La leyenda de Laridia. Marcos Vázquez

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La leyenda de Laridia - Marcos Vázquez Serie verde

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le encantaba descubrir el número secreto. Pasaba horas hasta que lo encontraba.

      —¡Eso es! –exclamó.

      Maite y Carlos lo miraron sorprendidos.

      —Es una llave. Tenemos que encontrar una palabra de siete letras que la abra.

      —¿Y qué abre? ¿El tapón para que se vaya el agua? –bromeó Maite.

      —Puede que sea la entrada –dijo Carlos.

      En ese preciso instante a Martín lo asaltó una idea inquietante: ¿Y si Carlos tiene razón cuando dice que vio a Abu entrar a la montaña? Eso significaría que...

      —¡Mi abuelo conocía la clave! –terminó el razonamiento en voz alta.

      —¿Qué dijiste? –preguntó Maite, sorprendida.

      Él no respondió. Tenía una imagen grabada en la memoria que luchaba por encontrar.

      —¿Cómo puedes…?

      Cuando se disponía a preguntarle otra vez, Martín le hizo un gesto para que se detuviera. Metió la mano en el bolsillo trasero del pantalón y extrajo la libreta que había encontrado la noche anterior. La abrió y les mostró la primera hoja.

      —No sé qué significa –dijo–, pero mi abuelo iba a explicármelo.

      Maite se puso pálida como si hubiera visto un fantasma. Carlos se preocupó.

      —¿Estás bien?

      No contestó. Del bolsillo delantero del jean sacó una libreta muy similar a la de su compañero y enseguida la abrió.

      Cuando Martín vio la imagen que aparecía en la primera página, su corazón dio un brinco de la emoción.

      Le tomó unos pocos segundos descubrir cómo se complementaban ambas pistas. Sin dudarlo, arrancó la hoja de la libreta de Abu, le quitó de las manos a Maite la que ella sostenía y repitió el procedimiento.

      —¡No! –gritó la muchacha, pero ya era demasiado tarde.

      Luego de devolverle la libreta a su compañera, Martín colocó una hoja encima de la otra y las miró a contraluz. Una imagen nítida apareció:

      Carlos tomó la iniciativa y se apresuró a mover las siete rocas para que formaran la palabra clave.

      En un abrir y cerrar de ojos, todo cambió. Bajo los pies escucharon un ruido ensordecedor y el piso cedió. No pudieron hacer nada para sujetarse. Apenas unos segundos más tarde fueron absorbidos por la montaña.

      6. Como peces en el agua

      Mientras caía, Maite se aferró a la libreta. Cuando la halló entre las pertenencias de su padre, no imaginó que aquellos garabatos le serían de utilidad. Ahora se preguntaba cómo era posible que Martín tuviera una igual y que se complementaran entre sí.

      Una espectacular e inesperada zambullida la dejó sin respiración. Después de sumergirse varios metros logró volver a la superficie. Respiró tan hondo como pudo, al mismo tiempo que tosía y escupía agua. Aún sostenía la libreta. Temió que el contenido se hubiese borrado. Antes de que pudiera revisarla escuchó a alguien más que tosía. Era Martín, que también intentaba deshacerse del líquido que había tragado.

      Ambos se encontraban en una pequeña cueva con forma de campana o copa invertida, rodeados de paredes de piedra y sin ningún sitio hacia donde nadar.

      Al mirar hacia arriba, Maite descubrió que en el techo había un agujero en la roca. Imaginó que era el lugar por donde habían caído. Por la oscuridad que los rodeaba, supuso que el orificio en la cima se había cerrado tras la caída. Estaban atrapados en las entrañas de la montaña.

      Una extraña luminosidad, que provenía de debajo del agua, le llamó la atención. Era una luz redonda y de color amarillento, que parecía estar a varios metros de profundidad.

      —¡Carlos! –gritó Martín. Por más que lo buscaba, no podía encontrarlo–: ¡Carlos! –lo intentó de nuevo.

      —¿Estás bien? –le preguntó Maite.

      —Un poco asustado y algo mareado, pero estoy bien. ¿Y tú?

      Ella asintió.

      —Deberíamos buscar a Carlos –dijo Martín, mientras miraba a su alrededor–. Solo espero que no se haya ahogado.

      Se sumergió debajo del agua y regresó algunos segundos más tarde.

      —¿Lo viste caer con nosotros? –le preguntó Maite.

      —No estoy seguro.

      —A lo mejor logró quedarse en la cima de la montaña. De todos modos, ahora lo único que importa es encontrar a mi padre y a tu abuelo.

      Martín asintió en silencio y luego dijo:

      —Espérame aquí; voy a nadar hacia la luz –señaló bajo la superficie–. Puede que sea la salida.

      Maite no pensaba quedarse sola, así que lo siguió.

      Cuando él se dio cuenta, le hizo un gesto de desaprobación. La muchacha lo ignoró y continuó el descenso.

      Pero la luz se encontraba más lejos de lo que parecía.

      Al notar que se quedaba sin aire, Martín decidió que debían volver a la superficie. Le hizo una seña a Maite y comenzó el ascenso. Ella lo imitó; tampoco resistía más.

      Ambos se asustaron cuando descubrieron que, por más que lo intentaban, no conseguían avanzar ni un solo centímetro. Una extraña fuerza los atraía hacia abajo.

      Durante algunos segundos lucharon con desesperación. Lo hicieron hasta que, debido a la falta de oxígeno, los músculos dejaron de responder a las órdenes del cerebro. Sentían que la cabeza les palpitaba y la visión se hacía cada vez más borrosa. Poco a poco el pánico se transformó en una tensa calma que anunciaba lo peor.

      Martín fue el primero en darse por vencido. Abrió la boca y respiró. El agua no tardó en llegarle a los pulmones. Cerró los ojos y se entregó.

      La cálida sonrisa de Abu fue lo último que vio.

      De pronto, sintió que algo le sacudía el brazo. Cuando miró, descubrió que Maite le hacía señas para que respirara. La muchacha le mostraba cómo inhalaba y exhalaba bajo el agua sin que nada le sucediera. Entonces se dio cuenta de que él podía hacer lo mismo. El líquido que ingresaba por la nariz y por la boca tenía un sabor agradable, algo dulzón, y se comportaba como si fuera aire para los pulmones, como si tuviera el oxígeno necesario para mantenerlos con vida.

      Aunque

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