La leyenda de Laridia. Marcos Vázquez

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La leyenda de Laridia - Marcos Vázquez Serie verde

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de la arcada se apreciaba un extraño grabado que representaba a una criatura, mezcla de mujer, serpiente y árbol. El torso era el de una fémina, pero desde la cintura hacia abajo se transformaba en una larga serpiente que terminaba convertida en la raíz de un árbol.

      Carlos tomó un cuchillo del bolso y caminó hacia la entrada. Sin estar convencidos de que hacían lo correcto, Maite y Martín lo siguieron.

      El portal se comunicaba con un patio descubierto al que lo rodeaban los muros de la fortificación. En el centro, una espeluznante criatura, idéntica al grabado de la pared exterior, permanecía con su cuerpo enroscado alrededor de un pequeño altar de piedra, al tiempo que su cola se perdía bajo la tierra. Desde los ojos, que miraban al océano, se desprendía un potente haz de luz.

      Cuando la criatura detectó la presencia de los humanos giró bruscamente la cabeza en dirección a Martín y lo encandiló con la mirada. El muchacho sintió que los ojos le quemaban, como si tuviera dos brasas de carbón al rojo vivo apoyadas sobre ellos.

      Carlos creyó que los atacaría, por lo que arremetió contra ella cuchillo en mano. La serpiente se defendió con una velocidad increíble. Desenterró las raíces y, de un golpe, lanzó al hombre contra el suelo dejándolo sin sentido.

      Martín se esforzó por hablar, pero solo logró emitir una palabra:

      —Galas…

      La criatura reaccionó de inmediato. Desenroscó parte del cuerpo del altar de piedra y se acercó al rostro de Martín. Cuando el muchacho la vio de cerca, sintió pánico. Ya no emitía el rayo de luz, pero los ojos se mantenían de un rojo incandescente que le penetraba hasta el alma. Detrás de los finos labios de color violeta asomaban dientes afilados como los de un tiburón. Sus cabellos parecían tener vida propia: cientos de filamentos de medusas se encrespaban formando un marco aterrador en la cara de aquel ser increíble.

      —¿Por qué me atacan? –la voz sonaba como la de una anciana, aunque con tono amenazante.

      Martín no respondió. Estaba petrificado por el miedo.

      Fue Maite quien hizo un esfuerzo por dominar el pánico, despejó como pudo la garganta y le habló con voz temblorosa:

      —No era nuestra intención –se disculpó–. Nuestro amigo debe de haber pensado que usted nos iba a hacer daño.

      —Claro –respondió ella, con ironía–; me había olvidado de que los humanos le temen a todo lo que no conocen.

      —¿Su nombre es Galas? –intervino Martín, recuperando el habla.

      —¡Por supuesto que soy Galas! –rió con fuerza, y agregó–: La única e inigualable Galas; dueña absoluta de vuestro destino.

      Maite se acercó a Carlos y trató de hacerlo reaccionar, pero solo logró que entreabriera los ojos y de inmediato los volviera a cerrar. A simple vista no parecía estar herido.

      —Se va a recuperar –dijo Galas, restándole importancia–; solo lo puse a dormir un rato. Mientras tanto, ¿quién de ustedes me va a explicar qué hacen aquí?

      —Buscamos a dos hombres que llegaron antes que nosotros –respondió Martín.

      —Uno de ellos es mi padre –añadió Maite, todavía arrodillada junto a Carlos–. ¿Los ha visto?

      —No sabría decirte –respondió Galas–. Tengo muy mala memoria. ¿Qué los hace pensar que vinieron aquí?

      —No estamos seguros –dijo Martín–. La última vez que los vimos fue en la superficie, cerca de la cima de la montaña. Mientras los buscábamos, encontramos una entrada que nos condujo hasta este lugar –decidió no comentar nada sobre las libretas; no sabía si podía confiar en aquella criatura.

      —Mmm… Interesante –comentó Galas–. Si estuvieron aquí, supongo que habrán superado la prueba.

      —¿A qué prueba se refiere? –quiso saber Martín.

      —Verás, mi misión es proteger la entrada a Laridia. Yo decido quién entra y quién no. Solo lo logra aquel que demuestre ser digno de mi confianza. Y para ello tiene que superar una prueba –hizo una pausa y luego agregó–: ¿Ustedes desean intentarlo?

      —Pero nosotros no queremos ir a ningún lado; solo nos interesa encontrar a nuestros familiares –se quejó Maite.

      —Como gusten –dijo Galas–. No puedo obligarlos. Eso sí, si no cumplen con el desafío, debo regresarlos ya mismo a la superficie.

      —¡Ni soñarlo! –protestó la muchacha–. No pienso irme sin mi padre.

      —¿Acaso te opones a mi decisión? –preguntó elevando el tono de voz, mientras su cuerpo se arrastraba despacio en dirección a Maite.

      Martín supuso que no serviría de nada ponerse a discutir con Galas. Resultaba obvio que no le importaba lo que ellos querían. Aunque no imaginaba qué se encontrarían si entraban a Laridia, tal y como ella les ofrecía, sabía con certeza que volver atrás lo alejaba de su abuelo. La única opción era tratar de avanzar y para eso debían satisfacer los deseos de la criatura.

      —Y si decidiéramos seguir adelante –dijo Martín, y se apresuró a ubicarse delante de Maite–, ¿qué ten-dríamos que hacer?

      Galas se detuvo y lo miró complacida. En su cara se dibujó una sonrisa.

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