se sentó.

      «Cabaña»:

      «C-A-B-A-Ñ-A». Para su asombro, Edgar podía realmente ver la palabra, perfectamente dibujada en su mente. También podía ver las palabras que contenían las demás páginas. Como en una fotografía.

      Leslie Cayce observó, cada vez más desconcertado, que su hijo deletreaba con exactitud cada palabra que él le dictaba. Recurrió en última instancia a las palabras más difíciles del manual.

      «Síntesis»:

      «S-I-N-T-E-S-I-S».

      El desconcierto de Leslie dio paso al enfado. «¿A qué se debe esto? Llevamos toda la noche repasando este manual y tú no sabías deletrear una sola palabra. ¡Ahora resulta que las deletreas todas! ¿Por qué?».

      «No sé», dijo Edgar. «Me quedé dormido encima del manual y ahora puedo ver perfectamente todas las palabras. Como en una foto». No sólo era Edgar capaz de deletrear todas las palabras del libro, sino que sabía en qué páginas aparecían.

      «Vete a la cama», gruñó su padre, meneando la cabeza. «No entiendo en absoluto lo que está ocurriendo». Edgar obedeció a su padre y agradeció calladamente a la dama del bosque la ayuda que le había prestado. Tiene que ser un ángel, pensó.

      A partir de ese día, Edgar dejó de ser un estudiante mediocre para convertirse en uno excepcional. Su extraña habilidad, que le permitía aprender de los libros mientras dormía con la cabeza apoyada en ellos, dio sus frutos en todas las materias del colegio: aritmética, historia, incluso geografía. Edgar retuvo en su mente una reproducción del mapa del mundo que figuraba en el libro. Identificaba todos los continentes y países, y designaba con exactitud las longitudes y latitudes, aunque no supiera qué eran exactamente.

      Leslie Cayce pasó fácilmente de ser un padre desquiciado a uno muy orgulloso de su hijo. Contaba por todo el condado de Christian que a su hijo le bastaba dormirse sobre los libros para aprenderse las lecciones. Cuando se burlaban de él sin piedad sus compañeros de clase, Edgar anhelaba que su padre aprendiera algún día a guardar el secreto.

      La madre de Edgar se limitaba a sonreír y asentir con la cabeza cuando él le narraba anécdotas relacionadas con sus peculiares aptitudes. No dejaba de recordarle que había sido elegido para un propósito especial.

      Un místico de nuestros días

      El caso de Edgar Cayce recuerda esas historias de la Biblia en las que Dios elige a alguna persona especial para convertirla en profeta o mensajero. Tan sólo la madre de Edgar presintió las extraordinarias habilidades que su hijo manifestaría años después, a raíz de su encuentro con un ángel mientras leía la Biblia. Cuando aún era bastante joven, Edgar vivió una experiencia insólita que creó el marco para lo que se convertiría en la relevante labor de toda una vida.

      En 1901, teniendo veinticuatro años, Edgar Cayce perdió la voz. La dolencia se manifestó primero como un catarro, que degeneró en una laringitis de la que no se recuperó. Durante más de un año, sólo pudo emitir roncos susurros. Se llamó a especialistas médicos de todo el Estado de Kentucky para que observaran la enfermedad de Edgar. Tras examinar sus cuerdas vocales, todos los médicos se declararon desconcertados: no había ningún obstáculo ni obstrucción en las cuerdas vocales. Como último recurso, se decidió buscar a un hipnotizador para el desesperado Cayce. Ya que no presentaba ningún problema físico, era posible que algo le estuviera trastornando mentalmente.

      Esta idea dejó a Edgar muy preocupado. Él no se sentía particularmente trastornado por ningún motivo. Llegó a la conclusión de que la hipnosis no podía hacerle daño, aunque esta técnica seguía levantando enormes polémicas a principios del siglo veinte. No había sido aceptada por la medicina oficial, y se utilizaba sobre todo a modo de espectáculo: el hipnotizador llamaba a alguien al escenario y, tras hipnotizar a la persona, le hacía realizar actos embarazosos, tales como ladrar como un perro o cantar como un gallo. Verlo resultaba impresionante. Las personas no tenían ni idea de lo que hacían o decían bajo hipnosis.

      La familia Cayce contactó a uno de esos hipnotizadores comediantes, que fue incapaz de dar a Edgar una sugestión post-hip-nótica en la que lograra recuperar el uso de su voz. Después de varios intentos infructuosos para conseguir que Edgar entrara en un estado de trance profundo, un osteópata local, que se había enterado de la enfermedad de Cayce, decidió probar un nuevo enfoque. Cuando Edgar empezó a abandonarse al sueño hipnótico, Al Layne formuló una sugestión algo especial: le pidió a Edgar que examinara su propio cuerpo mientras estaba bajo hipnosis y que les contara a los presentes qué problemas tenía.

      La prometida de Edgar—Gertrude Evans—, el padre de éste y el médico local siguieron con ansiedad la extraña sesión de hipnosis. Layne repitió tres veces la sugestión. Cuando se disponía a sugerir a Edgar que se despertara, creyendo que la sesión había sido un fracaso, Edgar comenzó a hablar.

      «Sí, aquí tenemos el cuerpo», dijo Edgar. Gertrude casi rompió a llorar de alegría. Esas eran las primeras palabras que pronunciaba con claridad en más de un año.

      «Hay una constricción en las cuerdas vocales debida al estrés», prosiguió Edgar en un sueño profundo. «La circulación está alterada. Sugiera que la circulación del cuerpo está volviendo a la normalidad, y lo arreglaremos».

      Al Layne no salía de su asombro. Nunca había visto nada igual. ¡Me está pidiendo una sugestión post-hipnótica! Sin vacilar, le dio a Edgar la sugestión que pedía:

      «La circulación en el cuerpo de Edgar Cayce ya está volviendo completamente a la normalidad».

      Para asombro de todos los presentes, la garganta de Edgar adquirió un vivo rojo carmesí, que fue subiendo como un termómetro. En unos segundos, la viveza del color remitió, y Edgar dijo:

      «Ahora déle al cuerpo la sugestión de despertar».

      Layne habló a Edgar con tono suave y apaciguado, sugiriendo que todos sus órganos internos estaban funcionando con total normalidad; iba

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