Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez

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Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez Trilogía de Vidar

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BMW y se acercó hasta él—. ¿Qué hay de nuevo?

      —El vehículo de su hijo no ha salido del recinto esta noche.

      —¿Cómo que no ha salido del recinto? —preguntó John Everton con extrañeza—. ¿A qué te refieres?

      —Pues que todavía sigue estacionado en su plaza.

      —¿Y Brian...?

      —No lo hemos visto. De hecho, ningún trabajador lo ha visto. Hemos preguntado en el Departamento de Producción y nos han dicho que Brian, ayer, no pasó por allí en todo el día. La última persona en fichar de Recursos Humanos asegura que Brian estaba en su despacho cuando ella terminó su jornada a las seis de la tarde. El resto de los departamentos tampoco tienen constancia de su presencia.

      —¿Las cámaras? ¿Podemos ver las cámaras que enfocan en la zona de los directivos?

      —La cámara que en teoría debe grabar hacia ese objetivo, no funciona.

      —¡Maldita sea! ¿Puedes explicarme para qué coño estoy pagando un servicio de seguridad, si hay cámaras de videovigilancia que están estropeadas?

      —Pues, yo...

      —¿Por qué no me habéis avisado antes de su desaparición?

      —Bueno, hemos pensado que su hijo volvería durante el transcurso de la noche y...

      —Pues ya ves que no está aquí. ¿No habéis aprendido nada de la muerte de Gabriel?

      —Lo siento, señor. ¿Quiere qué avisemos a los Mossos d’Esquadra?

      —No, no llaméis a nadie. Toma. —Le entregó las llaves del BMW. El vigilante las cogió, sorprendido—. Apárcame el coche y buscad una imagen donde aparezca mi hijo.

      Sin esperar una contestación, se alejó caminando a grandes zancadas hasta la puerta principal.

      Mientras subía las escaleras, a toda prisa, sacó el móvil del bolsillo de la chaqueta e hizo una llamada.

      —Inspector Carrasco —respondió.

      —Diego, soy yo —dijo con nerviosismo.

      Enseguida se dio cuenta de quién era la persona que estaba al otro lado de la línea.

      —Sabes que no podemos hablar... y menos por teléfono. Quedamos en eso hace mucho tiempo, ¿ya no te acuerdas?

      —Sí.

      —¿Y entonces? Debería colgarte ahora mismo.

      —No me cuelgues, te lo ruego.

      —¿Por qué no?

      —Porque han secuestrado a mi hijo.

      Diego Carrasco frunció el ceño.

      —¿Cómo has dicho?

      —Han secuestrado a Brian.

      —¿Estás seguro de lo que estás diciendo?

      —Sí.

      —¿Has avisado a emergencias?

      —Todavía, no. Quería hablar contigo primero. Sé que estás supervisando personalmente la investigación, para esclarecer cuanto antes el asesinato de Gabriel.

      —Así es. ¿Cuándo ha ocurrido?

      —No tengo ni idea. Supongo que ayer por la tarde. Cuando he llegado esta mañana, el vigilante de seguridad me ha dicho que el coche de Brian no se ha movido de aquí en toda la noche. Tampoco lo han visto salir por la puerta.

      —¿Cabe la posibilidad de que se haya ido con alguien de la empresa? Puede que Brian tenga alguna amiga especial y que, simplemente, esté con ella ahora mismo.

      —Conozco muy bien a mi hijo. Nunca se iría de aquí sin su coche.

      —¿Qué hay de las cámaras de videovigilancia?

      —La mitad de ellas no están operativas. Y, sinceramente, no lo entiendo. Tendrían que funcionar perfectamente. No hace ni un año de la última revisión.

      Diego Carrasco notó angustia en su voz.

      —Debes mantener la calma.

      —¿Mantener la calma? Alguien ha entrado en mi propiedad y se ha llevado a mi hijo. —Hizo una pequeña pausa—. Tenéis que encontrar a Brian... con vida.

      —Si estás tan seguro de que no se ha marchado voluntariamente, llama ahora mismo al 112. Si procede, la Unidad de Investigación se hará cargo.

      Por primera vez en muchísimo tiempo, John Everton estaba asustado. El teléfono de su hijo estaba apagado y saltaba el contestador. Sabía que estaba saliendo con una operaria del Departamento de Producción llamada Mar García. Desde su ordenador, podía acceder a una base de datos que le permitiría saber qué trabajadores estaban en el turno de mañana. Así que lo encendió y repasó la lista alfabética. En cuanto llegó a la letra G y vio su nombre, se levantó de la silla y salió del despacho a toda prisa.

      Marek abrió el cajón, sacó una fotografía del interior y la puso sobre la mesa. Después, habló:

      —John Everton; sesenta y cuatro años; empresario; residente en Barcelona.

      Xavi no entendía en absoluto qué demonios estaba pasando en aquella habitación.

      —¿Qué tiene que ver este señor conmigo? —preguntó, intrigado.

      —Necesito que hagas un trabajito para mí —se limitó a responder Marek.

      Xavi se quedó en silencio, absorto en sus pensamientos. En su cabeza, poco a poco, comenzó a unir cabos y barajar diversas hipótesis, para tratar de dilucidar cuanto antes el tipo de encargo al que tendría que enfrentarse. Ciertamente, todo este asunto le olía muy mal.

      —Quiero que te incorpores al equipo de mi hermano Jósef —prosiguió—. Le ayudarás en el seguimiento de ese hombre y, cuando llegue el momento oportuno, os encargaréis de dar con él. —Posteriormente, se tomó una pausa de unos segundos antes de continuar—. Bien. Una vez retenido y puesto a cubierto, quiero que lo llevéis a un lugar apartado, seguro, donde nadie consiga encontrarlo ni tampoco se puedan producir visitas inesperadas. Te quedarás con él, lo vigilarás y esperarás mi llamada. —Hizo una pequeña pausa—. Bueno, Xavi —lo miró fijamente a los ojos. Entonces, una risita macabra salió de sus labios y, después, con una voz tan grave y poderosa que podría haber intimidado al personaje más farruco, agregó—: No creo que sea necesario tener que ser más explícito, ¿verdad?

      Xavi tragó saliva y un escalofrío recorrió cada parte de su cuerpo.

      —Esto me viene muy grande, Marek. Lo siento... yo... no... no puedo hacer lo que me pides. De ninguna manera.

      —No te lo estoy pidiendo.

      Xavi no dejaba de menear la cabeza de un lado al otro.

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