La leyenda de Laridia. Marcos Vázquez

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La leyenda de Laridia - Marcos Vázquez Serie verde

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se aprontó para sujetarla cuando pasara a su lado. Estuvo a punto de perder la estabilidad y empezar a caer de nuevo, pero lo logró.

      Martín se sentía muy asustado. Aquello no parecía un terremoto; la enorme masa de piedra se había elevado varios metros por encima del mar y una desolada playa de arenas doradas la rodeaba.

      Una isla entera acababa de emerger en medio del océano.

      De pronto, algo le tiró del brazo con fuerza. Maite había vuelto en sí y lo arrastraba hacia ella. Martín imaginó que volvería a atacarlo, pero esta vez se equivocó.

      Un espeluznante sonido, similar a un ferrocarril que frena de golpe y se desliza por las vías de acero, se escuchaba cada vez más fuerte. Miró hacia arriba y vio que el barco de Maite caía hacia la base de la montaña arrasando con todo lo que encontraba en el camino.

      Con la ayuda de la muchacha logró moverse a tiempo. Una ráfaga de viento le congeló la espalda.

      Ambos contemplaron cómo el velero se despeda-zaba contra las rocas hasta alcanzar la playa.

      —Estamos a mano –dijo ella sin mirarlo. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

      Martín la observó antes de contestarle.

      —Gracias –respondió–. Me salvaste la vida, aunque debo confesarte que al principio pensé que ibas a seguir golpeándome –intentó bromear–. Soy Martín, aunque eso ya te lo dije cuando hablamos por radio. Tú debes ser Maite. ¿No es así?

      Ella lo miró y se puso a llorar como una niña pequeña. Martín se acercó y trató de consolarla.

      —No llores, por favor –le pidió con dulzura–. Cuando mi abuelo vuelva, estoy seguro de que va a ayudarte a arreglar tu barco; él es un experto en carpintería marina.

      —El barco no tiene importancia –contestó Maite, secándose las lágrimas–. Mi papá lo alquiló en el puerto antes de salir.

      Si hubiera sido el María Bonita, Abu no soportaría verlo destruido, pensó Martín.

      —No puedo encontrar a mi padre –se quejó ella–. Lo he buscado por todas partes.

      —Tampoco sé dónde está mi abuelo –se lamentó Martín–. ¿Cuándo viste a tu papá por última vez?

      —Anoche, cerca de las dos de la madrugada. La tormenta era terrible, pero él no estaba preocupado. Nos fuimos a acostar a eso de la una y media. Me costó dormirme, porque el barco se movía mucho. Desperté hoy en la mañana y se había ido. ¡Tengo miedo de que se haya caído al mar durante la noche!

      Rompió en llanto otra vez.

      Aunque se negaba a admitirlo, él también había pensado en esa posibilidad.

      —Estoy seguro de que están bien –intentó usar un tono tranquilizador–. No sé tu padre, pero mi abuelo es un viejo lobo de mar y ninguna tormenta puede vencerlo.

      —Mi papá navega desde que era muy joven y me enseñó todo lo que sé al respecto –dijo ella–. Además, es muy fuerte –se animó un poco.

      —Lo que me preocupa es esta isla misteriosa –Martín miró a su alrededor–. No está en ningún mapa y emergió en medio del océano. Supongo que nuestros barcos chocaron con ella mientras salía del agua.

      —Quizás tu abuelo y mi padre se encontraron cuando recorrían los alrededores.

      —Es posible; tenemos que ir a buscarlos. Los vamos a encontrar más rápido de lo que pensamos –dijo, sin estar demasiado convencido.

      —De acuerdo, pero… ¿hacia dónde vamos? –Ella se paró y miró en dirección a la cima.

      Martín recordó que cuando descendió del barco en la base vio solo agua al final de las rocas. No había playa como ahora. Lo más probable era que Abu y el padre de Maite hubieran ido hacia arriba.

      —Debemos trepar –concluyó.

      Maite dudó. Le parecía que la cima estaba bastante lejos y el camino era muy empinado.

      Martín tomó la cuerda que llevaba en la mochila y pasó una de las puntas alrededor de la cintura de Maite. Hizo un nudo y repitió lo mismo con el otro extremo, pero esta vez se ató a sí mismo.

      —Si alguno de nosotros se cae, esto nos va a mantener unidos –dijo, y a continuación empezó a trepar por la montaña.

      La subida no les resultó fácil. El suelo era resbaladizo y bastante parejo. Salvo alguna que otra roca que sobresalía por sobre las demás, no había nada de qué aferrarse.

      Llevaban pocos minutos de ascenso cuando escucharon un grito que los hizo detenerse y alzar la vista. A escasos metros de la cima, una figura humana agitaba los brazos llamándoles la atención.

      El corazón de Maite dio un brinco de esperanza. ¿Sería su padre? Estaba muy lejos como para reconocerlo. Al parecer, se trataba de un hombre; vestía un pantalón oscuro y en la parte de arriba llevaba algo de color blanco.

      Martín no dudó. Ese no era su abuelo.

      —¿Es tu papá? –deseaba que la respuesta fuera afirmativa, pero ella todavía no lo identificaba.

      Al darse cuenta de que se habían detenido, el hombre volvió a gritarles.

      —¡No dejen de subir!

      De inmediato tomó un gancho con una cuerda y lo clavó en la roca. Cuando se aseguró de que estaba firme, ayudado por la soga, empezó a descender en dirección a ellos.

      —¿Es tu padre? –insistió el muchacho.

      —No. No es –se lamentó Maite.

      Martín se preocupó. Si no era el padre de Maite ni tampoco Abu, ¿qué hacía esa persona en la isla? ¿Estaría allí antes que ellos llegaran? ¿Y si era el responsable de la desaparición de ambos? En pocos minutos más los habría alcanzado. ¿Debían quedarse a esperarlo o tenían que escapar? No había muchos lugares a donde ir.

      —Subamos –dijo Maite.

      En un abrir y cerrar de ojos, tomó la delantera y avanzó hacia la cima.

      —Pero no sabemos quién es –protestó Martín.

      —Hace un rato tampoco sabía quién eras tú –respondió ella, con ironía.

      Martín no supo qué contestar. La decisión no le agradaba, pero no se le ocurría una idea mejor. Sin hacer más comentarios, siguió los pasos de su compañera.

      Mientras tanto, el hombre continuaba el descenso. No demorarían en encontrarse.

      Por más que lo intentaba, a Maite le costaba mucho avanzar. Tenía lastimados los dedos y algunas uñas se le habían roto. Martín no estaba en mejor situación; el cansancio y el calor del sol, lo hacían sentirse cada vez más débil.

      —¡Toma mi mano!

      La orden sorprendió a la muchacha. No había notado que estaba

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