La leyenda de Laridia. Marcos Vázquez

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La leyenda de Laridia - Marcos Vázquez Serie verde

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del hombro del otro y le habló con voz calma:

      —Era la única opción. Hicimos lo correcto.

      El compañero asintió con la cabeza. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

      Apenas se habían alejado unos doscientos metros, cuando la saliente de piedra empezó a hundirse lentamente en el océano ante la atónita mirada de todos. Un remolino de agua se formó alrededor de la montaña. El capitán aceleró los motores al máximo. Debían alejarse para no ser arrastrados.

      Habían transcurrido tan solo unos minutos, cuando la montaña se hundió por completo.

      A bordo de la nave nadie hablaba.

      Ambos pasajeros miraban con asombro cómo las olas se movían de un lado al otro, y ya no se reconocía el lugar donde, instantes antes, se encontraba el volcán.

      El capitán no dejaba de repasar en su mente cómo había terminado allí. Cuando lo contrataron, le dieron las coordenadas exactas del sitio al que debía llevarlos. A pesar de que la carta de navegación marcaba que en ese lugar solo había agua, las dos mujeres insistieron en que ese era el destino del viaje.

      Estaba a punto de responderles que no, que no le apetecía permanecer tantos días en el mar sin tocar puerto, cuando vio que el mayor de los hombres, en apariencia el padre de una de las jóvenes, extrajo de un maletín una suma de dinero en efectivo que le hizo cambiar de parecer. Al fin y al cabo, qué importaba si a donde iban había tierra o agua, a él solo le preocupaba que le pagaran.

      Al principio todo transcurrió con normalidad, pero después de algunos días de viaje, se desató la peor tormenta que había vivido en el mar. La nave estuvo muy cerca de hundirse; las olas le pasaban por encima como si fuera una cáscara de nuez en medio del océano.

      Cerca del amanecer todo se calmó. Cuando salió a cubierta esa mañana, a menos de cien metros del barco descubrió que, en las coordenadas que le habían dado los pasajeros, se divisaba una enorme montaña de piedra. Se preguntó cómo era posible que las cartas de navegación estuvieran tan equivocadas. No se trataba de una pequeña formación rocosa, sino de toda una isla. Aquello representaba un peligro para la navegación. Cuando regresara a puerto, se encargaría de poner en aviso a las autoridades.

      En ese momento solo le preocupó que la isla no figurara en los mapas; no tenía idea de que unas horas más tarde la vería desaparecer.

      Mientras recordaba, no notó el instante en que los pasajeros abandonaron la cubierta y se dirigieron a los camarotes.

      Se maldijo a sí mismo. Si quería averiguar qué había sucedido, no debía perderlos de vista. El viaje de vuelta hacia el puerto le daría tiempo suficiente para hablar con ellos. Tendría que reportar la desaparición de las dos mujeres. Aunque lo que más lo atormentaba, era que nadie le creería la historia sobre la “montaña hundida”.

      Fijó el rumbo, abandonó el puesto de mando y se dirigió hacia los camarotes. Cuando llegó, vio que los hombres conversaban sentados alrededor de la mesa. Se ocultó detrás de un armario para que no lo vieran. Apenas escuchaba lo que decían. Ambos estaban escribiendo en unas libretas. Estuvieron así por largo rato. Cuando terminaron, el mayor de ellos habló:

      —Tenemos que evitar que esta información llegue a manos inapropiadas o todo nuestro sacrificio habrá sido en vano –razonó en voz alta.

      —¿Cuándo podremos volver? –preguntó el otro. Sonaba desconsolado.

      —Según mis cálculos, la próxima vez que tendremos acceso a Laridia será el…

      Se detuvo y miró alrededor para asegurarse de que nadie más lo escuchara. Tomó el lápiz y escribió en una de las hojas. La giró y se la mostró.

      La expresión en el rostro del compañero lo dijo todo. No estaban hablando de días, ni quizás semanas o meses.

      —Tranquilo, vamos a volver a verlas –lo consoló.

      ¡Lo sabía!, se dijo para sí el capitán, al confirmar que le habían mentido.

      —No podemos esperar tanto –replicó el más joven–.Tenemos que buscar la forma de entrar y traerlas antes de regreso. Si pedimos ayuda…

      —¡No! –lo interrumpió el otro con firmeza. Al darse cuenta de que había gritado, bajó la voz y agregó–: ¿Y arriesgarnos a que destruyan una civilización que ha permanecido oculta de los humanos durante siglos? –hizo una breve pausa–. ¿Te das cuenta de lo que hay allí abajo? Podría representar una fortuna para alguien que no tenga escrúpulos.

      —Pero es mucho tiempo –se quejó su compañero.

      —Es la única forma de entrar. No hay nada que podamos hacer. Si volvemos en la fecha exacta, lograremos ingresar otra vez; y estoy seguro de que vamos a encontrarlas sanas y salvas. Mientras tanto, para proteger esto –señaló las notas–, una vez que arribemos a puerto, será mejor que no mantengamos contacto entre nosotros hasta que llegue el momento adecuado. ¿Estás de acuerdo?

      El otro asintió en silencio.

      El corazón del capitán latía con fuerza. Apenas podía creer lo que escuchaba. Las palabras “Laridia”, “civilización” y “fortuna”, resonaban una y otra vez en su cabeza.

      Tenía que planificar muy bien la próxima jugada. Se alejó sin hacer ruido y volvió al puente de mando. Lo mejor sería que pensaran que él no sabía nada y así, cuando menos lo sospecharan, podría apoderarse de las notas.

      No imaginaba que debería aguardar un largo tiempo antes de lograr el objetivo.

      Aquellos hombres estaban dispuestos a todo con tal de salvaguardar a sus seres queridos.

      4. La subida

      Martín quedó impresionado por la belleza de la joven que lo observaba desde la cubierta del barco. El sol se reflejaba en la larga cabellera rubia y ondulada, mientras el color de los ojos se confundía con el del océano. Vestía un jean y una remera blanca.

      Al principio le pareció que tendría su misma edad. Luego, al acercarse, supuso que sería uno o dos años menor.

      Ella no esperó a que Martín llegara hasta el barco. Cuando estaba apenas a unos pasos, dio un salto y cayó sobre el suelo rocoso. En un movimiento rápido se le arrojó encima, lo derribó y lo tomó con fuerza por el cuello.

      —¿Dónde está mi padre? –le gritó, enojada–. ¿Qué le hicieron?

      Martín no reaccionaba. Las pequeñas, pero pode-rosas manos, le impedían respirar con normalidad.

      Al cabo de unos instantes de forcejeo, la empujó con las piernas para sacársela de encima. Los dos quedaron exhaustos por la pelea.

      Cuando todavía no se habían recuperado, el suelo comenzó a moverse. Como si se tratara de un cohete en pleno lanzamiento, la montaña se elevaba hacia el cielo mientras la base emergía del agua.

      Ambos rodaron cuesta abajo.

      Por más que lo intentaron, ninguno de los dos encontró de dónde aferrarse para detener la caída. Martín, que había descendido más que Maite, hizo un esfuerzo por dejar de girar, clavó los

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