Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez страница 13
—¿Interrogó a algún sospechoso?
—Alberto Mora. Pero tuvimos que descartarlo. La noche del crimen trabajó en una discoteca como portero, hasta altas horas de la madrugada.
—Veo que se acuerda.
—Así es. Interrogamos a mucha gente. Hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance.
—Pero no fue suficiente.
Diego Carrasco asintió con resignación.
—Por desgracia, no —lamentó—. El hermano pequeño siempre mantuvo que vio a un hombre llevarse a Ariadna en un todoterreno.
—¿Me está diciendo... que fue testigo del secuestro?
—Sí, eso es lo que afirmó. Y yo le creo.
El sargento Ruiz se quedó en silencio unos segundos, perplejo.
—¿Y la familia? ¿Cómo afectó a la familia de Ariadna?
Diego Carrasco esbozó una leve sonrisa.
—Veo que tiene especial interés en el caso, sargento. Y no me extraña. La triste noticia se hizo eco en televisión y acaparó todas las portadas de los periódicos, a principios de los noventa. La aparición de un violador en serie causó mucho daño al Cuerpo Nacional de Policía. La gente reclamaba a gritos justicia. Querían la cabeza del responsable. Y, desgraciadamente, no pudimos apresarlo. —Bebió un trago del vaso de agua—. Respecto a la familia Badía-Nogués... los padres de Ariadna no aguantaron la presión mediática a la que fueron sometidos, vendieron la casa y se marcharon a vivir a las afueras de Barcelona.
—¿Ha vuelto a tener contacto con los padres de Ariadna?
—No.
—¿En serio?
—Hasta el día de hoy no he mantenido comunicación con ninguno de ellos. Tampoco con su hijo. Supongo que, ahora, será un hombre hecho y derecho. Me atrevería a decir que hasta tendrá su propia familia. Pero, claro..., es hablar por hablar.
—¿Qué piensa sobre el posible paradero del homicida?
—Eso es muy difícil de responder. Quizás el asesino haya pasado a mejor vida o puede que esté esperando el momento perfecto para volver a cometer un crimen. Nunca se sabe lo que puede pasar por la mente de un psicópata.
Aitor Ruiz se quedó en silencio y se recostó en su silla.
Diego Carrasco miró hacia la ventana.
7
Al cabo de un par de días, el teléfono del Departamento de Recepción de Everton Quality sonó a las siete y cuarto de la tarde. Una chica con el pelo recogido, que trabajaba como auxiliar de servicios, se hizo cargo de la llamada. Ahora mismo se encontraba sola, muy entretenida, jugando a un sudoku.
—Buenos días. Está llamando a Everton Quality. Mi nombre es Ruth. ¿Qué desea? —se presentó sin ganas, de forma muy mecánica, como si estuviese hasta el moño de repetir las mismas frases, día tras día.
—Buenos días. Deseo hablar con Brian Everton, por favor.
—¿Me puede indicar su nombre? —preguntó la recepcionista.
—Claro que sí —dijo; entonces, se lo inventó—: Norberto Azcona. Soy el responsable de la empresa de limpieza que tienen contratada.
En lugar de preguntarle el motivo de su llamada, la chica obvió esta directriz y le pasó, directamente, con Brian Everton.
—Muy bien. No se retire.
En ese momento, una melodía a modo de música de espera sonó durante, aproximadamente, unos cinco segundos.
Brian respondió a la llamada.
—¿Diga?
—Hola, pedazo de mierda.
Brian frunció el ceño.
—¿Disculpe? ¿Cómo me ha llamado?
—Ya veo que no eres tan chulo por teléfono, ¿me equivoco?
Brian intentó mantener la calma.
—Lo siento, pero si no me dice quién es, voy a tener que colgar.
—No; todavía no cuelgues.
—¿Por qué?
El hombre golpeó varias veces, con el puño, lo que parecía ser el capó de un automóvil.
—¿Escuchas? Estoy en tu coche, cabrón.
Brian carraspeó y luego habló.
—¿Pretende que me lo crea?
—Porsche 911, azul oscuro, plaza siete.
Brian suspiró.
—Está bien, ¿qué quiere?
El tipo del otro lado de la línea se echó a reír a carcajadas.
—Destrozarlo.
De pronto, un fuerte estruendo de cristales rotos retumbó en sus oídos. Brian se sobresaltó, se levantó bruscamente y salió del despacho, con el teléfono inalámbrico pegado a la oreja. A continuación, atravesó el Departamento de Recursos Humanos y empezó a bajar por las escaleras. El corazón se le iba acelerando, cada vez más.
—Le aseguro que como sea verdad lo que está diciendo...
—¿Qué?
—Se arrepentirá, no le quepa la menor duda.
El hombre no contestó.
—¿Oiga? ¿Sigue ahí?
Pero continuaba sin responder.
Nervioso, Brian Everton siguió bajando las escaleras. De repente, volvió a escuchar más golpes, más cristales rotos.
Mientras tanto, el hombre conectó el manos libres y se guardó el móvil en el bolsillo. Cogió un bate de béisbol y siguió aporreando el vehículo con contundencia.
—¿Me oyes, ahora? —le preguntó a Brian, desafiante—. ¡Baja si tienes huevos! ¡Vamos!
Brian aceleró el paso.
—¿Te crees muy listo? No. Claro que no. Debes de ser el típico gilipollas al que yo pegaba en clase; ¿o te robaba el bocadillo a la hora del recreo? Dímelo, ¿eres uno de ellos?
Llegó a la planta baja, cruzó el largo pasillo y se apresuró a salir por la puerta.
Ya fuera, echó un vistazo a su alrededor y, luego, caminó hacia las plazas