Emma al borde del abismo. Marcos Vázquez

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Emma al borde del abismo - Marcos Vázquez

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sucedió, mamá?

      Se marchó sin contestarme.

      Quedé desconcertada. ¿Quién la había llamado? ¿Por qué se iría de esa manera?

      —Es la oportunidad que esperábamos, Emma –me alentó Nacho.

      —Ni se te ocurra, jovencita –rezongó Clarisa–. Hasta aquí hemos llegado. No voy a permitir que te vayas sin decirle nada a tu madre. Es demasiado arriesgado.

      —¿Y qué piensa hacer para impedirlo, viejita? –la desafió Nacho–. ¿Se va a parar frente a la puerta para que no salga? –rió con fuerza.

      —No seas así, Nacho. Ella solo quiere protegerme; no tienes por qué hacerla sentir mal.

      —Está bien, mi niña; yo sé que no puedo detenerte, solo quiero hacerte razonar.

      —Y te lo agradezco de corazón, Clari. Pero tengo que ir. Espero que lo entiendas.

      Faltaba poco más de una hora para la una de la tarde. No tenía dinero tomar el ómnibus, así que decidí salir y caminar hasta la universidad. Ya lo había hecho otras veces con mi hermano y el recorrido llevaba alrededor de cincuenta minutos. Llegaría con tiempo. Necesitaba encontrar un lugar desde donde pudiese observar sin ser descubierta. No tenía decidido si iba a hacer contacto o no; todo dependía de quién acudiera a la cita.

      Me puse una campera, un gorro y guantes de lana; el invierno se hacía sentir con fuerza, sobre todo por las noches. No tenía idea de a qué hora regresaría; ni siquiera sabía si lo haría, así que tomé los recaudos necesarios.

      Busqué un juego de llaves. Mi madre los guardaba en una lata sobre la heladera.

      Me sorprendió descubrir que se había dejado olvi-dado el celular sobre la mesa de la cocina, junto a la tarjeta del policía. Salió tan rápido que no se dio cuenta. Yo no tenía teléfono móvil, no lo necesitaba, pero quizás podía serme útil, así que lo tomé. Lo mismo hice con la tarjeta; si me veía en problemas, no estaba demás tener el número de teléfono de un policía.

      Había llegado el momento de marcharme.

      Mientras Clari decidió quedarse, Nacho optó por acompañarme. Me alegré de que así fuera, porque no quería ir sola.

      Sin más, salí rumbo a la universidad.

      No imaginaba lo que el destino me tenía preparado.

      Llegar a la universidad me tomó menos tiempo del que creía. Las calles estaban desiertas y el gris del cielo combinaba a la perfección con el de las fachadas de los viejos edificios del centro de la ciudad. Al frío parecía no importarle cuánto abrigo llevaba. A pesar de los guantes, la bufanda y la gruesa campera, no lograba entrar en calor.

      Cuando dieron las doce y media, me hallaba a una cuadra del punto de encuentro. Desde lejos comprobé lo que ya sabía: la universidad estaba cerrada. Aminoré la marcha, aunque no demasiado, por si alguien me observaba.

      Era difícil que encontrara un escondite que me permitiera observar sin ser descubierta. Los comercios y los edificios de alrededor también estaban cerrados. A simple vista, no vi ningún lugar que me pareciera apropiado.

      —Podríamos seguir de largo y dar vueltas a la manzana hasta que sea la hora indicada –sugirió Nacho.

      No era una mala idea. Se suponía que esperaban ver a mi hermano, así que nadie se fijaría en mí.

      Pasé por delante de la universidad como si ese no fuera mi destino. Al llegar a la esquina giré a la derecha. Caminaba despacio, del mismo modo en que alguien lo haría por las vidrieras de un centro comercial, con la diferencia de que ahí no había nada para ver. El edificio ocupaba toda la manzana. El recorrido me pareció interminable. A pocos metros de completar la primera vuelta, antes de alcanzar la calle principal, algo me llamó la atención: una camioneta negra atravesó la esquina a muy baja velocidad. Todavía faltaban diez minutos para la hora acordada.

      —No nos vieron –susurró Nacho.

      Aminoré el paso, recorrí el tramo que me separaba de la esquina y me detuve poco antes de doblar. Con cuidado para que no me vieran, asomé la cabeza y vi que el vehículo había estacionado en la vereda de enfrente. Era una furgoneta, como las que se utilizaban para el reparto de mercancías. Los vidrios oscuros de la cabina no me dejaban ver si había una o dos personas dentro. La parte trasera de la camioneta no tenía ventanas. El motor permanecía encendido.

      —¡Son ellos! –dijo Nacho–. Están esperando que venga Guille.

      —Puede ser…

      Casi enseguida, la puerta del acompañante se abrió y bajó un joven de estatura mediana, delgado, vestido con un jean negro y una campera del mismo color. Tenía el cabello bien corto, casi rapado. Se dirigió al costado del vehículo y deslizó la puerta corrediza lateral. Una vez abierta, tomó algo, pero no pude ver de qué se trataba. Cuando giró y lo miré de frente, lo reconocí de inmediato: era un compañero de clase de Guille, se llamaba Nicolás, pero le decían “el Pelado”.

      Estaba decidida a salir de mi escondite y enfrentarlo para preguntarle por mi hermano, cuando vi algo que me heló la sangre: dentro de la camioneta, antes de que la puerta se cerrase, descubrí que había una mujer. Estaba amordazada, y atada de pies y manos. Pero lo que me aterró fue que la conocía: era mi madre.

      —¡Mamá! –grité sin darme cuenta.

      No sé si ella llegó a escucharme antes de quedar encerrada otra vez. Quien sí lo hizo, fue el Pelado.

      —¿Emma? –dijo, sorprendido y empezó a cruzar la calle directo hacia mí.

      No supe qué hacer. Mi mente era un torbellino de preguntas sin respuesta: ¿Por qué el Pelado tenía prisionera a mi madre? ¿Qué tenía que ver con la desaparición de mi hermano?

      Por fortuna, Nacho se ocupó de que reaccionara:

      —¡Corramos! –me ordenó.

      De inmediato, como si mi amigo me hubiera jalado de un brazo, inicié una alocada carrera.

      El Pelado me siguió.

      —¡No te vayas, Emma! –gritó–. ¡Tengo que hablar contigo!

      Estuve tentada a detenerme. De cualquier manera no se iba a demorar en alcanzarme; corría más rápido que yo.

      —Es mentira, no dejes que te atrape –insistió Nacho.

      Apreté el paso. Corrí por las calles desiertas del centro de la ciudad.

      En un intento por librarme de él, cada vez que llegaba a una esquina, doblaba primero hacia un lado y en la siguiente hacia el otro, como si quisiera perderme dentro de un laberinto sin fin. No sé cuántas cuadras recorrí así, pero no conseguí quitármelo de encima.

      De pronto, al cruzar una bocacalle, noté que los pasos del Pelado sonaban más cerca. Sentí una fuerte puntada en el estómago que me cortó la respiración. No podía más. Estaba decidida a rendirme, cuando escuché

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