La leyenda de Laridia. Marcos Vázquez

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La leyenda de Laridia - Marcos Vázquez Serie verde

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al que debían enfrentarse. Concentrados en sobrevivir, no se percataron de que habían continuado con el descenso.

      Una mueca de pánico se dibujó en la cara de Maite al descubrir hacia dónde se dirigían: aquella extraña luz no era otra cosa que la boca de un calamar gigante.

      En cuestión de segundos, sin que pudieran hacer nada para evitarlo, ambos fueron atrapados por los brazos de la espeluznante criatura. Martín sintió que los huesos le estallaban. No podía mover ni un solo músculo. Maite se llevó la peor parte. Un tentáculo le rodeó el cuello y comenzó a asfixiarla. Una vez que los inmovilizó, el animal los condujo hacia la boca.

      Cuando estaba por comérselos, una enorme mancha violeta enturbió el agua.

      Martín se percató de que la presión sobre su cuerpo cedía. Intentó liberarse de la criatura y lo consiguió sin mayor esfuerzo. Nadó en dirección a Maite para ayudarla. Tras alcanzarla, se sorprendió al ver a un hombre que luchaba, cuchillo en mano, contra el calamar. La pelea duró hasta que logró infringirle un corte al tentáculo que apresaba a la muchacha, lo que provocó que la criatura la soltara.

      Maite y Martín se alejaron de prisa. Al cabo de unos instantes, su salvador se les unió. Carlos había vuelto. Estaban en deuda con él; quizás, por segunda vez en lo que iba del día.

      7. El Cuarto Dorado

      Carlos les hizo señas para que lo siguieran. Se mantuvo a la misma profundidad y nadó hacia una de las paredes de la montaña. Gracias a la luz que emitía el calamar, en la roca se divisaba una mancha redonda y oscura.

      Ellos nadaron tras él. Cuando llegaron descubrieron que la mancha era la entrada a un oscuro túnel que descendía abruptamente. El hombre ingresó por el orificio sin aminorar la marcha.

      Martín no estaba muy convencido de que esa fuera la opción correcta. No sabía a qué profundidad se encontraban y no parecía que el túnel los llevara hacia la superficie, sino todo lo contrario. Dejó de nadar y se puso enfrente de Maite para evitar que avanzara. Quería examinar el resto de la cueva antes de tomar una decisión. Ella lo esquivó; temía perder de vista a Carlos.

      Martín se molestó. Al parecer, a la muchacha no le gustaba que le dijeran lo que tenía que hacer. No le había hecho caso cuando le pidió que se quedara en la superficie, y ahora lo había ignorado por completo. Esa actitud irresponsable podría causarles problemas, pensó. Sin embargo, cuando se decidió a detenerla, fue demasiado tarde. Maite había desaparecido en la oscuridad. Se resignó y la siguió. Unos segundos más tarde, los tres nadaban dentro del túnel.

      Carlos alumbró el camino con una linterna a prueba de agua que guardaba en un bolso atado a la espalda. Luego de un rato y debido a la gran profundidad, a Martín le empezaron a zumbar los oídos y le dolía la cabeza. Tenía la sensación de que cada vez se alejaban más de la cima de la montaña y se internaban en una gruta sin retorno.

      Los tres sentían un gran cansancio. Llevaban más de media hora nadando debajo del agua. A pesar de que respiraban casi con normalidad, el oxígeno no parecía ser suficiente como para tolerar el desgaste físico al que se sometían.

      En un momento dado, la luz de la linterna comenzó a hacerse difusa y una extraña luminosidad apareció frente a ellos. Maite les llamó la atención y señaló hacia arriba. Había un orificio que comunicaba con el exterior, o al menos eso parecía.

      Los tres nadaron en esa dirección.

      Martín se sintió aliviado al comprobar que, efectivamente, se trataba de una salida. Sin embargo, no se explicaba cómo podía ser que la superficie estuviera a tan corta distancia. Tenía la impresión de que, en la recorrida a través el túnel, habían descendido varios metros.

      Una vez afuera, pasaron un buen rato expulsando el agua de los pulmones. No paraban de toser y de hacer arcadas.

      Ya recuperada, Maite se dejó caer boca arriba en el suelo y quedó maravillada con lo que vio: no estaban en el exterior; habían ingresado a una pequeña habitación rodeada de paredes de color dorado, cuya intensidad subía y bajaba todo el tiempo, como si el cuarto palpitara a través de la luminosidad de los muros.

      —¿Qué diablos es este maldito lugar? –rezongó Carlos.

      Maite se incorporó y se dirigió al orificio por el que habían salido.

      —Tenemos que continuar por el camino que veníamos –dijo.

      Ellos la miraron desconcertados.

      —¿Por qué? –la increpó Martín.

      —Esta no es la salida, ni tampoco veo a mi padre.

      Una vez que terminó la frase, sumergió la mitad del cuerpo y esperó a que los otros se le unieran.

      Martín se abalanzó sobre ella y la sujetó por ambos brazos.

      —¿Estás loca?

      —¿Ves a tu abuelo aquí? –le respondió Maite con ironía–. ¿No? Yo tampoco.

      —De acuerdo –trató de tranquilizarla–. Entiendo tu punto de vista, pero creo que llegó el momento de que nos sentemos a pensar un poco y planificar nuestro siguiente paso.

      —¿Pensar en qué? Mi padre puede estar en peligro y tengo que ayudarlo, o quizás... –los ojos se le llenaron de lágrimas y no pudo terminar.

      —¿No te parece extraño que los dos tengamos libretas que se complementan? –le preguntó Martín.

      Carlos decidió que era tiempo de tomar partido en la discusión.

      —Estoy de acuerdo con él. Creo que deberíamos intercambiar ideas. Si tenemos que retomar nuestro camino, lo haremos, pero razonar durante diez minutos no va a hacernos daño.

      Hubo un silencio prolongado.

      Maite sabía que Martín tenía razón respecto a las libretas. ¿Sería esa la clave para encontrar a su padre?

      Carlos se le acercó y le extendió una mano para ayudarla a salir del agua. Maite lo ignoró. Salió por sus propios medios y se sentó en el suelo.

      —Bien. Diez minutos. Ni uno más –miró a Martín y añadió–: Te escucho.

      Él se ubicó junto a ella y sacó la libreta que guardaba en el bolsillo trasero del empapado pantalón.

      —¿Puedo ver la tuya? –extendió una mano hacia ella.

      —Aquí está –se la entregó–. Igual, no creo que sirva de nada –se encogió de hombros–. Supongo que el agua la estropeó.

      Martín temió que Maite tuviera razón, pero al abrirlas, comprobó que las hojas estaban en perfecto estado y que el texto se leía con claridad. Cuando palpó con cuidado la consistencia de las hojas, descubrió por qué se habían conservado tan bien.

      —¡Están plastificadas! –la voz le temblaba de la emoción–. ¡Tu padre y mi abuelo sabían que se mojarían!

      Maite no supo qué decir. Le costaba asimilar lo que decía Martín.

      Carlos estiró una mano

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