Emma al borde del abismo. Marcos Vázquez
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—No importa cuál sea la justificación, no corresponde que te metas en las cosas de tu hermano –dijo ella.
—A usted nadie la llamó, vieja entrometida –intervino Nacho–. ¿No ve que se trata de un asunto de vida o muerte?
—¿De vida o muerte? –repitió Clari, como la llamaba cariñosamente–. ¿Qué sucedería si en este momento entrara Guillermo por esa puerta y la descubriera a Emma con las narices metidas en donde no le corresponde?
—Eso no va a pasar –replicó Nacho–. Su hermano debe de estar metido en algún lío y Emma no va a quedarse de brazos cruzados a la espera de que venga la policía a decirle que lo encontraron…
—¡Ya basta! –grité–. Los dos tienen razón.
Debía actuar de acuerdo a lo que creía mejor.
Estiré una mano y abrí la notebook. Tuve suerte de que estuviera encendida y de que no me pidiese una contraseña. De inmediato se desplegó una pantalla repleta de íconos. Algunos me resultaban conocidos, como el navegador de Internet o el procesador de textos; otros, no tenía idea de para qué servían. Aunque la computadora era mi compañía preferida de las tardes, no poseía un gran conocimiento sobre su funcionamiento. Generalmente, la utilizaba para buscar imágenes de diferentes lugares del mundo. Cuando encontraba una que me gustaba, la contemplaba durante un rato. Tenía predilección por aquellas en las que se mostraban fotos de lagos rodeados de árboles, especialmente si había nieve alrededor. Me parecían increíblemente hermosas. Soñaba con que, algún día, viviría en un lugar así.
Con todo, igual me las ingenié para echar un vistazo en la máquina de mi hermano. Tenía la esperanza de hallar una pista sobre lo que había hecho Guille la noche anterior. Me llamó la atención un ícono que mostraba un calendario. Supuse que se trataba de una agenda, así que la abrí. Estaba vacía; no la utilizaba como tal. Busqué notas en el escritorio, pero solo encontré archivos vinculados a la universidad y una foto en la que aparecíamos junto a papá. Me dio tristeza pensar que ya no podía abrazarlo como en la imagen. La idea de que tampoco volviera a abrazar a mi hermano, me estremeció.
—No estás buscando donde corresponde, tontita –reapareció la voz de Nacho.
—¿Y dónde es eso, señor sabelotodo?
—¿En qué lugar hallarías un registro de lo que hacen la mayoría de las personas? –me interrogó, con un dejo de ironía en la voz.
—¡En Facebook! ¿Cómo no lo pensé antes? Gracias, Nacho.
—Por nada, preciosa.
A pesar de que mi hermano me había creado un usuario con mi nombre y me explicó cómo funcionaba, yo no lo utilizaba. No lo necesitaba. Mis amigos eran incapaces de tener uno propio y suponía que nadie querría aceptarme como contacto. No fuera cosa que mis voces se dedicaran a escribir incoherencias en el Facebook de los demás.
Pero Guille sí lo usaba. No perdía nada si le daba una mirada.
—¿Vas a entrar ahí? –preguntó Clarisa, escandalizada.
—Sí –respondí sin dudarlo–; es por una buena causa. Lo siento, Clari, pero esta vez, no voy a escucharte.
Claro que de la intención al hecho todavía faltaba un pequeño detalle: no conocía el usuario ni la contraseña.
Por fortuna, cuando ingresé a la página, comprobé que mi hermano no había cerrado la sesión. Lo primero que vi me desalentó un poco. La lista de publicaciones era enorme. Guille tenía 147 amigos.
Con paciencia, me dediqué a leer una por una. Lo primero que hice fue mirar lo que él había publicado. Lo último era del viernes a las once de la noche: "Me voy a la cama. Mañana será un día dedicado al estudio, pero después: ¡la gran noche!".
Tres personas dijeron que les gustaba la frase de Guille: Joaco, su mejor amigo; Sofía, la exnovia; y alguien llamado LLDT-4. Intenté averiguar quién era el tal LLDT-4, pero no había ninguna descripción adicional. Ni siquiera tenía algo publicado.
—¿Será una sigla? –preguntó Nacho.
—Mmm… puede ser. Pero ¿qué significará?
—Que no sigas invadiendo la privacidad de tu hermano.
Clari volvió al ataque.
—Ya te dije que…
Se escuchó un pitido corto por los parlantes del equipo. En la parte inferior derecha de la pantalla, se abrió una ventana de conversación y apareció un mensaje del usuario Joaco:
"¡Hola, Guille! ¿Cómo te fue anoche?".
Me quedé petrificada. Ya no podría esconderle la intromisión a mi hermano. Aunque, si no contestaba, quizás Joaco creyera que el programa había quedado abierto.
—Te lo advertí –dijo Clarisa–. ¿Ahora qué vas a hacer?
—Voy a decirle la verdad a Joaquín. Si le explico por qué entré a la computadora, quizás me ayude a averiguar qué planes tenía Guille ayer por la noche.
—¡No! –gritó Nacho–. Si se asusta no te va a contar nada. Lo mejor es que te hagas pasar por tu hermano y trates de descubrir lo que sabe.
Dudé. La idea me pareció buena, pero a la vez arriesgada.
Un nuevo mensaje apareció en la pantalla:
"¿Estás ahí? ¿¿¿Cómo estuvo lo de anoche???".
"Hola –me apresuré a contestar–. Estuvo bien". Ya no había vuelta atrás.
"¿Solo bien? Con el entusiasmo que tenías, ¿esa es tu respuesta? ¿No vas a contarme lo que hiciste? ¿Por qué tanto misterio?".
Me pregunté si no sabría nada sobre la noche anterior.
"No puedo", le escribí, y aguardé a ver cómo reaccionaba.
La respuesta no se hizo esperar:
"¡Prometiste que me contarías! No quisiste decirme antes de qué se trataba y ahora tampoco. Se supone que soy tu mejor amigo. ¿Qué es tan importante como para mantener el secreto conmigo? ¿Se trata de una chica?".
Me maldije. Me había hecho pasar por Guille para nada. Cuando mi hermano volviera a casa, tendría serios problemas para explicarle lo sucedido. Con suerte me perdonaría por haber ingresado a su computadora con la excusa de que mamá y yo estábamos preocupadas, quizás hasta comprendiera que tenía que darle una mirada al Facebook, pero lo de Joaco, no iba a perdonármelo.
Contesté la última pregunta con una frase escueta: "Después hablamos". Tenía la intención de cerrar la notebook y salir rápido del cuarto. Antes de que lo hiciera, se abrió una nueva ventana de conversación. El interlocutor era el usuario LLDT-4 y el mensaje constaba de tres palabras: "Tenemos que vernos".
—¡Bingo! –dijo Nacho–. Parece que atrapamos un pez.
Asentí