La leyenda de Laridia. Marcos Vázquez

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La leyenda de Laridia - Marcos Vázquez Serie verde

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mar, lo hizo estremecer.

      De inmediato la descartó. Tenía que encontrarlo.

      Volvió abajo; tomó una mochila y puso algunas cosas que creyó útiles para la búsqueda: cuerda, linterna, una bengala, un cuchillo, algo de abrigo, agua y comida.

      Antes de salir decidió probar la radio para pedir ayuda. Conocía a la perfección todos los códigos de la navegación. Quizás algún barco cercano podría escucharlo.

      —Mayday, Mayday, Mayday1. Aquí el María Bonita. ¿Alguien me copia?

      Nadie contestó al llamado.

      —Mayday, Mayday, Mayday. Aquí el María Bonita. Estamos encallados. Nuestra posición es… –buscó en los instrumentos, pero ninguno funcionaba–. ¡Diablos! –maldijo. El enojo fue tal que tiró el micrófono y se alejó rumbo a cubierta.

      Cuando estaba por salir de la cabina, escuchó una voz femenina que provenía de la radio:

      —Hola. ¿Hay alguien ahí?

      Al final de las palabras se sintieron sollozos.

      Martín corrió hacia el transmisor.

      —¿Quién habla?

      Parecía alguien muy joven.

      —Soy Maite –se oyó con voz temblorosa.

      —Maite, necesito hablar con un adulto.

      —Mi padre desapareció. No lo encuentro por ningún lado –volvió a escuchar el llanto.

      —Tranquila, Maite. Yo soy Martín –dijo–. ¿Dónde está tu barco?

      —No sé dónde estamos. Vas a pensar que estoy loca, pero creo que chocamos contra una montaña –se le escapó una risita nerviosa al final de la frase.

      —No estás loca –contestó, resignado–. Nuestro barco también golpeó contra una montaña. Por lo claro que nos escuchamos, debe ser la misma.

      —¿Es una broma? –preguntó algo molesta.

      —Eso quisiera –respondió Martín–. A nuestro velero le sucedió lo mismo, y lo peor es que mi abuelo desapareció.

      —¡Auxilio! ¡Que alguien me ayude por favor! –Maite había decidido no continuar la conversación. Era imposible que hablara en serio y ella no tenía tiempo que perder.

      —No importa si no me crees –la interrumpió–. Voy a buscarte ya mismo. Tu barco debe estar cerca del mío; cuando me veas, lo vas a entender.

      Dejó de lado la radio y regresó a la cubierta. Tenía que averiguar qué sucedía y encontrar a Abu.

      No le resultó sencillo desembarcar. La popa era la parte que estaba más cerca del suelo. Aun así, la distancia hasta las rocas superaba los tres metros. Si saltaba desde esa altura corría el riesgo de lastimarse o de rodar montaña abajo.

      Luego de pensarlo, decidió utilizar la cadena del ancla para abandonar la nave. Si lograba bajar por allí se acercaría lo suficiente al suelo como para saltar de manera segura. Pasó su cuerpo por encima de la baranda y se deslizó hasta que alcanzó el primer eslabón. Muy despacio y con cuidado, descendió. Al llegar al final, se soltó y cayó parado sobre las rocas.

      Cuando miró hacia arriba, la imagen del imponente velero con la quilla incrustada entre las piedras lo sobrecogió. Ese barco había sido el sueño de Abu por mucho tiempo. No imaginaba la forma de volver a ponerlo en el mar para que navegara de nuevo.

      Pero no era el momento de preocuparse por eso. Primero tenía que encontrarlo, y después, entre los dos, buscarían la forma de salir de allí.

      Con la ayuda de las manos y tratando de no resbalarse, empezó a rodear la montaña.

      Luego de algunos minutos de recorrida divisó otro velero. Se dijo que tenía que ser el de Maite.

      Apuró el paso. Mientras lo hacía, decidió gritar el nombre de la muchacha:

      —¡Maite!

      Nada sucedió. Avanzó unos metros más.

      —¡Maite! ¡Soy Martín! –probó otra vez.

      ¿Y si ese no fuera el barco?

      La figura que apareció en la cubierta terminó con la interrogante.

      1 Señal de socorro, derivada del francés m'aider ("ayudenme"). Es utilizada como llamada de emergencia ámbitos como la marina mercante, las fuerzas policiales, la aviación, las brigadas y las organizaciones de transporte.

      3. El pacto

      Doce años antes, en el mismo lugar del océano...

      Un fuerte temblor sacudió la montaña de piedra.

      El barco se tambaleó con las ondas que se propagaron hacia el mar, mientras dos hombres en la cubierta contemplaban con tristeza aquella extraña formación rocosa. En pocos minutos más, habría desaparecido.

      Lo que había comenzado como una aventura en busca de un destello de esperanza, se había convertido en una increíble experiencia que los marcaría para siempre. Tan increíble que nadie los tomaría en serio si la contaran. Y, si les creyeran, pondrían en peligro lo que más amaban.

      —Tenemos que alejarnos. No podemos esperar más.

      La voz provino del puente de mando de la nave. Un hombre de unos treinta y pocos años fue quien les habló. De pelo oscuro, estatura mediana y con una barba desprolija e incipiente, portaba la clásica gorra de capitán de barco. Vestía pantalón y remera blancos.

      No obtuvo respuesta de los pasajeros. Ambos sabían que no tenía sentido esperar, porque nadie más subiría al barco, aunque en su interior, ninguno de los dos quería partir.

      El capitán no insistió. Temía que el volcán hiciera erupción de un momento a otro. Se dirigió hacia el panel de instrumentos de navegación, presionó un interruptor que levantaba el ancla y puso en marcha el motor de la nave.

      Apenas unos segundos más tarde, el barco comenzó a alejarse de la montaña.

      Mientras lo hacía, el capitán se preguntaba por qué aquellas personas aceptaban con tanta tranquilidad la pérdida de sus seres queridos. No parecía acorde con lo que le habían contado al regresar al barco. Él no los había acompañado en el desembarco ya que su misión era quedarse en la nave. No le pagaban por trepar a una montaña. Según le dijeron, fueron sorprendidos por un temblor de tierra mientras exploraban el interior del volcán. Se apresuraron a escalar hacia la cima, pero en el medio del ascenso las paredes empezaron a desmoronarse. Una enorme roca cortó la cuerda que sujetaba a las mujeres y las arrastró sin remedio hacia el vacío.

      —Es imposible que hayan sobrevivido –se lamentó uno de los pasajeros.

      El instinto del capitán le decía que esa no era la verdad. No comprendía por qué le mentían, pero se proponía averiguarlo a lo largo del viaje.

      Puso

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