La llamada (de la) Nueva Era. Vicente Merlo
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La auto-realización suponía, pues, la realización del âtman o de brahman (términos que Blay se cuidaba de no utilizar, pues otra de sus grandezas es la simplificación del lenguaje evitando todo exotismo y tecnicismo innecesario), la Realización del Ser, del Yo profundo. Para ello, y no sólo para poder gozar de puntuales experiencias de lo Superior, sino para integrarlo e instalarse en Eso, es preciso la auto-observación y el trabajo con el ego y con el inconsciente. La lucidez de Blay en el análisis psicológico es, quizás, otro de sus rasgos destacados. Su conceptualización del problema en términos del “yo-idea,” el “yo-ideal” y el “yo-experiencia,” desenmascarando el papel que el “personaje” que desempeñamos, impulsados por nuestra errónea o limitada y desfigurada “idea del yo” intentando alcanzar el “ideal del yo” o el “yo ideal,” es magistral. Sobre todo cuando la clarificación y análisis de cada caso concreto contaba con la fina intuición de su mente iluminada capaz de desvelar los juegos del ego y el personaje. Ni que decir tiene que las raíces del ego, del yo idea y del yo ideal se hunden en el subconsciente. De ahí que Blay propusiera un minucioso trabajo con él. Hablar con el niño interior, como se diría hoy, pero que ya Blay exponía con maestría, hacer del inconsciente nuestro aliado, liberarnos de todo trauma y toda carga que nos impide descubrir las dimensiones superiores de la existencia e instalarnos en ellas, es el trabajo central de Antonio Blay. O mejor dicho, de su primera parte. Recuerdo perfectamente cómo conducía los cursos de tal modo que la primera parte (solían ser cursos de cinco días) se centraba más en lo psicológico, y ahí nos veías a todos hurgando en nuestras heridas y nuestras incomprensiones, enfrentándonos a nuestras oscuridades y traumas irresueltos, algunos hundidos, otros ansiosos por comentar el estado reciente de su problema, otros más receptivos escuchando las dudas de todos sus compañeros, en esas sesiones para “viejos” o “repetidores” en las que ya no había exposiciones largas, sino que se desarrollaban en torno al esquema preguntas-respuestas. En la segunda parte, fuese del curso introductorio o de la continuación, Blay iba guiándonos hacia “lo Superior,” la Inteligencia superior, el Amor y el Gozo superiores, la Voluntad superior. Y comenzaba a respirarse una nueva atmósfera. Como si Blay intensificase la lucidez de la conciencia del grupo y pudiésemos disfrutar de un estado de meditación o de centramiento, sin necesidad de hacer ninguna técnica de meditación ni de cerrar los ojos. Sus palabras ya no eran incisivas y desenmascaradoras, sino inspiradoras y elevadoras, clarificadoras y luminosas. Todo ello dentro de una gran sencillez de lenguaje que apenas permitía sospechar, a quienes no lo supieran por otros medios, la riqueza de conocimientos, tanto tradicionales como actualizados, que Blay poseía. Si a él debo haber podido ver a Ananda-mayee Ma, haber establecido contacto con Sri Aurobindo, o haberme introducido en los libros de A. Bailey, también a él le debo mis primeros conocimientos y estímulos para leer a Dane Rudhyar, primero, dentro de la astrología contemporánea (astrólogo consumado era también Blay), y a Ken Wilber, más tarde, cuando todavía no se había traducido nada de él y me traía de Londres The Atman Project, Up from Eden, o A Sociable God. Pasarían años para que llegase a España el boom Wilber y para que me conviertiera en co-fundador de la Asociación Transpersonal Española. Antonio, gracias, de todo corazón, por todo lo que nos has enseñado, por lo que has significado para nosotros.
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El impacto espiritual causado por Jean Klein es probablemente el más amplio y hondo de los que persona viviente me ha producido. La presencia de Jean Klein; la profundidad del Silencio por él transmitido o por él facilitado, al menos junto a él vivido, es tan inmensa que todo lo otro parece borrarse ante eso. Al igual que con Blay, una vez lo conocí, fui a cuantos cursos pude de Klein. Creo que durante algún tiempo se superpusieron los cursos de ambos. Recuerdo que tras morir Blay, la voz corrió y algunos de los “huérfanos espirituales” se transvasaron a Klein. Para unos sirvió de sustituto de padre espiritual, de maestro, otros no lograron sintonizar con él, o no les llegaba tanto y echaban en falta a Antonio; otros nos descubrimos ante el oceánico silencio gozoso al que se nos invitaba.
Si al pensar en el trabajo de Blay no resulta fácil hallar referentes comparables por su integralidad (durante un tiempo señalé sus similitudes con el Yoga integral de Sri Aurobindo, pero el sentido de la integralidad creo que es distinto, o al menos el modo de trabajarla, por la ausencia de enfrentamiento directo y estructurado con el inconsciente personal por parte de Sri Aurobindo), aunque el recientemente descubierto “enfoque diamante” de A.H. Almaas me ha sorprendido por sus similitudes, al pensar en Klein es fácil que venga a la mente Ramana Maharshi, o Nisargadatta Maharaj, o incluso Krishnamurti. El caso es que con Klein el término “no-dualidad” (advaita) cobró un nuevo sentido para mí, un sentido experiencial, vivencial. Klein utilizaba muy pocas referencias teóricas: Vedânta Advaita, como trasfondo, es cierto, a pesar de que, su filiación más directa parece ser el no-dualismo del shivaísmo de Cachemira, en la línea de Abhinavagupta, aunque Klein no hiciera referencia alguna al tantra.
La presencia silenciosa de Klein es difícil de explicar, pues en su caso, digamos al estilo budista o advaita radical, la palabra es una herramienta para conducir al silencio que trasciende toda palabra. Claro que en Blay era utilizada también así, pero todavía había un discurso racional, en el que el pensamiento y las explicaciones tenían un sentido, lo cual, si por una parte permitía una mayor claridad y riqueza de ideas, por otra parte facilitaba el que uno pudiera permanecer a ese nivel de ideas, por más que tratase de aplicarlas o incluso trascenderlas. En Klein, el aferrarse a las ideas era muy difícil, no sólo porque el contenido de su pensamiento fuera menos rico y menos explicativo, sino ante todo por la forma misma de transmisión de la Enseñanza. Cuando llegaba a la sala, se sentaba en silencio y permanecía un buen rato así. En ocasiones dirigía una relajación meditativa antes de comenzar les entretiens, conversaciones en las que ya formalmente la mayor parte del tiempo la ocupaba el Silencio. Cuando se le hacía una pregunta, Klein permanecía en silencio durante un buen tiempo. Y toda la sala se cargaba de un silencio luminoso. Como si su irradiación silenciosa fuese incomparablemente más importante que lo que pudiera decir. En realidad, no se trata de “como si,” sino que realmente el Silencio se revelaba más importante que la respuesta. No sólo porque toda respuesta terminaba más o menos explícitamente invitando al Silencio en el que toda pregunta tiene que disolverse, sino porque el silencio que envolvía a la respuesta, antes de ella, después y sobre todo durante ésta, impregnaba las pocas palabras que iban siendo como cuidadosamente desgranadas por el Maestro. Para quien no ha tenido la experiencia, o mejor dicho, experiencias similares, la referencia al Silencio resulta hueca y vacía, sin sentido. Cada uno no puede sino interpretar la palabra que remite al Silencio desde su propia experiencia, su propio sistema de experiencias y de creencias. En sí misma, la palabra “silencio” o el remitir al Silencio no dice nada. Silencio, aquí, no significa la mera