Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez страница 9
Se despidió de Óliver y se quedó allí mismo, quieto como una estatua, esperando a que alguien viniera a recogerle. Cinco minutos después, un Mercedes Clase S Berlina plateado, con los cristales tintados, se detuvo frente a él, en el lateral de la calle. Se montó en la parte trasera y el vehículo reanudó la marcha.
El inspector del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur aceptó recibirle a la una del mediodía en su despacho.
El encuentro con Diego Carrasco se tradujo en una conversación tirante y en ocasiones molesta, en la que, al principio, el hermano de Gabriel Radebe se mostró cauto y respetuoso; pero luego, a medida que avanzaba el diálogo, exhibió sus imposiciones, como si estuviese tratando con alguno de sus empleados. Quiso saber el número exacto de efectivos que estaban llevando a cabo la investigación; exigió celeridad en la búsqueda de pruebas; pidió conocer al mando policial que estaba a cargo de la Unidad de Investigación del Grupo de Homicidios; reclamó respeto por su familia y reivindicó su derecho a la intimidad, solicitando varias veces que no se produjeran filtraciones externas de ningún tipo a la prensa sensacionalista. En algún que otro momento del coloquio, Aamil Radebe se emocionó y ello provocó que no pudiese evitar que alguna lágrima brotara de sus ojos. Por su parte, el inspector Carrasco intentó ser lo más comprensivo posible con aquel hombre, pero, a los cinco minutos de conocerle, se dio cuenta de que sería una persona difícil de tratar. En cuanto a los efectivos, prefirió omitir cuántos agentes se encargarían de investigar el asesinato de su hermano; primero, porque creyó que era una información que solo le concernía a él y a la propia Unidad; y, segundo, porque conocer ese detalle sería irrelevante para el desarrollo de la investigación. Con respecto a las filtraciones, le explicó que existía un mínimo riesgo de que eso ocurriera, puesto que él no podía controlar a cada uno de sus agentes estando fuera de servicio. Sobre conocer al sargento Ruiz, el inspector le indicó que primero hablaría con él y si estaba de acuerdo, por su parte, no habría ningún problema.
Aamil Radebe demostró ser un hombre intimidante. Una persona que, en el día a día, muy pocas veces le solían llevar la contraria. Y, sobre todo, que estaba acostumbrado a mandar con mano de hierro; que las cosas se hacían a su manera y de ninguna otra.
Aunque el inspector Carrasco no imaginó, ni por asomo, lo que acabaría escuchando a continuación:
—Inspector, podría disponer de los mejores investigadores privados mañana mismo. Quiero que echen una mano a su equipo. Podríamos llevar la investigación conjuntamente y...
—Parece que no nos hemos entendido bien, señor Radebe —le interrumpió el inspector con el ceño fruncido—. Siento muchísimo la muerte de su hermano, de verdad, pero como es evidente, no puedo dejar que gente ajena al cuerpo de los Mossos d’Esquadra participe en una investigación en curso. Tendría que ser un juez, y repito: solo un juez, quien autorizase que su equipo de detectives privados pudiera cooperar en esta investigación. Actualmente, tengo que informarle que nuestra legislación no permite que ninguna agencia de seguridad privada lleve una investigación de forma equidistante a la de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. En este caso, como Policía de la Generalitat de Catalunya, también gozamos de la competencia exclusiva para investigar esta clase de hechos delictivos. ¿Entiende lo que quiero decir?
—Gabriel ha sido asesinado en extrañas circunstancias, en su propio domicilio. ¿Piensa que mi familia va a quedarse de brazos cruzados?
—No soy quién para decir a nadie lo que tiene que hacer con su vida privada. Lo único que le pido a usted, como portavoz de su familia, es que les convenza para que no se entrometan en nuestro trabajo y dejen trabajar al Grupo de Homicidios. Le aseguro que son grandes profesionales y harán todo lo posible por averiguar qué ha sucedido.
Aamil Radebe se mantuvo en silencio durante unos segundos.
—Está más que claro lo que ha sucedido, inspector.
—No me malinterprete. Haremos lo que esté a nuestro alcance para encontrar a los responsables.
Aamil Radebe observó al inspector con cara de circunstancia, tremendamente serio, como si no estuviese muy convencido de ello.
—Bueno, inspector, creo que le dejaré trabajar tranquilo. Supongo que tendrá muchas cosas que hacer —se levantó del asiento. El inspector Carrasco también se puso de pie—. Gracias por atenderme en su despacho. Ha sido muy amable.
El inspector Carrasco esperó a que el hombre hiciera el ademán de estrecharle la mano para intentar apaciguar la tensión existente entre ellos, pero no lo hizo. Se dio la vuelta y se dispuso a salir del despacho.
—Espere un momento —repuso el inspector—. Deje que le acompañe.
El hombre se mostró distante.
—No se moleste. Conozco el camino de vuelta —abrió la puerta y salió del despacho, dejándola entreabierta.
El inspector Carrasco se encogió de hombros, sin saber muy bien qué hacer. Por un momento, se le pasó por la cabeza salir al pasillo e ir en su busca. Luego, recapacitó y se echó atrás.
«¿Llevar la investigación conjuntamente?», pensó en lo que había dicho Aamil Radebe. «¡Y una mierda!», —gritó súbitamente su mente—. «Estos millonarios se piensan que pueden llegar aquí como Pedro por su casa y encima dar órdenes».
Se acercó hasta la puerta y la cerró correctamente. Luego, volvió a acomodarse en su silla.
5
A las cinco y media de la tarde, Artur Capdevila se dirigió hacia La Universidad, situada en el noreste de Barcelona.
La Universidad era un selecto club social, sin ánimo de lucro, donde solían reunirse antiguos alumnos de las diferentes universidades de la ciudad de Barcelona, para fumar marihuana o hachís. Era exclusivo para socios. Nadie más podía tener acceso: ¡absolutamente nadie!
Era un círculo muy cerrado y para lograr entrar en él, se había de tener obligatoriamente los estudios universitarios terminados. Daba igual el tipo de grado y no se admitía a repetidores. Además de esto, un socio del club debía avalar la entrada de un nuevo miembro para demostrar, primero, que efectivamente era consumidor de cannabis y, segundo, que era una persona de fiar y no un buscapleitos. Por otro lado, y no menos importante, la persona que quisiera pertenecer a La Universidad no podía tener antecedentes penales de ningún tipo.
A la hora de fumar en el interior de la sala, los socios tenían terminantemente prohibido traer su propia mercancía al club, ya que era La Universidad la que se encargaba de distribuir el cannabis a los mismos.
El proceso de alta era como en cualquier otro negocio en el que se tuviese que facilitar los datos personales, para poder permitir la entrada al mismo, como en un gimnasio o una escuela de baile. Se fijaba una cuota mensual al socio y otra de tipo anual, en el momento que quisiera renovar.
Artur tenía una cita con un contacto que podría hacerle el favor de introducirlo en ese mundo, así que aprovecharía la oportunidad. Conocía de vista al socio fundador, pero nunca habían intercambiado una palabra.
Así pues, y sin perder tiempo, entró dentro del local.
La Universidad pretendía ser el Rolls-Royce entre los clubs cannábicos de todo el país. Era una inmensa sala diáfana, en forma de «L», que trasladaba a sus integrantes a un mundo de color y fantasía, con influencias