Emma al borde del abismo. Marcos Vázquez

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Emma al borde del abismo - Marcos Vázquez

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novato tenía razón. El asesino había utilizado un instrumento cortante como si fuera una lapicera y el cuerpo del muerto como papel. En el pecho se leía: "20A10".

      Cortés volvió a maldecirse. Primero la forma en la que estaba mutilado el cadáver y ahora esos signos. Otra prueba de que no se trataba de un asesinato común y corriente.

      Pero lo siguiente que encontró Andrés fue aún más perturbador: detrás de la oreja derecha, muy cerca de la base del cuello, había un nombre tatuado con tinta negra. La inscripción rezaba: "Guillermo Z".

      Tras mostrárselo al detective, recordó que el nombre coincidía con el del joven supuestamente desaparecido.

      —¿Cuál era el apellido de la familia que visitamos antes de venir aquí? —preguntó.

      Cortés se tomó la cabeza con ambas manos y respondió con voz apesadumbrada:

      —Zanneta…

      —Te reitero la pregunta, Emma: ¿qué estás haciendo en el cuarto de tu hermano?

      La voz de mi madre sonaba entre sorprendida y enojada.

      —¡No le cuentes nada! –me ordenó Nacho–. Si se entera de la reunión en la universidad, no va a dejarte ir.

      Debía tomar una decisión.

      Aunque Nacho tenía razón, igual, si se lo contaba, no creía que me tomase en serio. Seguramente pensaría que se trataba de otra de mis alucinaciones. No la culpaba, también yo me lo cuestionaba.

      —Estaba buscando a Guille –mentí–. No vino a traerme el desayuno como todos los domingos, así que creí que se habría quedado dormido y vine a despertarlo.

      Me miró con desconfianza. Supuse que se preguntaba si podía estar tan enajenada como para no haber escuchado nada de la conversación con la policía.

      —Tu hermano no regresó todavía –dijo, resignada–. Yo me encargaré de prepararte el desayuno hoy. Te espero en la cocina. No demores.

      Dio media vuelta y se marchó.

      Me sentí aliviada. Al parecer, no me había visto cuando estaba sentada frente a la computadora.

      Salí del cuarto y fui tras ella. Al llegar a la cocina me senté a la mesa y esperé.

      —Hay pan en la panera para que te hagas unas tostadas –dijo–. En la heladera están la manteca y la mermelada.

      Encendió dos hornallas y puso a calentar la leche y el café.

      No tenía hambre, así que no me moví de la silla. Mientras pensaba en una forma de escabullirme para ir a la universidad, vi a Daniel sentado frente a mí. Cuando descubrió que lo miraba, me regaló una sonrisa, apoyó el mentón sobre ambas manos y se quedó observándome en silencio.

      —¿Qué mira? –preguntó Nacho de manera despectiva–. ¿No tiene otra cosa que hacer?

      Me reí. Daniel era mi compañero de desayuno, aunque solo de lunes a viernes, los días que mi hermano se iba temprano a la universidad.

      Cuando estuvo lista la leche, mi madre la sirvió en una taza y le agregó un poco de café.

      —Aquí tienes el desayuno, Emma, y tu pastilla –dijo, y me alcanzó el pocillo junto al primer medicamento del día. En total tomaba tres: uno a la mañana, el que se suponía que apagaba las voces; otro al mediodía, para no estar tan deprimida; y uno a la noche, antes de acostarme. Este último no sé bien para qué servía, supongo que me ayudaba a dormir mejor.

      Lo cierto es que el comprimido matinal no solo apagaba las voces, también me apagaba a mí. Ese día, decidí no tomarlo. Necesitaba estar más despierta que nunca. Llevé la píldora hacia la boca y simulé que la colocaba dentro, pero en realidad la mantuve escondida entre mis dedos. Con un movimiento sutil la guardé en un bolsillo. Más tarde la tiraría a la basura.

      —Eso no está bien, Emma –dijo Clarisa.

      —Necesito hacerlo, Clari. Es por mi hermano.

      Mi madre, que normalmente no prestaba atención a lo que yo decía, apoyó su taza de café con brusquedad en el platillo y me increpó:

      —¿Qué dijiste sobre tu hermano?

      Vi que Daniel ponía el dedo índice sobre su boca para advertirme que no dijera nada.

      —Clarisa me preguntó por qué estabas preocupada y le dije que era por mi hermano –mentí una vez más.

      Tras un suspiro y un leve meneo de cabeza, volvió a concentrarse en el café.

      —¡Bien pensado, preciosa! –me alentó Nacho.

      Por el contrario, Clarisa me retó: “No me gusta que le mientas a tu madre y mucho menos que me incluyas en tu mentira”.

      La ignoré.

      Vi que el reloj de la pared marcaba las once y media. Debía actuar rápido. Necesitaba encontrar un motivo para salir de casa. Normalmente lo hacía con mi madre, aunque no le gustaba llevarme con ella. Se limitaba a alcanzarme al liceo, o al médico.

      Mientras vivía mi padre era diferente: le encantaba que fuera con él a todos lados. Me decía que era su compañera favorita. A veces hasta lo acompañaba a los juzgados y me dejaba ver cómo hacía su trabajo. Como abogado defensor no tenía igual. Nunca se negaba a tomar un caso, aunque supiera que el defendido era culpable. Siempre afirmaba: "Todos tenemos derecho a una defensa justa, Emma; no importa si cometimos o no el crimen del que se nos acusa". Yo le respondía que no estaba de acuerdo y le cuestionaba que representase a alguien que no se lo merecía, a lo que él me respondía: "Es mi trabajo. Alguien tiene que hacerlo". Y lo llevaba a cabo con pasión. Cuando lo veía aparecer, el fiscal sabía que no le resultaría fácil condenar al acusado.

      Esa fue una época donde Nacho, Clarisa, Daniel y los demás, me visitaban muy poco. Lograba aferrarme al mundo real sin demasiado esfuerzo.

      Después de su muerte, Guille se esforzó por ocupar el vacío que había dejado papá. Él, más que nadie, sabía lo importante que era para mí. No quería que le sucediera nada malo. Tenía que encontrarlo, si es que estaba perdido. Debía inventar un pretexto para salir de casa.

      La solución al problema llegó por sí sola. Cuando estaba por terminar de desayunar, escuché que sonaba el teléfono. Mi madre corrió hacia la sala y yo fui tras ella.

      —¿Guille? –soltó, sin esperar a que le hablaran luego de descolgar el teléfono.

      Por la expresión sombría que se le reflejó en la cara, supuse que no era mi hermano.

      A partir de ese momento, solo se limitó a escuchar.

      —Estaré allí en media hora.

      Fue lo único que dijo antes de colgar.

      A las corridas, buscó un abrigo, tomó la cartera de la mesa del

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