Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles. Robert J. Grant

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Angeles, Arcangeles y Fuerzas Invisibles - Robert J. Grant

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grado a sus trabajos en el campo de la ciencia, la medicina y la enseñanza universitaria.

      En Rusia también había alcanzado una reconocida posición. Se había doctorado en psicología, teología, ciencias y lenguas orientales. Se encontraba de buen humor cuando llegó al aeropuerto para reunirse con los miembros de su familia que le esperaban para marcharse con él a Estados Unidos. Al fin iba a dejar atrás a Rusia para llevar una vida libre de las limitaciones y la opresión del comunismo. No vio el automóvil que se hallaba detenido a menos de una cuadra, ni vio tampoco a los vigilantes oficiales del KGB que seguían sus movimientos.

      Cuando el doctor se bajó de la acera para cruzar la avenida de cuatro carriles que llevaba a la terminal del aeropuerto, un agente del KGB arrancó de pronto su abollado cuatro puertas y bajó a toda velocidad por la avenida para alcanzarlo. El doctor sólo tuvo tiempo para ver el automóvil que se acercaba. Quedó paralizado. El automóvil lo embistió a cuarenta y cinco millas por hora, lanzándolo sobre la calle, fracturando su cráneo y partiéndole el cuello y la columna vertebral. Los agentes del KGB huyeron a toda velocidad tras el asesinato. Acudieron espectadores curiosos. Cuando llegó la ambulancia, el doctor Rodonaia había muerto.

      Los auxiliares médicos cargaron su cuerpo en la ambulancia y lo llevaron al depósito de cadáveres de la ciudad. La autopsia debía realizarse al cabo de unos días. Éste hubiera sido el final habitual de la historia del doctor Rodonaia, pero a los tres días volvió en sí inexplicablemente y reveló que había vivido experiencias extraordinarias en el mundo de los muertos.

      El alma del doctor Rodonaia observó cómo retiraban su cuerpo de la calle desde una peculiar posición de ventaja: por encima de esta escena, vio en su totalidad los últimos momentos de su vida y cómo colocaban su cadáver en una cámara frigorífica.

      Con extraña indiferencia, dirigió su atención hacia su insólito entorno. Oscuridad. Tinieblas. Negrura.

      ¿Dónde estoy?, pensó. ¿No estoy muerto? Ni un rastro de ansiedad. Flotando en un mar de satisfacción, el doctor Rodonaia no sentía ni dolor ni angustia.

      Un minúsculo punto de luz empezó a asomar en la oscuridad. La luz fue creciendo gradualmente, y él se sintió atraído hacia ella. Al acercarse a esta luz, experimentó una felicidad y una paz inmensas. Después, quedó absorto en el resplandor. Aunque estaba solo, se sentía completamente rodeado de un amor inconmensurable. No veía a nadie; ningún guía, ningún familiar fallecido había acudido a acogerlo.

      Se dio cuenta de que la luz no era una persona, sino una inteligencia —viva— más viva que cualquier persona que había conocido hasta entonces. Había mundos dentro de la luz. De pronto vio que ésta se dividía en sectores: otros seres dentro de un Ser mayor. Observó que él también era una «luz» como la esfera en la que se encontraba. Tratando de explorar estos cuerpos radiantes, se vio de inmediato inmerso en unas esferas de luz. Éstas tenían nombre: Sabiduría y Conocimiento. Dos esferas diferenciadas de inteligencia, pero con una fuente común.

      Al doctor Rodonaia le maravilló que la Sabiduría y el Conocimiento que estaba experimentando fueran inteligencias que superaban su imaginación: eran las Fuentes de todo aquello que puede aprenderse en el mundo físico. Más tarde pensaría, al despertar, que esas esferas celestes abarcaban el espíritu humano pero eran más grandes, mucho más grandes que cualquier cuerpo o ser terrenal. Al desplazarse por la infinidad de esa luz, tuvo una especie de conocimiento universal. En cuanto formulaba una pregunta en su mente, surgía una respuesta instantánea. El doctor Rodonaia estaba fascinado, porque era un científico y nunca se había detenido a pensar en la supervivencia del alma después de la muerte. Le invadió una alegría más plena que cuantas había sentido en la tierra, y se dejó conducir a esferas más elevadas de comprensión, armonía y paz. Mientras tanto, su cuerpo permanecía silencioso y olvidado en el depósito de cadáveres. Olvidado por su alma, y también por los adversarios que lo habían matado.

      Sintiéndose más vivo que en toda su vida en la tierra, el doctor Rodonaia absorbió esa brillante comprensión de la vida en todos sus aspectos. Conoció los misterios antiguos, los enigmas y secretos de todas las épocas. Se impregnó del conocimiento que había dentro de la luz, comprendiendo que el universo es algo vivo, benévolo, omnipotente.

      Tras lo que le parecieron siglos dentro de la luz, el doctor Rodonaia advirtió que descendía. Volviendo su atención hacia ese descenso, vio la tierra y la gente que había conocido durante su vida mortal. Deseó saber qué les ocurría a sus amigos y familiares, y se dejó llevar hasta el hogar de su mejor amigo, Maurice. Suspendido en las alturas sobre una escena que se desplegaba como una representación teatral, el doctor se sentía dichoso y sereno. De pronto, sus sentimientos de paz y armonía dieron paso a pensamientos sombríos. Vio a su mejor amigo contemplar desamparado una cuna en la que un bebé lloraba de dolor. El doctor Rodonaia, que seguía en ese inusual estado de conciencia en que la respuesta a cualquier pregunta surgía con tan sólo desearlo, comprendió al instante lo que ocurría. Aunque su mejor amigo no sabía por qué su hijo llevaba todo el día llorando de forma despiadada, el doctor Rodonaia supo de inmediato que tenía rota la cadera. Una niñera descuidada lo había dejado caer y no había informado del accidente. Cuando los padres llegaron a casa, se encontraron con los gritos del niño, inconscientes de la tragedia.

      El doctor Rodonaia sintió el deseo de decirle al bebé que dejara de llorar, porque nadie entendía lo que estaba tratando de expresar. En cuanto este deseo cruzó los pensamientos de su psique, el niño dejó de llorar de inmediato y levantó los ojos hacia él. De todos los que estaban en la sala, el bebé fue el único en sentir la presencia del médico. Los amigos del doctor Rodonaia estaban estupefactos. ¡El niño llevaba todo el día llorando! ¿Por qué habían cesado sus llantos?

      Rodonaia sintió que tiraban de él hacia arriba, y que dejaba el hogar de su amigo para retornar a los campos celestiales de la Sabiduría y el Conocimiento. Pero la escena que acababa de presenciar lo había llenado de desconcierto. Deseaba poder hacer algo en ayuda del niño. Nada más concebir este pensamiento, sintió que era apartado de la luz para regresar a la oscuridad en la que se hallaba inmediatamente después de su asesinato.

      El doctor experimentó una fuerte ansiedad al sentir cómo se alejaba de la luz. Pronto se encontró observando otra escena terrenal: el hospital al que habían llevado su cadáver.

      ¡La sala de autopsias! Los patólogos habían transportado su frío y rígido cuerpo desde el depósito de cadáveres hasta la mesa de autopsias. Cuando el equipo médico comenzó su trabajo póstumo, practicando cortes en la cavidad torácica y abdominal, el doctor Rodonaia empezó a perder su conciencia expandida y a deslizarse hacia abajo, en dirección a su cuerpo. De repente se sintió frío. Helado. Entonces sintió la pesadez de su cuerpo. El frío era insoportable. Trató de gritar, pero sus cuerdas vocales estaban congeladas. No podía mover ninguna parte del cuerpo con excepción de los párpados. Se puso a parpadear rápidamente, con la esperanza de que alguien percibiera que estaba consciente.

      «¡Está vivo!», exclamó el patólogo. Se produjo un alboroto. Las bandejas y los instrumentos médicos cayeron de golpe al suelo mientras los auxiliares sanitarios, horrorizados, daban un salto hacia atrás.

      «Súbanlo a cuidados intensivos», gritó uno de los médicos. «¡Inmediatamente!» El doctor Rodonaia había vuelto a respirar. Lo condujeron a la sala de urgencias y le inyectaron líquidos intravenosos. Le conectaron a un aparato de respiración asistida.

      ¡El doctor Rodonaia había regresado de entre los muertos al cabo de tres días en el depósito de cadáveres!

      «Esto es imposible», murmuró el patólogo. «¡Imposible!»

      Cuando recuperó todo el conocimiento casi una semana más tarde, el doctor Rodonaia vio a su mejor

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