La leyenda de Laridia. Marcos Vázquez
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—Toma mi mano –insistió. Le habló más suave que la primera vez.
Ella obedeció.
Él los ayudó a aferrarse a la cuerda y, sin mediar otra palabra, comenzó el ascenso.
—¿Podemos descansar un momento? –imploró Maite.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace en este lugar? –inquirió Martín.
El hombre los ignoró y continuó con la subida.
—No pienso dar ni un solo paso más antes de que me responda –el muchacho se detuvo.
Maite lo imitó; ya no tenía fuerzas para caminar.
Cuando notó que no se movían, el desconocido giró y les habló con firmeza:
—Escuchen bien lo que les voy a decir, porque solo lo haré una vez –hizo una pausa–. Esta montaña no va a quedarse así todo el día esperando a que nosotros tengamos ganas de subir. Corremos el riesgo de que nos haga caer mientras sigue saliendo del agua. No tenemos tiempo para presentaciones. Hay que trepar hasta la cima.
La forma en que se los dijo no dejaba lugar para negociar.
—¿Está claro? –Se dio media vuelta y siguió avanzando.
Maite y Martín se miraron. No tenían otra opción. Sin cuestionárselo más, siguieron los pasos del hombre.
5. La clave hacia lo desconocido
Cuando llegaron a la cima a Maite le costaba respirar. Martín estaba concentrado en el misterioso hombre que los ayudaba. Era de mediana edad, espalda ancha, piel muy bronceada y una musculatura que se le marcaba a través de la remera.
Una vez que se detuvo, el individuo arrancó el gancho clavado en la piedra y recogió la cuerda.
—Descansemos unos minutos antes de continuar –dijo, y se sentó en el suelo con los brazos apoyados en las rodillas.
Maite se deshizo de la soga que la unía a su compañero y cayó rendida sobre las rocas.
Martín permaneció de pie. Se preguntó cuál sería el significado de “continuar”. La cima estaba a solo tres o cuatro metros.
Al ver que el muchacho lo miraba con desconfianza, el hombre decidió que ya era tiempo de explicarles la situación.
—Perdónenme por cómo les hablé allá abajo, pero teníamos que movernos rápido –la voz era calmada–. Ahora podemos conversar.
Martín se sentó sobre una roca y escuchó.
—Mi barco, que está al otro lado de la montaña, encalló en esta isla por culpa de una gran tormenta. Cuando salí a cubierta me llamó la atención ver a dos hombres muy cerca de la cumbre.
—¡Mi padre! –exclamó Maite, entusiasmada–. ¿A dónde fueron después de que los vio?
—Los perdí de vista. Al principio les grité, pero no me escucharon. Luego trepé casi hasta la cima y no los encontré. Juraría que los vi entrar a la montaña… –meneó la cabeza–. En fin, ahí fue cuando los vi a ustedes. ¿Dices que uno era tu padre? –se dirigió a Maite–. ¿Y quién es el otro?
—Puede que sea mi abuelo –respondió Martín–. Los dos desaparecieron durante la noche.
—¿Ustedes viajaban juntos?
—No. Hasta hace unos minutos él y yo no nos conocíamos —afirmó Maite.
—Mmm… Qué extraño –murmuró.
—Tan extraño como una isla que sale a flote en el medio del océano, y tres barcos chocan con ella al mismo tiempo –ironizó Martín.
Todos se miraron en silencio.
—Como sea –dijo el hombre. Se paró y le extendió la mano a Maite para ayudarla a incorporarse–; lo cierto es que los tres estamos atrapados en esta isla y si la montaña vuelve a moverse, podríamos caer. Tenemos que descubrir dónde están tu padre y tu abuelo y averiguar qué sucede.
Maite y Martín estaban de acuerdo.
—¿Cuál es el plan señor…? –preguntó Martín.
—Carlos –contestó–. Y no me digan señor ni me traten de usted. ¡No soy tan viejo! –esbozó una sonrisa burlona–. El plan es comprobar si existe alguna forma de ingresar a la montaña. De lo contrario, no sé a qué otro lugar habrán ido a parar esos hombres.
—Por aquí seguro que no entraron –Maite se les había adelantado y estaba parada a centímetros de la cumbre–. Tienen que ver esto.
Cuando los otros la alcanzaron, descubrieron a qué se refería: al igual que en un volcán, había un cráter circular de unos diez metros de diámetro, pero estaba cubierto de agua casi hasta el borde. Martín sumergió la mano en el líquido. Se sentía tibio. Recordó cuando iba de paseo a las termas. Abu adoraba pasar largas horas en las piscinas con agua caliente. A él, por el contrario, no le atraía demasiado. Le parecía que se cocinaba a fuego lento.
—Es imposible que esta sea la entrada –se lamentó Maite.
—Yo no estaría tan seguro de eso –dijo Carlos. Se agachó y sumergió la cara por un instante–. No creo que haya más de medio metro de profundidad –comentó, mientras se secaba con la remera.
Ante la atónita mirada de los muchachos, se dejó caer dentro del cráter. El agua le llegaba apenas encima de las rodillas.
—¿Lo ven? Tenía razón –alardeó.
—¿Y eso qué prueba? –preguntó Maite. Para ella, que fuera poco o muy profundo, no cambiaba el hecho de que no había forma de entrar a la montaña por allí.
Martín no esperó la respuesta y lo imitó. No le importó que las zapatillas y el pantalón se le empaparan.
Caminó despacio y con mucho cuidado hacia el centro del cráter. Tenía miedo de que el fondo no fuera parejo y que se hiciera más hondo de golpe.
Al llegar al medio se topó con una estructura que sobresalía del suelo. El agua era cristalina, así que podía verla con claridad.
—Aquí hay algo –dijo.
Maite y Carlos se le unieron y contemplaron el hallazgo.
Había siete pequeños cilindros de piedra ubicados con precisión uno al lado del otro. Una vara de metal los atravesaba por el medio y los mantenía alineados. Tallados sobre la superficie de las piedras se apreciaban unos símbolos.
—¿Son letras? –preguntó Maite señalando los símbolos.
—Eso parece –admitió Martín. Sumergió una mano y la acercó a uno de los cilindros. Cuando se apoyó notó que se movía. Revisó los demás y todos se comportaban de la misma manera. Rotaban en ambos sentidos para permitir que las