Emma al borde del abismo. Marcos Vázquez
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El tiempo que transcurrió hasta que llegó la respuesta me pareció interminable.
"A la una de la tarde, en la universidad".
"Allí estaré", contesté sin pensarlo.
Noté que las manos me temblaban. Las retiré rápido del teclado, como si algo me hubiera quemado.
¿Por qué le había respondido que iría si ni siquiera sabía si podría? ¿Quería hacerlo? ¿Y si se trataba de una reunión que no tenía nada que ver con la ausencia de Guille? Algo en mi interior me decía que no, que concurrir a esa cita era importante. ¿Debía contárselo a mi madre y dejar que ella se ocupara? Me iba a ligar un buen rezongo por entrometerme en las cosas de mi hermano. ¿Me creería? ¿Se lo contaría a la policía? Quizás lo mejor sería ir sola hasta la universidad y ver quién se presentaba a la reunión. En una de esas, se trataba de alguien que yo conocía.
—¡En qué lío te metiste, mi niña! –se lamentó Clarisa.
Estaba a punto de responderle que tenía razón, que me arrepentía de no haberla escuchado, cuando oí que la puerta del cuarto se abría. Me levanté de la silla y giré hasta quedar enfrentada a la entrada.
—¿Qué estás haciendo aquí, Emma?
Sentí que mi corazón se aceleraba. Sabía que algo así podía suceder. Por más que busqué las palabras adecuadas, no supe qué contestar.
Era la primera vez que Andrés concurría al sitio en el que se había cometido un asesinato. En el corto tiempo que llevaba como policía había investigado algunos hurtos menores e intercedido en un par de situaciones de violencia familiar, pero nunca estuvo cerca de un cadáver. Hasta aquella mañana.
Al llegar al lugar del crimen, lo que vio le produjo náuseas. Habían encontrado el cuerpo hacía poco más de una hora en el cementerio de la ciudad. Estaba completamente desnudo. Era un individuo de sexo masculino y tenía amputadas ambas manos. La ausencia de piel en el rostro dejaba al descubierto los músculos y huesos de la cara. Se apreciaba que también le faltaban los dientes. En el medio de la frente tenía un orificio, seguramente ocasionado por la entrada de una bala.
Sin recuperarse del malestar, el joven policía se dispuso a tomar fotografías. Mientras tanto, el detective Cortés se encargó de interrogar al empleado del cementerio que había descubierto el cadáver.
—¿A qué hora abrió el cementerio? –quiso saber Cortés.
—No abrimos –respondió el interrogado, un hombre de baja estatura que rondaba los setenta años, de una flacura casi esquelética y vestido con un viejo guardapolvo de color gris oscuro. Estaba apoyado sobre el mango de una pala, apenas enterrada en un cantero con flores–; como todos los domingos el cementerio está cerrado al público.
—¿Qué función cumple usted en este lugar?
—Hago de todo un poco –se quejó–. Cuando no hay público me dedico a la jardinería, pero mi principal tarea es ocuparme de la seguridad. No es que los difuntos vayan a escaparse –aclaró con ironía–, mi trabajo es cuidar que los vivos no entren a robar. No es la primera vez que desaparecen mármoles, objetos de valor que la gente deja en las lápidas, collares, anillos o, lo que es peor, huesos.
—Entiendo –asintió Cortés, con un leve movimiento de cabeza–. Entonces usted realiza rondas periódicas por el perímetro.
—Así es. Fue por eso que hoy, cerca de las diez de la mañana, decidí darme una vuelta por el ala sur, la que da hacia la playa. Con el frío que hace, trato de no ir muy seguido por ahí. A mi edad tengo que cuidarme, no vaya a ser que me agarre una pulmonía –tosió un par de veces como para justificarse–. Entonces lo vi: estaba junto al muro exterior, como si lo hubieran tirado por encima de la pared durante la noche. No creo que hayan entrado para dejarlo ahí –meneó la cabeza–. Al principio pensé que se trataba de una broma, alguna clase de muñeco, pero cuando me acerqué, me di cuenta de que no.
—¿Por qué cree que fue durante la noche? ¿A qué hora hizo el recorrido anterior?
El viejo agachó la cabeza, pensativo; tomó la pala con ambas manos, la desenterró y volvió a clavarla en el mismo lugar.
—Fue ayer, como a las cinco de la tarde –dijo–, antes de que se ocultara el sol.
—¿Hacía diecisiete horas que no revisaba esta zona?
Al ver la expresión de desaprobación en la cara del policía, intentó justificarse:
—Ya le dije que me tengo que cuidar del frío –volvió a toser–. No puedo salir a caminar a las tres de la mañana.
—Entonces pudo haber sucedido en cualquier momento entre ayer a las cinco de la tarde y las diez de la mañana de hoy –concluyó Cortés.
—Si me permite, detective, creo que no me equivocaría si le dijera que fue a las cuatro y media de la madrugada.
—¿Qué lo lleva a pensar eso?
—Que los perros hicieron un gran alboroto a esa hora. Estaban desesperados por salir. Ladraban como locos.
—Puede ser –admitió Cortés, sin estar convencido. De todos modos lo registró en la libreta. El testimonio de aquel hombre no le resultaba de gran ayuda. No había visto nada, así que decidió tomarle los datos personales y dejarlo ir. Ya volvería a convocarlo si lo necesitaba–. Gracias por su colaboración –le dijo–. Ya puede irse y continuar con sus tareas, pero no abandone la ciudad sin avisarnos.
—¿Abandonar la ciudad? –el viejo rió hasta que le dio un incontenible acceso de tos–. ¿A dónde voy a ir?
Continuó riendo mientras se alejaba con la pala.
¡Justo me tenía que tocar estar de guardia hoy!, se quejó el detective para sí. Primero, un caso bien simple: la denuncia de una madre que creía que su hijo había desaparecido. Era obvio que regresaría a casa en algunas horas y se ligaría una buena reprimenda. Y ahora, este dolor de cabeza: un homicidio que no parecía sencillo de resolver. Tendría que elaborar una serie de reportes, esperar a que llegara la policía técnica, el forense y seguramente trabajar tiempo extra antes de retirarse a descansar. Y todo por haber cambiado de día con un colega. De no haber aceptado, sería el otro quien tendría que arreglárselas con ese condenado caso, mientras él estaría cómodamente sentado en el sillón de su casa en compañía de una buena copa de vino.
—Encontré algo, detective –dijo Andrés, hincado junto al cadáver.
Cortés se acercó y vio a qué se refería el agente: en el pecho de la víctima había varios cortes.
—¿Qué tienen de raro? –dijo, restándole importancia–. Seguramente se los hizo contra el muro mientras caía. Dejemos que se ocupe el forense de las heridas y concentrémonos en encontrar pistas que nos ayuden a descubrir quién lo asesinó.
—No son simples cortes –insistió Andrés–. No están hechos de una manera caprichosa, como si alguien quisiera transmitirnos algo. Cuando los vi por primera vez pensé lo mismo que usted, pero después, cuando los fotografié, me di cuenta