Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez
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Decían que era un tipo que se enfadaba con suma facilidad y que no dudaba en sacar el arma a la primera de cambio. De hecho, en una ocasión, uno de sus matones le avisó de que un hombre le había quitado el aparcamiento (que no era suyo, por cierto). Bajó las escaleras pistola en mano, lleno de rabia, mientras el pobre hombre cerraba su vehículo. En cuanto le vio, el hombre entendió que mejor aparcaría en otro lado. Volvió a meterse dentro, encendió el motor y se alejó de allí a toda prisa.
Aunque Xavi no tuvo que comprobar su «mal genio».
Marek le abrió las puertas de su casa y se pasó regalándole los oídos casi las dos horas que duró el encuentro. Con un estilo facineroso, a lo cine de gánsteres, le remarcó que el trabajo bien hecho sería recompensado. Xavi asintió con la cabeza, mientras lo miraba intimidado, con verdadero respeto.
A partir de aquel día, se convirtió en su protegido. Los primeros meses, Xavi y Artur tuvieron que trabajar a destajo, para demostrar de lo que eran capaces. Por suerte, ambos se defendieron bastante bien.
Ánder Bas tuvo que aceptarlo, pero no estaba conforme con aquella situación. Para colmo, su peso en la organización fue disminuyendo paulatinamente mientras veía cómo Xavi y su amigo se llevaban todos los honores. La rabia lo consumía por dentro.
3
Tres semanas más tarde de la reunión de la Junta General de Accionistas, la cadena de montaje del nuevo modelo de Neissy ya estaba instalada en la fábrica de Everton Quality. Se trataba de dos líneas de producción de gran envergadura; la primera se encargaría de fabricar los asientos delanteros y, la segunda, un poco más reducida en tamaño, de los asientos traseros. Durante ese tiempo, se llevó a cabo el proceso de selección de personal a cargo de Brian Everton, aunque Óliver Segarra también quiso involucrarse. De ese modo, la tarea de entrevistar a los candidatos se hizo mucho más amena y eficiente.
Óliver era consciente de que, durante muchísimo tiempo, los sindicatos habían estado detrás de un tanto por ciento de las contrataciones. Eso quería decir que tenían una larga lista de posibles candidatos y, en un momento dado, podrían entregar a la empresa los nombres de las distintas personas que querrían enchufar. Sin embargo, no veía con buenos ojos que se siguiera llevando a cabo esta práctica y decidió cortar por lo sano. La respuesta de los sindicatos fue conjunta y enérgica, pero no hubo nada que hacer. El 100% del personal fue escogido sin interferencias. Creía firmemente que restaba poder de decisión a la empresa y, bajo su criterio, no lo podía consentir. Estaba de acuerdo en que los sindicatos debían luchar por los derechos de los trabajadores. De hecho, él era el primero que velaba por sus intereses, pero cada uno tenía que conocer cuál era su sitio en la compañía. De igual manera, el proceso sería más transparente y daría las mismas oportunidades a todo el mundo que quisiera participar. No era lo mismo enviar un currículum a una empresa que estaba abierta a conocer nuevos talentos, que enviarlo a una donde sus empleados eran supuestamente escogidos a dedo.
Los siete días siguientes, y de manera consecutiva, se lanzaron las primeras unidades de prueba. Directivos de Neissy estuvieron cada uno de esos días vigilando que el producto saliera a su gusto. Fueron días un tanto caóticos y de muchos nervios, pero, al final, dieron el visto bueno.
Los meses de verano fueron pasando, uno tras otro. Su único hijo, Tony, de diez años, y que atesoraba un gran parecido con él, regresó a la escuela e inició quinto de primaria. Ese año, Óliver Segarra y su familia no pudieron disfrutar de las buenas vacaciones a las que estaban acostumbrados. Ciertamente, desde hacía un lustro, solían viajar a bordo de un crucero que daba la vuelta al mundo. El viaje solía durar entre veintiocho y treinta y dos días, dependiendo del destino a elegir. Alicia, su mujer, prefería coger la primera escala, lejos de España, aunque tuvieran que ir hasta Los Ángeles, si ello significaba que el regreso les dejaba, relativamente, a la vuelta de la esquina, como los puertos de Cartagena, Saint Tropez o Civitavecchia. En lugar del viaje de ensueño, se “conformaron” con una estancia de diez días, en uno de los mejores hoteles de Benalmádena; aunque, igualmente, lo pasaron en grande.
Una noche a mediados de septiembre, al salir por la puerta de un bar de copas de la calle Aribau, Brian Everton vio a una mujer muy exuberante de casi metro setenta, y de unos veintisiete años, junto a una motocicleta. Se llamaba Mar García y daba la casualidad de que trabajaba en Everton Quality. Tenía el cabello negro y liso enroscado en un moño y la piel blanca, suave como el terciopelo. Vestía una chaqueta fina encima de la camiseta de rayas, un tejano rojo muy ajustado y unos botines negros.
Brian se quedó un par o tres de minutos en el mismo sitio, observando sus movimientos. Se había fijado en ella, desde el preciso instante que la vio entrar por la puerta de su despacho, el día que le hizo la entrevista. Aunque la tentación apremiaba, nunca había intentado un acercamiento... Hasta esa noche.
—¿Va todo bien?
Ella se volvió y lo reconoció enseguida.
—Parece que hoy no es mi día —respondió malhumorada—. La moto no quiere arrancar. ¡Oh, mierda! —Se quedó pensando un momento—. Tenía que ir a casa de mis padres.
—¿Estás sola?
—Mis amigos acaban de irse.
Brian se mostró pensativo.
—¿Tus padres viven muy lejos de aquí? —preguntó.
—En el centro de El Prat.
—Puedo hacerte un hueco en mi coche, si quieres.
—No hace falta que te molestes, de verdad.
—No es ninguna molestia. Además, ¿cómo tenías pensado ir hasta allí?
—Pensaba coger un taxi —contestó.
—Tengo el coche ahí mismo —dijo señalando el aparcamiento de la acera de enfrente—. Podrías dejar tu moto sin problema. Conozco al dueño y no pagarías un solo euro.
Ella lo miró con incredulidad.
—Te lo juro —se apresuró a decir Brian, con una sonrisa.
Mar consultó la hora de su reloj.
—Vale —accedió, pensándolo mejor.
—Pues vamos —sugirió Brian.
Ella quitó el caballete con el pie, asió las empuñaduras de la moto y, lentamente, se dirigieron hacia el paso de peatones.
A la mañana siguiente, Diego Carrasco, inspector del Área Territorial de Investigación de la Región Policial Metropolitana Sur, se personó en el lugar de los hechos. El hombre tenía el pelo blanco y elegantemente peinado, y llevaba un traje gris marengo, con una corbata azul marino. Un agente uniformado custodiaba en esos momentos la puerta de entrada.
—¿Ha llegado el sargento Ruiz? —preguntó.
El agente asintió con la cabeza.
—Sí, inspector. Está dentro, junto con el cabo Alberti