E-Pack Jazmín Luna de Miel 2. Varias Autoras

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era el más salvaje. Oyó el sonido de una fiesta, el retumbar de la música y las risas, y aquello le recordó los motivos por los que adoraba aquel lugar. Rara vez había silencio. El puerto estaba lleno de lujosos yates y olía a dinero. Allí podían encontrarse todos los frutos de las grandes fortunas y Raúl, sin afeitar, desaliñado y terriblemente atractivo, se fundía perfectamente con aquel paisaje.

      Enrique, su chófer, le estaba esperando en el puerto. Raúl se montó en el coche, le saludó y permaneció en silencio mientras recorrían la corta distancia que los separaba de la filial marbellí de De la Fuente Holdings. No tenía ninguna duda sobre el asunto del que quería hablarle su padre, pero su mente volvió a lo que Kelly acababa de decirle. «Eso no te habría detenido antes». ¿Antes de qué?, se preguntó Raúl. ¿Antes de haber perdido el interés? ¿Antes de que Kelly hubiera dado por sentado que la noche del sábado tenía que ser una noche compartida?

      Raúl era una isla. Una isla con visitas frecuentes y fiestas famosas en el mundo entero, una isla de lujos infinitos que solo se permitía relaciones superficiales y había decidido no dejar que ninguna persona se acercara demasiado a él. No quería volver a sentirse responsable del corazón de nadie.

      –No tardaré mucho –le dijo a Enrique cuando el coche se detuvo.

      A Raúl no le apetecía aquel encuentro, pero su padre había insistido en que se vieran aquella mañana y quería terminar cuanto antes.

      –Buenos días –saludó a Ángela, la asistente personal de su padre–. ¿Qué estás haciendo aquí un sábado por la mañana?

      Normalmente, Ángela se marchaba todos los fines de semana con su familia, que vivía en el norte.

      –Estoy intentando localizar a cierto individuo que dijo que estaría aquí a las ocho –Ángela frunció el ceño.

      Ángela era la única mujer que podía hablarle abiertamente a Raúl. Cercana ya a los sesenta años, llevaba trabajando para la empresa desde que Raúl podía recordar.

      –He estado llamándote. ¿Es que nunca tienes el teléfono encendido?

      –Me he quedado sin batería.

      –Bueno, antes de que hables con tu padre, tengo que recordarte tu agenda.

      –Déjalo para más tarde.

      –No, Raúl. Yo ya estoy yéndome a mi casa más tarde de lo habitual, así que esto hay que arreglarlo ahora. También tenemos que encontrarte otra asistente personal y, preferiblemente, una que no te guste demasiado –Ángela no se dejó impresionar por la forma en la que Raúl entornó la mirada–. Raúl, tienes que recordar que dentro de varias semanas voy a disfrutar de un largo permiso. Si tengo que preparar a alguien, necesito empezar cuanto antes.

      –Entonces, elige tú a alguien –contestó Raúl–. Y tienes razón. A lo mejor es preferible que sea alguien que no me guste.

      –¡Por fin! –exclamó Ángela con un suspiro.

      Sí, Raúl había aceptado por fin que mezclar los negocios con el placer tenía consecuencias y que acostarse con su asistente personal a lo mejor no era una buena idea. ¿Qué demonios les pasaba a las mujeres?, se preguntó. ¿Por qué en cuanto conseguían meterse en su cama decidían que ya no podían continuar trabajando para él? Al cabo de varias semanas, exigían exclusividad, compromiso, algo a lo que Raúl, sencillamente, se negaba.

      –Ya he arreglado todos tus vuelos para esta tarde –le dijo Ángela–. No me puedo creer que vayas a ponerte una falda escocesa.

      –Estoy guapísimo con falda escocesa –Raúl sonrió–. Donald les ha pedido a todos los invitados que la lleven y ya sabes que yo soy escocés honorario.

      Era cierto. Había estudiado en Escocia durante cuatro años, quizá los mejores años de su vida, y conservaba las amistades que había hecho entonces. Excepto una.

      Endureció la expresión al pensar en su exnovia, que estaría aquella tarde en la boda. A lo mejor debería llevar a Kelly, o llegar solo y enrollarse con alguna de sus antiguas amantes, aunque solo fuera para irritar a Araminta.

      –Bueno, acabemos con esto cuanto antes.

      Comenzó a caminar hacia el despacho de su padre, pero Ángela le llamó.

      –Deberías tomarte un café antes de ir a verle.

      –No hace falta. En cuanto acabe con esto, me iré a desayunar al Café del Sol.

      Le encantaba desayunar en el Café del Sol, un café situado frente al mar en el que, si uno no era suficientemente atractivo, rápidamente le echaban. A la gente como él, ni siquiera la molestaban con las cuentas. Querían ese tipo de clientes, querían la energía que llevaban a un lugar como aquel. Pero Ángela insistió.

      –Ve a refrescarte y te llevaré un café y una camisa limpia.

      Sí, Ángela era la única mujer a la que le permitía hablarle de aquella manera.

      Raúl entró en su enorme despacho, en el que además de la zona de oficina, había un elegante dormitorio. Mientras se dirigía hacia el baño, miró la cama y sintió la tentación de tumbarse. Solo había dormido dos o tres horas la noche anterior. Pero se obligó a ir al baño y esbozó una mueca al mirarse en el espejo. Entonces, entendió que Ángela hubiera insistido en que se refrescara antes de reunirse con su padre.

      Tenía los ojos inyectados en sangre y la mandíbula cubierta por una barba de dos días. El pelo, negro azabache, le caía sobre la frente y tenía restos de lápiz de labios en el cuello.

      Sí, tenía el aspecto del playboy depravado que su padre le acusaba de ser.

      Raúl se quitó la chaqueta y la camisa, se lavó la cara, comenzó a afeitarse y le dio las gracias a Ángela cuando le dijo que le había dejado un café en el escritorio.

      –¡Gracias! –repitió, y salió del baño a medio afeitar.

      Posiblemente, Ángela era la única mujer que no se ruborizaba al verle sin camisa. Al fin y al cabo, le había visto con pañales.

      –Y gracias también por hacer que me arregle antes de ir a ver a mi padre.

      –De nada –sonrió–. Te he dejado una camisa limpia en el respaldo de la silla del despacho.

      –¿Sabes por qué quiere verme? ¿Voy a recibir otro sermón sobre mi obligación de sentar la cabeza?

      –No estoy segura –Ángela se ruborizó–. Raúl, por favor, haz caso de lo que te diga tu padre. Este no es momento para discusiones. Tu padre está enfermo y…

      –El hecho de que esté enfermo no implica que tenga razón.

      –No, pero se preocupa por ti, Raúl, aunque no le resulte fácil demostrártelo. Por favor, hazle caso… Le preocupa que te enfrentes solo a determinadas cosas –se interrumpió al ver que Raúl fruncía el ceño.

      –Creo que sabes perfectamente a qué viene todo esto.

      –Raúl, solo te estoy pidiendo que le escuches. No soporto oíros discutir.

      –Deja de preocuparte –le pidió Raúl con

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