Emma al borde del abismo. Marcos Vázquez

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Emma al borde del abismo - Marcos Vázquez

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que debía de rondar los cincuenta años de edad. Corrió hacia el accidentado y se hincó para revisarle las heridas.

      —Aprovechemos este momento para escapar –sugirió Nacho.

      Estuve tentada de ir hacia a la camioneta y liberar a mi madre, pero no me animé. Opté por seguir el consejo y me alejé.

      Antes de que alcanzara la siguiente esquina, escuché un grito:

      —¡Te voy a agarrar, perra!

      Miré hacia atrás y vi que el hombre cargaba a su compañero en brazos y se dirigía hacia la camioneta.

      No sé de dónde saqué fuerzas, pero corrí una vez más. Tenía que encontrar un lugar para esconderme. Lo primero que debía hacer era abandonar esa calle. Si seguía en línea recta, sería fácil ubicarme. Al llegar a la esquina, giré a la derecha; avancé hasta la siguiente bocacalle y giré a la izquierda. Repetí el procedimiento varias veces. A medida que recorría las diferentes cuadras, tenía la esperanza de que la puerta de algún edificio se abriera de repente y que surgiera alguien a quien pedirle ayuda. Pero eso no sucedió. A lo lejos escuché el ruido de un motor que se acercaba. Aunque no la veía, sabía que se trataba de la furgoneta. Si no quería acabar junto a mi madre, tenía que ocultarme de inmediato.

      —Entremos en ese contenedor de basura, Emma –sugirió Nacho.

      Me acerqué y miré hacia el interior. Estaba hasta la mitad de bolsas de basura. Aunque no me gustaba la idea, me metí adentro, lo cerré y traté de ubicarme tan al fondo como pude. En ese instante comencé a sentir náuseas; el olor a basura era horrible. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no vomitar.

      Al cabo de unos minutos, escuché que un vehículo se aproximaba. Supuse que sería la camioneta. Me quedé inmóvil. Sentí alivio cuando percibí que pasaba frente al contenedor sin detenerse. Me pregunté cuánto tardaría aquel hombre en encontrarme. Estaba atrapada, a oscuras, muerta de frío y de miedo, y apestaba a basura.

      De repente, se me ocurrió una idea. Tratando de esquivar las bolsas, metí una mano en el bolsillo del pantalón y saqué el celular de mi madre. Del otro tomé la tarjeta del joven policía. Gracias a la luz que emitía la pantalla del móvil logré marcar el número. Sonó tres veces antes de que alguien respondiera.

      —Hola –dijo la voz al otro lado.

      —Hola… –respondí en un susurro.

      —¿Quién habla? ¿Puede hablar más alto?

      —Soy Emma, la hermana de Guillermo Zanneta, el joven desaparecido. Nos vimos esta mañana en...

      —Te recuerdo perfectamente, Emma –me interrumpió–. Qué bueno que llamaste, porque quería hablar con tu madre y en tu casa no responde nadie. ¿Estás con ella? ¿Podrías pasarle el teléfono?

      —Necesito ayuda. Me están persiguiendo y no sé qué hacer.

      Transcurrieron varios segundos antes de que él respondiera.

      —Quiero hablar con tu mamá, Emma. Tengo que hacerle una pregunta relacionada con tu hermano.

      —Mi madre fue secuestrada. La vi dentro de una camioneta negra, la misma que me persigue. Uno de los secuestradores fue atropellado por su cómplice y ahora es él quien trata de atraparme.

      Otra vez, se hizo silencio al otro lado de la línea.

      Me pregunté si me creería o si pensaría que deliraba. Volví a escuchar el sonido del motor. Pasó más despacio que la primera vez.

      —¡Por favor! –insistí–. ¡Ya vienen!

      —¿Dónde estás, Emma?

      —Dentro de un contenedor de basura, cerca de la universidad a la que asiste mi hermano.

      —¿La de Derecho?

      —Esa misma.

      —Bien. Quiero que me escuches con atención: voy a ir a buscarte. No apagues el celular porque intentaré utilizarlo para triangular la señal y encontrarte. No te muevas de ahí y no salgas hasta que escuches la sirena del patrullero –aguardó un instante y luego añadió–: ¿Está claro?

      —Sí.

      —Espero que no se trate de una broma...

      Iba a responderle cuando sentí que el vehículo se acercaba por tercera vez. Corté la llamada y guardé el teléfono en el bolsillo del pantalón. Noté que el sonido del motor se mantenía constante, como si permaneciera en un mismo lugar. La camioneta ya no se movía. Parecía que se había detenido muy cerca del contenedor.

      —Hasta aquí llegamos, preciosa –dijo Nacho.

      No se equivocaba. El interior del contenedor se iluminó. Alguien había abierto la tapa. Traté de quedarme inmóvil. No sabía si las bolsas de residuos me cubrían por completo o si se veían partes de mi cuerpo. Lo único que podía hacer era no moverme y esperar a que el hombre no revisara debajo de la basura. Pero no tuve suerte. Empecé a sentir que el peso sobre mis piernas se hacía cada vez más liviano. Estaba sacando las bolsas una por una. Era cuestión de segundos para que me descubriera.

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