La llamada (de la) Nueva Era. Vicente Merlo

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La llamada (de la) Nueva Era - Vicente Merlo Ensayo

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me inicié en la meditación. No recuerdo, no obstante, grandes experiencias, aunque fui adoptando el hábito de meditar diariamente, sobre todo al principio. Quizás el mantra, cuando no los pensamientos, estaba demasiado presente y el vacío permanecía subyacente sin ser descubierto.

      El segundo cauce a través del cual discurrieron mis primeras meditaciones fue el ofrecido por el Centro Aurobindo de Valencia, y concretamente por la persona que lo fundó y lo dirigía, Manuel Palomar. Podemos hablar en este caso de rajayoga, el yoga de Patañjali, yoga de la mente, en el que la concentración y la meditación desempeñan un importante papel. Manuel llamaba a su centro “Centro Aurobindo,” pues dicho yogui le había impactado especialmente, al leer sus obras, La vida divina, La Síntesis del yoga, etc., aunque no hay ninguna relación con el âshram de Sri Aurobindo en Pondicherry ni con la Fundación Sri Aurobindo de Barcelona, instituciones ambas que me sería dado conocer años después. No obstante, en dicho centro fue cuajando un grupito de buscadores que fuimos guiados por el propio Manuel hacia las que se convertirían en dos influencias mayores para casi todos nosotros y en cualquier caso, sin duda, para mí: la obra de A. Bailey, por una parte, y los cursos y los libros de Antonio Blay, por otra.

      En fin, con Manuel Palomar, además de todo lo anterior, realicé mi primer viaje a la India y sobre todo, pues fue lo más significativo del viaje, al âshram de Sri Aurobindo en Pondicherry. La huella más hermosa de esos dos meses en la India (yo debería tener unos 25 años, allá por 1980) fue nuestra breve estancia en Pondicherry. Recuerdo que en la revista Solar escribí un artículo sobre la paz sentida en el samâdhi de Sri Aurobindo y Madre. Quizás desde entonces quedó sembrada en mi alma la semilla que me haría volver a Pondy al cabo de unos siete años, para residir allí casi dos y recibir la influencia más importante de mi vida. Por lo demás, en esa ocasión, los tres que viajamos juntos a la India, Manuel, Pepe Muñoz (entonces profesor de Sociología de la Facultad de Filosofía) y yo, volvimos diciendo que jamás volveríamos a la India. Ellos dos lo han cumplido. Calor, comida excesivamente picante de modo al parecer irremediable, tremendas dificultades con el idioma, pues apenas sabíamos inglés ninguno de los tres, incomodidades en el transporte, trenes y autobuses, anhelo desmesurado y un poco infantil de encontrar a nuestro Maestro, suciedad de los hoteles, pues nuestra economía no era de lujo, decepción por lo noencontrado, todo ello hizo que el viaje se convirtiera en una pesadilla. Queríamos ver demasiadas cosas: Delhi, Bombay, Benarés, Madrás, Pondicherry, Tiruvanamalai-Arunachala, Rishikesh, etc., y sobre todo anhelábamos encontrar al Tibetano, el Maestro D.K., cuyas obras devorábamos por aquel entonces como la máxima revelación esotérica habida hasta el momento. Nuestro sueño secreto era que en algún lugar aparecería, esperándonos con los brazos abiertos, para reconocer nuestra altura espiritual y regalarnos su presencia, su dharsan, su mirada, sus palabras, su existencia confirmada. Pero ni apareció el Maestro D.K., ni nos iluminamos en la cueva donde meditaba Ramana Maharshi en Arunachala, ni en Benarés nos cautivó el Ganges, ni en Rishikesh pudimos alojarnos en el âshram de Sivananda, ni acertamos en nuestra negativa de ir a ver a un iluminado al que uno de los improvisados guías que con tanta facilidad y en ocasiones sospechosamente aparecen a los occidentales a su llegada a la India nos quería llevar: desafortunadamente, se trataba del entonces desconocido, para nosotros, Sri Nisargadatta Maharaj, por muchos considerado uno de los grandes jñânis y realizados más recientes, en la linea del advaita más puro. Al menos Manuel se trajo el I am That, antes de que aquí se conociera. Frente a todo ello, sólo el remanso de paz de Pondicherry, la ligereza magnética y la luminosidad vibrante de las proximidades del samâdhi de Sri Aurobindo y Madre, quedó en mi corazón como algo verdaderamente valioso.

      ***

      A medida que voy escribiendo van saltando recuerdos que piden su inclusión en estos fragmentos de memoria que nacían como una confesión de las influencias mayores que han marcado mi trayectoria humana, espiritual y esotérica. Pero entre todas las influencias recibidas hay que establecer diferencias de grado. Y, como acto de justicia, debe quedar claro desde el principio que tres han sido las grandes influencias recibidas por personas vivientes, de carne y hueso, encarnadas, físicamente presentes: Antonio Blay, Vicente Beltrán Anglada y Jean Klein. Del mismo modo, entre las enseñanzas leídas o escuchadas, hay que destacar de modo muy especial las de A. Bailey (D.K.) y más recientemente las de Pastor-Omnia, éstas con un carácter distinto y quizás más impactante por el hecho de poder escuchar la voz (en grabaciones) y ver al canal (Ghislaine Gaualdi) que transmitía tales enseñanzas, así como presenciar algunas de las inolvidables transmisiones. Un caso aparte, especial por muchos motivos, por la profundidad de su impacto y por el significado que ha tenido en mi vida, es el de Sri Aurobindo (y junto a él, siempre, Mirra Alfassa –Madre–), pues si bien no puede hablarse de presencia física, la vivencia en su entorno, en el âshram en el que residieron, la presencia prolongada, durante dos años, en su samâdhi, en su pensamiento, en su atmósfera, quizás en su Presencia sutil, hacen que ocupe un lugar especial.

      Pero, vayamos, de momento, a la figura de Antonio Blay. Su influencia sobre mí (y sobre tantos otros que fui conociendo en sus cursos) ha sido enorme y nunca le agradeceré lo suficiente su ejemplo, sus palabras, su transmisión, su presencia. Con él no se trataba ya de leer o escuchar unas ideas que te convencían o no; no se trataba sólo de una “filosofía,” sino de un “estado de ser,” de una experimentación con “estados de conciencia,” de un descubrir la dimensión estrictamente “espiritual” o “superior” de nuestro ser. “Estar centrado” sería uno de los lemas que podrían caracterizar la actitud de Blay, de Antonio. Fuese o no un Maestro o un Iluminado (aquel que se ha instalado en Brahman, que ha trascendido su ego, que se ha convertido en un canal para la iluminación de otros seres humanos), el caso es que para mí ha desempeñado la función de un maestro no del pensar (maestro del pensar o maestro-filósofo), sino del ser esencial. Esto significa la trascendencia de la filosofía como sentido último, la superación de la reflexión discursiva como valor supremo y actividad predilecta, tal como suele ser el caso en el “intelectual”. Esto significa que descubrir, alimentar y vivir-en un “estado de conciencia superior” se convierte en algo más importante que el manipular ideas. Es en presencia de Blay cuando voy –en cada uno de sus cursos con mayor claridad– experimentando lo que significa el silencio mental y la conciencia despierta más allá de las ideas. Esta lucidez de la conciencia brilla ya como la joya que otorga un nuevo sentido a la vida intelectual y a la vida en su conjunto.

      Al mismo tiempo estaban sus libros, desde Creatividad y plenitud de vida hasta Caminos de realización, pasando por los libritos sobre cada uno de los principales “yogas” (Hatha, Bhakti, Raja, Karma, Mahâ-yoga, etc.) o el que tenía sobre Tantra-yoga, antes de que el Tantra se pusiera tan de moda. Y es que Blay ha sido un precursor del yoga y de la espiritualidad oriental (o lo que sería más exacto, de una espiritualidad integral) en España, aunque muchos hoy lo ignoren ya, a pesar de la multiplicación de libros que tras su muerte se ha producido (recordemos que uno de ellos lleva justamente el título de Palabras de un Maestro).

      En algunas ocasiones, cuando venía a dar un curso a Valencia, el grupito yóguico-esotérico reunido en torno al centro Aurobindo íbamos a cenar con él. Para nosotros era todo un acontecimiento.

      Una de las cosas más impresionantes de Blay es el carácter integral de su trabajo, integralidad evidente no sólo en el planteamiento de sus enseñanzas, sino sobre todo en su propia persona. Fuerza, amor e inteligencia tienen que ser trabajadas simultáneamente. Aquel aspecto que no desarrollamos nos deja a merced de aquellos que sí lo han desarrollado (aunque no siempre sea del modo correcto). Además, el trabajo psicológico y el desarrollo espiritual conviene que sean integrados. Esta cuestión sería pronto el campo de discusión favorito de algunos de sus alumnos o discípulos al compararlo con Jean Klein, cuando éste comenzó a dar cursos aquí en España. Al margen de esas referencias que a mí me resultan más cercanas, constituye, sin duda, una de las grandes cuestiones en la Búsqueda intensa que cada vez más personas están iniciando o tomándose en serio, una Búsqueda que no se limita a la narcisista

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