Emma al borde del abismo. Marcos Vázquez

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Emma al borde del abismo - Marcos Vázquez

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no es suficiente para que una persona se considere desaparecida –replicó el detective–. Estamos aquí por cortesía, dado que su difunto esposo colaboró muchas veces con nosotros en el pasado, pero nada más que eso –movió el escarbadientes con la lengua de un lado hacia el otro de la boca y comenzó a masticarlo ruidosamente–. ¿Está claro?

      —Qué asqueroso –comentó Nacho–. Me pregunto si se lo quitará para lavarse los dientes.

      Solté una carcajada.

      Mamá me miró con el ceño fruncido y dijo con enojo:

      —¿Por qué no vas a desayunar, Emma?

      No pensaba irme, así que la ignoré. Quería saber dónde estaba mi hermano.

      Ella volvió a dirigirse a los policías.

      —Guillermo nunca ha vuelto más tarde de las cinco o seis de la madrugada. No es de salir los sábados y, cuando lo hace, siempre va acompañado de amigos –aseguró. Hizo una pausa y miró con dureza al detective, que parecía no prestarle atención. En un tono de voz más elevado, añadió–: Anoche se fue a las once. Me dijo que iba a reunirse con unos amigos, pero llamé a todos los que conozco y ninguno lo vio.

      —¿Y amigas? –preguntó el detective– ¿No hay ninguna chica con la que pueda haber salido?

      —¡Mi hijo sería incapaz de mentirme!

      —Todos los adolescentes mienten, señora –replicó el detective, en tono burlón–. Sobre todo si se trata de una joven que quieren esconderle a su madre.

      —Tu hermano no miente –aseveró Nacho–. Deberías decírselo.

      —Guille no miente –solté de inmediato.

      Nadie me tomó en cuenta.

      —Bien –suspiró Cortés–. Creo que no tenemos más nada que hacer aquí –volvió a cambiar el palillo de lado en la boca–. Si en veinticuatro horas no tiene novedades de su hijo, llámenos de nuevo y entonces lo investigaremos. Mientras tanto, trate de no preocuparse. A más tardar, en unas horas, entrará por esa puerta como si nada hubiese sucedido. Eso sí, no sea muy dura con él. Ya tiene edad suficiente como para dejar de ser “el nene de mamá” –se levantó y le hizo un gesto al novato para que lo imitara–. Que tenga un buen día, señora –se dirigió hacia la puerta de calle y salió sin decir más. Antes de seguirlo, su compañero se acercó a mi madre y le entregó una tarjeta.

      —Este es mi número de móvil. Cualquier novedad, no dude en llamarme.

      Se despidió con el clásico saludo policial y se marchó.

      Mi madre se desplomó en el sillón y estalló en un llanto de impotencia.

      —Yo sé cómo encontrar a tu hermano –dijo Nacho–.Vayamos al dormitorio de Guille.

      Por primera vez en muchos años, sentí deseos de abrazarla. Pero me contuve y seguí el consejo de mi amigo.

      En el dormitorio de Guille resultaba imposible dar dos pasos seguidos sin pisar la ropa que había tirada por el suelo. El cuarto era pequeño, aunque algo más grande que el mío. A la derecha se encontraba la cama. Estaba tendida. Un par de cuadernos y un libro de Derecho Penal, una de las materias de la carrera que Guille cursaba en la universidad, reposaban sobre ella. Al igual que mi padre, él también quería convertirse en abogado. Siempre decía que no pensaba ejercer como defensor, tal como lo había hecho papá, sino como fiscal. No toleraba que el causante de su muerte estuviera libre. A juicio de mi hermano, la policía había presentado pruebas contundentes como para condenarlo, pero el juez que manejaba el caso no lo consideró así. Al parecer, el hombre no recordaba haber cometido el asesinato; estaba demasiado drogado. Una pericia psiquiátrica le dio la razón a la defensa, por lo que el magistrado lo declaró no imputable y lo obligó a internarse en una clínica especializada. Tan solo unos meses más tarde le dieron el alta.

      Un reloj bañado en oro, regalo de mi abuelo a mi padre en el día de su graduación, le había costado la vida a manos de aquel individuo.

      —Veamos qué podemos encontrar en la laptop de tu hermano –dijo Nacho. La computadora permanecía cerrada sobre un pequeño escritorio.

      La primera vez que escuché a Nacho tenía diez años. Fue el primero con el que conversé. Al principio no le respondía en voz alta, lo hacía solo en mi mente, hasta que un día descubrí que mis compañeros de clase me miraban de manera extraña y se reían. Recuerdo que Carla, la niña que se sentaba conmigo, pidió que la cambiaran de lugar. Entonces la maestra solicitó una reunión con mis padres y les planteó el problema. No sé bien qué les dijo, pero como consecuencia de esa charla, mi madre me llevó a ver a un doctor: un psiquiatra. Durante un año, tuve que asistir a una consulta por semana. Se suponía que el médico intentaría descubrir cuál era el problema y me ayudaría a superarlo. Pero no lo logró. Mis amigos habían llegado para quedarse.

      A pesar de las voces, me esforzaba por concentrarme en clase. Claro que cada vez que decía algo en voz alta, todos se burlaban de mí. Más de una vez, mi padre propuso cambiarme de escuela, en particular antes de que empezara sexto. Quería que cursara el último año escolar en un entorno donde no me conocieran. Pero el médico se lo desaconsejó. Según él, cualquier modificación en mi rutina diaria podría resultar negativa.

      Cuando empecé el liceo, mi padre murió y las voces se ensañaron conmigo. Ya no lograba concentrarme en nada y conversaba sola todo el tiempo. Una mañana, el Director llamó a mi madre y le habló sobre lo difícil que le resultaba mantenerme dentro de una clase con los demás alumnos. Le sugirió que no concurriera por un tiempo, así los médicos podían dedicarse de lleno a que recobrara mi salud. Si mejoraba, siempre podría reintegrarme al curso.

      No fue fácil. Hubo momentos en los que no me reconocía ni a mí misma. Pero gracias a la medicación y a la ayuda incondicional de Guille, algunos meses más tarde, empecé a recuperarme.

      Pero, aunque nunca volví a ser la misma, al año siguiente, mis amigos y yo regresamos al liceo.

      —La computadora, Emma –insistió Nacho, al notar que dudaba.

      —A mi hermano no le gusta que se metan en sus cosas –negué con la cabeza.

      —¿Vas a preocuparte por eso, cuando la clave para encontrarlo podría estar allí? Además, no se va a enterar. Yo no se lo voy a contar… –se burló.

      A lo mejor Nacho tenía razón. Si algo malo le sucedía a Guille y yo no había intentado ayudarlo, nunca me lo perdonaría.

      Sin estar del todo convencida, recorrí la distancia que me separaba del escritorio y me senté. Cuando estiré la mano hacia la computadora, una nueva voz me sobresaltó.

      —¡No toques eso, jovencita!

      Era la voz de una mujer: una anciana de tono amable. Cada vez que la oía, una agradable sensación de calma me invadía. Siempre me trataba como si fuese su hija. Por lo general se aparecía a la hora de dormir, cuando estaba acostada, y me contaba un cuento hasta que me quedaba dormida. Aunque nunca conocí a mi abuela paterna, me gustaba imaginar que ella se le parecía. Mi padre decía que era igualita a mí: "Tienes los mismos ojos verdes, esos a los que no puedo negarme

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