Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez

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Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez Trilogía de Vidar

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—dijo John, resignado—. Autorizaré las gestiones pertinentes para que puedas trabajar sin presiones. —Luego, miró a su hijo, pero al ver su rostro cabizbajo y enojado, prefirió no decirle ni una sola palabra—. Ahora, si me permitís. —Dio un par de golpecitos en la mesa, y luego, sin más preámbulos, se levantó de la silla y abandonó la sala.

      Obviamente, Óliver sabía que le había golpeado donde más le dolía. Pero fue necesario dar un golpe de efecto, para poder reconducir la tensa situación y llevarla al punto que más le interesaba. ¿Hubiera sido capaz de concertar una cita con los sindicatos a espaldas de los demás socios? Seguramente no hubiese tenido el valor.

      Por suerte para él, no tuvo que comprobarlo.

      Este tanto tenía marcado su nombre.

      Brian Everton salió de su despacho y avanzó por el Departamento de Recursos Humanos a paso ligero. Ni siquiera se paró a saludar a los empleados que se encontraban allí trabajando. Salió del departamento y caminó escaleras arriba para reunirse con su padre. Estaba furioso. Realmente furioso.

      Todavía no se le había borrado de la cabeza la humillación sufrida a manos de Óliver. Se sintió ridículo, utilizado como un puto sparring. Para colmo, la negociación resultó ser un tremendo fiasco de principio a fin. Lo peor para él fue la poca resistencia que ofreció su padre contra las malas artes de Óliver. ¿Por qué no se rebeló? ¿Influyó tanto la decisión de Gabriel? Resultaba patente que necesitaba respuestas.

      Brian entró dando un portazo.

      —¿Qué ocurre, Brian? —preguntó John Everton, al ver entrar a su hijo de esa manera.

      —Lo sabes perfectamente.

      —Si vienes a pedirme explicaciones sobre lo que pasó en la reunión, ya dije lo que pensaba.

      —¿Vas a permitir que se salga con la suya? —preguntó Brian, en un tono enfadado.

      —Es mejor esperar, hijo.

      —¿Esperar? No podemos permitirnos el lujo de que Óliver gane terreno de esta manera. ¿Qué va a ser lo próximo? ¿Venderle parte de nuestras acciones para que pueda tener una participación superior a la nuestra? ¡Hay que hacer algo!

      —Ahora mismo no podemos mover ni un dedo. Sé que es difícil para ti, Brian, pero debes comprender lo que está sucediendo.

      Brian tragó saliva.

      —No hay nada que comprender —dijo—. Es tu decisión, pero espero que no tengamos que arrepentirnos dentro de un tiempo.

      —A mí tampoco me gusta todo esto. Óliver ha sabido jugar bien sus cartas, y Gabriel se ha puesto de su parte. Supongo que lo ha hecho porque ha entendido que era lo mejor para la empresa. No puede haber otra explicación. Aunque nunca me lo hubiese esperado de él. Gabriel y yo siempre hemos tomado las decisiones conjuntamente. Esta vez también contaba con su apoyo. En fin, tendré que resignarme y mirar para otro lado. Cuando anunciemos la producción del nuevo modelo junto a Neissy, me gustaría que seas tú, en nombre de Everton Quality, el que se encargue de la presentación y se haga las fotos de rigor junto a ellos. No quiero exponerme en público. ¿Me harás ese favor?

      Brian asintió con la cabeza.

      Xavi García y Artur Capdevila se encontraban en L’Hospitalet de Llobregat, en un estudio que tenían alquilado desde hacía medio año. Era una planta baja de cincuenta y cinco metros cuadrados, que comunicaba con el exterior de la calle. Constaba de cocina americana, suelos de parqué y calefacción. La habitación más pequeña era usada a modo de despacho. En el centro, había una mesa rectangular de roble macizo, en la que había un cenicero en forma de hoja de marihuana, dos calculadoras, un paquete abierto de 500 hojas de DIN A4 y una bolsa transparente, repleta de bolígrafos azules.

      Los dos amigos coincidieron en la etapa de secundaria, a la edad de catorce años. En esa época, Xavi era un chico deportista que jugaba en el equipo de fútbol del barrio, no fumaba tabaco y, por supuesto, nunca había visto a nadie liarse un porro. Era inteligente, aunque no de los más brillantes de la clase, y sus notas rondaban entre bien y notable. Por su parte, Artur estudiaba en la clase de al lado, odiaba a rabiar la asignatura de educación física —siempre la suspendía— y era considerado como el empollón del curso. A decir verdad, no se esforzaba demasiado en clase porque le aburría, pero los exámenes siempre los bordaba con excelentes resultados.

      Con el paso de los años, Xavi decidió estudiar formación profesional y Artur fue a la universidad, aunque empezaron a frecuentar las calles más de la cuenta y a juntarse con “personas poco recomendables”. Jamás robaron ni agredieron a nadie, como sí otros conocidos suyos, que únicamente dedicaban su tiempo a hacer el gamberro. En determinado momento, se dieron cuenta de que no tenían nada que ver con esa gente y desaparecieron del barrio.

      A Ánder Bas, un camello de cierta relevancia del distrito de Les Corts, lo conocieron en una discoteca situada en el Paseo Marítimo de Barcelona. Xavi congenió con él a las mil maravillas; con Artur fue diferente y no hubo mucho feeling. Además, Artur, desde muy pequeño, había demostrado un comportamiento antisocial, y puede que eso influyera un poco. De vez en cuando, saltaban chispas entre ellos y Xavi tenía que hacer de mediador para evitar males mayores. Y es que, Ánder Bas era un provocador como la copa de un pino; en repetidas ocasiones, invitaba a Xavi a cubalibres y a Artur lo dejaba en la estacada; y cada fin de semana, inscribía a Xavi en su lista VIP, para que pudiese acceder a las mejores discotecas de la ciudad y se «olvidaba» de Artur.

      Aunque para los negocios era otro cantar.

      Cuando pasó el tiempo suficiente, Ánder Bas les propuso sacarse un dinero extra a cambio de que vendieran hachís para él. Ellos se miraron y aceptaron en cuestión de segundos. Comenzaron con medio kilo, para ver qué tal se desenvolvían, y demostraron predisposición para vender el material en muy poco tiempo. Ánder Bas se alegró enormemente y, sin dudar un solo instante, decidió apostar por ellos.

      Quizás, si Ánder Bas lo hubiese sabido, no les hubiera dejado tanta autonomía; pero eran tan efectivos, que hubiese sido un completo imbécil si dejaba escapar la oportunidad de enriquecerse todavía más. Ante los suyos no quiso reconocerlo, pero en el fondo lo vio venir. Siempre ocurría lo mismo. Cuando alguien destacaba por encima del resto y tenía carisma, automáticamente se convertía en un problema.

      Por desgracia para él, Marek, el jefe de la organización, quiso conocer a Xavi García. Se trataba de un hecho insólito: nunca mantenía contacto con ningún colaborador externo de bajo nivel. Sin duda, había visto algo en Xavi García que no había visto en otros, y eso no le inspiraba ninguna confianza.

      Xavi acudió a la cita una semana más tarde.

      Cuatro Plantas1 estaba situado en el distrito de Sants-Montjuïc. El suburbio donde vivía aquel tipo era, prácticamente, una recta de casi dos kilómetros, y solo tenía un supermercado que abastecía a todos sus habitantes. No había tiendas, restaurantes ni ningún otro negocio para que su gente pudiese prosperar. Únicamente, se había permitido montar un bar y un taller mecánico, y era propiedad de una sola familia.

      El barrio estaba mal iluminado y no porque careciese de farolas, sino porque la mayoría de ellas estaban rotas o no disponían de bombillas. De día no era problema, pero de noche era otra historia; si los habitantes no se desplazaban con una linterna, difícilmente podían gozar de una pizca de visibilidad. La escuela estaba casi al final del barrio y solo impartía clases de primaria, en un triste

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