Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez
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Brian tragó saliva.
—No quiero ni imaginarme lo que hubiera pasado —manifestó.
—Pues que hubiéramos tenido que cerrar —dijo su padre sin tapujos—. Quizás, ahora no, pero probablemente sí, dentro de un par de años. Es por esto por lo que no veo tan disparatada la idea de Óliver.
Brian odiaba a Óliver y todo lo que estuviera relacionado con su persona, hasta las propuestas que salían, de vez en cuando, por su boca; aunque dichas propuestas fuesen positivas para Everton Quality. Era indiferente. La cuestión estaba en hacerle la puñeta de cualquier forma. No soportaba que fuese más inteligente que él. No entendía que ahora llevase la voz cantante ni que su padre le hiciera más caso a él, que a su propio hijo.
Pensó, por un momento, en las consecuencias que hubieran derivado de no producir los asientos de un nuevo modelo. Las deudas se hubiesen hecho notables con el paso del tiempo, provocando una terrible situación de insolvencia, que se traduciría en la presentación de una solicitud de concurso de acreedores. Y no solo eso. Todo lo que vendría después. Tendrían que vender toda la maquinaria, dar salida al stock por un precio irrisorio. Plantearse vender el terreno o ponerlo en alquiler. Hasta hubieran tenido que hacer frente a una indemnización millonaria para los trabajadores que componían la plantilla de Everton Quality. Y lo peor de todo, la empresa que había fundado su padre, con el sudor de su frente, desaparecería. Volvió a tragar saliva ante la gravedad de esa imaginaria situación. Le costaba reconocer el trabajo de Óliver, pero puede que su padre tuviese razón, aunque no se lo diría ni a él ni a su padre.
—¿Qué vas a hacer esta tarde? —preguntó John Everton.
Brian miró a su padre y no pudo evitar sonreír.
—He quedado con una amiga para comer —respondió—. Supongo que luego iremos al cine. Me gusta de verdad. En realidad, llevo saliendo con ella casi cuatro meses.
—Es una gran noticia, hijo.
—Gracias —dijo. Luego, consultó el reloj. Eran las doce menos cuarto de la mañana—. Voy a intentar terminar el trabajo que tengo atrasado en esta hora y cuarto que me queda.
—Está bien —dijo John Everton.
Se dio la vuelta y caminó hacia su despacho, no sin antes dar un rodeo para pasar un momento por el Departamento de Producción. Al comprobar que la jornada estaba marchando sobre ruedas y que todo el personal estaba donde tenía que estar, Brian soltó una sonrisa pícara, llena de alborozo y satisfacción.
Diego Carrasco y el sargento Ruiz se encontraban sentados en el despacho del primero, envueltos en un entorno silencioso y reposado, uno enfrente del otro. El inspector le observaba con detenimiento. Aitor Ruiz tenía en la mano un recorte de periódico que databa del año 1989, que hacía mención del asesinato de una joven llamada Ariadna Badía.
—¿Tiene ganas de hablar sobre ello? —preguntó el sargento.
—Quizás sea el momento de hacerlo —dijo, con una sonrisa.
Aitor Ruiz dejó el recorte encima de la mesa.
—Ha pasado mucho tiempo, inspector.
—Nunca el suficiente para poder olvidarlo.
El sargento Ruiz notó la tristeza que describía cada una de sus palabras.
—Siento mucho que le afecte tanto.
Diego Carrasco se encogió de hombros.
—No se preocupe. Desgraciadamente, a los que nos dedicamos a esto, en ocasiones nos toca vivir a cuestas con un sentimiento de culpa, repleto de luces y sombras.
Aitor Ruiz lo miró fijamente durante unos segundos. Sus últimas palabras le parecieron que denotaban, como mínimo, cierto grado de ambigüedad. Ciertamente, deseó indagar un poco más y averiguar el significado exacto de «luces y sombras». Pero, al final, desistió de llevar la conversación por esos derroteros.
—¿Cree que ha vuelto a actuar desde la muerte de Ariadna Badía?
—No tengo ni idea. Al menos, no por esta zona.
—¿En qué se basa para pensar de ese modo? —preguntó.
—Bueno, el asesino de Ariadna siempre utilizaba un todoterreno para cometer las violaciones. Actuaba de noche y siempre en lugares retirados. Las tres víctimas afirmaron ver un vehículo de las mismas características minutos antes de ser atacadas.
—El muy cobarde se cercioraba de que estuvieran solas.
El inspector asintió con la cabeza.
—Las abordó por detrás y las durmió con cloroformo. Las violó y cuando se cansó, cuando consiguió satisfacer sus repulsivas necesidades, las abandonó a su suerte. Siempre en la misma playa; en el mismo lugar; a la misma hora.
—¿A qué se refiere con lo de a la misma hora?
—Cuando recobraron el conocimiento, llamaron a emergencias entre las 03:17 y las 05:24 de la madrugada. Imagínese, despertar en la playa, solo, dolorido y sin saber por qué demonios está ahí. Piense un momento en lo que le digo. —Respiró profundamente—. Ese hijo de puta no tuvo contemplaciones en dar rienda suelta a su imaginación.
Aitor Ruiz lo miró fijamente a los ojos, pensativo.
—¿Robó a las víctimas?
—No. Por extraño que parezca, el secuestrador no se hizo con las pertenencias de ninguna de ellas.
—Pero, con Ariadna...
—Con ella fue diferente. En este caso, creo que al sujeto se le fue de las manos. Creo que su intención no era matar. —Hizo una pausa y luego continuó—. Pero algo pasó. Puede que Ariadna opusiera resistencia o que tal vez consiguiera ver su rostro. Me inclino más por la segunda opción.
El sargento Ruiz se inclinó hacia delante.
—Y la única manera de conseguir sellar su silencio fue acabando con su vida.
Diego Carrasco asintió.
—Sin duda. No podía arriesgarse a ser reconocido.
Inspector y sargento se miraron en silencio. Al cabo de un momento, Diego Carrasco dijo:
—Ariadna Badía, ¡pobre chica! La mataron en una fría noche de hace veintiún años. Por aquel entonces, yo era subinspector en la Policía Nacional. Un vecino que paseaba a su perro encontró el cuerpo sin vida... —Cogió aire y comenzó a hablar. Se sentía muy incómodo recordándolo—. Una joven de tan solo veinte años, que fue secuestrada, violada y asesinada. Desde el principio, pensamos que el asesinato estaba relacionado con otras violaciones que se habían producido por la zona; y no nos equivocamos.
—¿Cómo se produjo el crimen?
—Cuando llegamos al lugar de los hechos, la víctima presentaba diversos