La leyenda de Laridia. Marcos Vázquez

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La leyenda de Laridia - Marcos Vázquez Serie verde

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no encontró una forma amable de negarse. Después de todo, aquel hombre les había salvado la vida y estaba tan atrapado como ellos en esa loca aventura, así que accedió a entregarle una de las libretas.

      —Gracias. Aprecio tu confianza.

      Revisó todas las hojas.

      —No entiendo una sola palabra de estos jeroglíficos –protestó.

      —Es que para hacerlo, necesitas esta otra –el muchacho agitó la libreta que aún conservaba.

      Carlos cerró el pequeño cuaderno y se lo devolvió.

      —Haz lo tuyo. No te detengas, por favor –le pidió con tono amable.

      Martín comparó hoja por hoja. Todas tenían garabatos incomprensibles a simple vista. Arrancó la segunda hoja de ambas, las unió una encima de la otra y las miró a trasluz. Enseguida apareció un texto que se leía con claridad:

      Al caer dentro de la montaña, hay que nadar hacia el agujero que se encuentra en la pared oeste de la cueva. El agua es especial, posee el oxígeno suficiente como para respirar con normalidad.

      ¡CUIDADO!

      ¡No acercarse a ninguna luz! Son calamares gigantes. Seguir el túnel hasta encontrar la entrada al cuarto dorado.

      Por allí se accede al bosque de Galas; solo ella puede abrir el camino hacia la gran ciudad escondida. Aquellos que demuestren ser dignos de su confianza lo lograrán.

      Para ingresar al bosque habrá que descifrar la siguiente clave:

      ¿Cuál es la primera frase que el Sol le dice al mar, cuando se sumerge en su lecho al llegar el fin de cada día?

      Ninguno de los tres habló al finalizar la lectura.

      Martín bajó el papel y lo apoyó sobre las piernas. Estaba muy confundido. Parecía que Abu tenía todo preparado, pero no se lo había mostrado hasta la noche de la tormenta. ¿Cómo podía ser? ¿Por qué? ¿Para qué? Un torbellino de ideas lo torturaba. A Maite le sucedía algo similar. Cada uno poseía una libreta que se complementaba a la perfección con la del otro, pero hasta ese día ni siquiera se conocían. ¿Por qué nunca les habían contado nada? Era demasiado complicado como para adivinar las respuestas.

      —¿Y bien? ¿Cuál es la clave? –Carlos rompió el silencio.

      Maite y Martín se miraron. Ella fue la primera en responder.

      —¿Qué te hace pensar que conocemos la respuesta?

      —¡Vamos, compañeros! –el hombre sonrió con cierta ironía–. No hay que ser demasiado inteligente para darse cuenta de que, de alguna manera, ustedes son parte de todo esto. ¿O me equivoco? –esperó un par de segundos antes de continuar–. ¿Cuál es la primera frase que el Sol le dice al mar cuando se sumerge en su lecho al llegar el fin de cada día?

      Martín no reaccionaba. Tenía la mirada perdida en los papeles que acababa de leer, pero su mente se encontraba muy lejos de ahí. ¿Sería posible que aquel juego que Abu y él repitieron tarde tras tarde, durante años, fuera la respuesta?

      Cada verano, al llegar la hora de la puesta del sol, Abu lo llamaba para que se sentara junto a él y le contaba la misma historia.

      —Ahí viene, Tin, ahí viene –le hablaba con ternura. Todo ocurría en el balcón de un pequeño departamento frente al mar–. ¿Puedes oírlo? –le preguntaba.

      Al principio él contestaba que no, pero, con el paso del tiempo, se había convencido de que en verdad lo escuchaba.

      —AMIN MON RAL –Abu lo repetía una y otra vez como si fuera una ceremonia religiosa–. Significa: “Permiso para entrar en tus dominios, Gran Señora” –le explicaba.

      Sin darse cuenta, mientras recordaba, Martín comenzó a decir la frase en voz alta.

      —AMIN MON...

      No pudo terminarla, porque Maite lo hizo por él:

      —...RAL –agregó.

      Ambos se miraron sorprendidos.

      —Permiso para entrar... –balbuceó ella.

      —... en tus dominios, Gran Señora –terminó Martín.

      Maite no daba crédito a lo que sucedía. Su padre y el abuelo del muchacho habían planificado hasta el último detalle. ¿Cuál sería el final del camino?

      Martín miró las manos de Maite. Estaba temblando.Un fuerte grito los sobresaltó:

      —¡AMIN MON RAL!

      Era Carlos quien pronunciaba las palabras con fuerza, de un modo parecido al que en un ritual se invoca a los dioses.

      —¡AMIN MON RAL! –una vez más.

      La reacción del cuarto no se hizo esperar. Como si estuviese construido de hielo y un soplete gigantesco lo calentara sin piedad, las paredes empezaron a derretirse. La habitación desaparecía a una velocidad asombrosa.

      El instinto de protección de Martín lo impulsó a abrazar a la muchacha.

      Todo terminó más rápido de lo que esperaban. El dorado brillante que los rodeaba dio lugar a distintas tonalidades de verde. Frente a ellos, un tupido e interminable bosque apareció de la nada.

      8. Galas

      El bosque de Galas se encontraba enclavado en el fondo del océano, cubierto por una enorme campana de cristal que lo aislaba del mar y permitía el pasaje de los rayos del sol. El túnel, que nacía en el interior de la montaña y se extendía en dirección al cuarto dorado, era la única forma de llegar hasta allí.

      Diferentes tipos de plantas y árboles de gran tamaño lo dotaban de una intensa tonalidad verde que resultaba placentera de contemplar.

      Martín miró alrededor y descubrió que se hallaban en un pequeño claro, a pocos metros del inicio de un estrecho sendero que se perdía dentro del bosque. Le llamó la atención que entre las plantas hubiese algas; sabía que solo existían debajo del agua. Se acercó a una de ellas y la tocó. Estaba empapada. Instintivamente se llevó el dedo a la boca y descubrió que era salada. Notó entonces que toda la vegetación parecía mojada. Se preguntó si el bosque se inundaría. De ser así, no les convenía quedarse mucho tiempo.

      —¿Cuál se supone que sea nuestro siguiente paso? –preguntó Carlos.

      —Según las notas, tenemos que encontrar a alguien que responde al nombre de Galas –respondió Maite.

      —Sigamos este camino a ver a dónde nos lleva –propuso Martín, al mismo tiempo que señalaba el sendero.

      Ninguno se opuso a la idea, así que de inmediato iniciaron la marcha.

      Producto de la tupida vegetación que la rodeaba, el espacio para transitar por la senda era tan estrecho que los obligaba

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