Leyes de fuego. Sergio Milán-Jerez

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Leyes de fuego - Sergio Milán-Jerez Trilogía de Vidar

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adusto, empezó a hablar:

      —Mira, Xavi, a veces tengo que tomar decisiones. Muchas veces, no te gustarán y, otras, ni siquiera las entenderás. Pero esto es un negocio. No espero tu aprobación ni tampoco arrepentimientos de última hora. Cuando viniste a verme, ya sabías a lo que te arriesgabas y, que yo me acuerde, en ese momento no te importó lo más mínimo. Querías ganar dinero; yo te di una oportunidad. Querías que te respetaran en tu barrio, ahora lo hacen. —Respiró profundamente y soltó el aire, poco a poco—. ¿Qué pasa, Xavi? ¿Quieres fallarme, ahora? Me dolería mucho haberme equivocado contigo. Mucho.

      —No me hagas esto, Marek. Pídeme cualquier otra cosa, pero no que lleve a cabo un secuestro. Esto es demasiado para mí.

      Pero Marek se mostró implacable.

      —No tienes alternativa.

      La cafetería del Departamento de Producción era una sala de unos treinta y cinco metros cuadrados. En ella, había seis mesas rectangulares de material laminado con sillas incorporadas. Asimismo, cerca de la puerta, había varias máquinas expendedoras de agua, café, galletas y refrescos. Un tipo con una bata blanca extrajo un vaso de café solo de la máquina y salió de la sala.

      Mar García estaba sentada en una de las mesas, junto a una compañera. Ambas iban vestidas con la ropa de trabajo, color azul. Era su hora de descanso y disponían exactamente de diez minutos. Ninguna de las dos fumaba, por lo que solían quedarse en el interior de la nave industrial.

      Aquella mañana, tenía la sensación de que algo no funcionaba como de costumbre. Ayer habló con Brian, a las seis de la tarde, pero no le envió el mensaje de «Buenas noches». No quería parecer una loca adolescente enamorada, pero, desde hacía tres meses, se habían intercambiado mensajes cada día. Además, cuando se llamaban por la noche, podían estar hablando durante horas.

      Pero, ayer, no sucedió ninguna de las dos cosas.

      Para colmo, el vehículo de Brian estaba estacionado en su plaza de aparcamiento, cuando ella llegó a las cinco y veinte de la mañana. «¡Qué raro!», pensó. También se le pasó por la cabeza subir a su despacho, cuando le llamó al móvil y saltó el buzón de voz, pero le quedaban diez minutos para empezar su jornada laboral.

      «En seis años, no he llegado tarde ni una sola vez», se dijo a sí misma. «Desde luego, no voy a empezar ahora». Cogió el vaso de Nesquik y se lo bebió de un trago.

      —¡Eh, Mar! —dijo su compañera—. ¿No está allí tu suegro?

      Mar se rió y le dio un pequeño golpe con el codo.

      —¡Anda, calla!

      Pero, era verdad. John Everton estaba frente a la cafetería, hablando con el compañero que acababa de salir con un vaso en la mano. De pronto, éste se volvió hacia dentro e hizo un gesto con el dedo, señalando hacia donde estaban ellas.

      —Me parece que te está buscando.

      —No. No creo que venga a buscarme a mí.

      John Everton entró en la cafetería y, efectivamente, se dirigió hacia ella, con paso firme.

      —¿Eres Mar García?

      Ella asintió.

      —Hola, señor Everton.

      —Necesito que me acompañes a mi despacho. Ahora mismo.

      —El descanso termina en cinco minutos.

      —No temas por eso. En esta hora no vas a trabajar.

      «Seguro que viene por Brian», se dijo. Mar García se levantó del asiento, rodeó la mesa y se colocó junto a él.

      —Después hablamos —le dijo a su compañera.

      Acto seguido, salieron de la cafetería.

      John Everton y Mar García tomaron asiento, uno enfrente del otro.

      Antes de que Mar pudiese articular palabra, John manifestó:

      —Sé que estás saliendo con mi hijo.

      —Ah, ¿sí?

      —Sí. Por eso he venido a buscarte.

      —¿Le ha pasado algo a Brian?

      John Everton la miró fijamente.

      —Bueno... no lo sé. Tiene el móvil desconectado y su vehículo está aquí, en el parking de la empresa. ¿Hablaste con él ayer?

      —Sí. Hablamos por teléfono sobre las seis de la tarde.

      —¿Sabes desde dónde te llamó?

      Mar asintió con la cabeza.

      —Sí, desde su despacho.

      «Eso concuerda con lo que el vigilante me ha explicado antes. Brian, a las seis, todavía seguía en la empresa», pensó.

      —¿Qué cree que le ha podido pasar? —preguntó ella.

      John Everton se quedó pensando un instante.

      —Que el coche esté aquí y él no... es muy extraño —dijo, desalentado.

      —¿Y las cámaras? Le habrán visto, ¿verdad?

      —Están revisando todos los vídeos.

      Mar se llevó la mano a la boca, acongojada.

      —Dios mío, espero que esté bien.

      Ambos se quedaron callados durante unos segundos.

      —En cuanto tenga una imagen de Brian llamaré a los Mossos —dijo él—. Quiero que dispongan de todas las pistas para poder empezar a buscarlo.

      Mar asintió de nuevo.

      —Claro. No ha podido desaparecer, así como así.

      John Everton respiró hondo.

      —Mar, te pediría que no dijeras nada a tus compañeros. Si contacta contigo en algún momento, da igual la hora que sea, me llamas. —Cogió una tarjeta de visita del montón que tenía al lado del ordenador y la dejó sobre la mesa—. Esta es mi tarjeta. Por favor, no dudes en llamarme.

      Ella cogió la tarjeta y se la quedó entre las manos.

      —Usted haga lo mismo.

      John Everton asintió mientras la miraba con zozobra.

      —No hace falta que ahora vayas a trabajar. Tómate un descanso.

      Mar suspiró.

      —Gracias.

      Se levantó y salió del despacho. Acto seguido, mientras caminaba por el pasillo, sacó el móvil y volvió a llamar a Brian. Por segunda vez, saltó el buzón de voz.

      «¿Dónde

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