Apuntes sobre la autoridad. Silvia Di Segni

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Apuntes sobre la autoridad - Silvia Di Segni Conjunciones

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sobrio sombrero negro que le oculta buena parte de la frente. Corre el año 1523, ha sido retratado otras veces y esta es una de las ocasiones en que el autor de la obra es Hans Holbein, el Joven, su pintor favorito. El artista lo representa con una expresión particular, en la que resaltan los ojos entrecerrados, enfocando la lejanía. Erasmo de Rotterdam (1466-1536), el filósofo, está pensando. ¿Cómo se representa un gran pensador? Las cejas aparecen casi horizontales mostrando que descansan, que el hombre está relajado; la boca de labios finos esboza una sonrisa suave, plácida. El pelo sobresale de bajo el sombrero y cubre, con algunos rulos grises, las orejas; la barba y el bigote están perfectamente afeitados; algunas arrugas muestran que ya no es joven, algo conveniente en un pensador. Tanto la expresión de la cara como la de sus manos levemente apoyadas sobre un libro – nota de color, producto del rojo de la encuadernación– transmiten calma y equilibrio junto a cierta tensión de la postura, ya que parece estar de pie.

      El retrato de Erasmo a sus 57 años debe dar cuenta de la autoridad de un filósofo reconocido y, también, hacer justicia a la autoridad del artista que, por entonces, había sido denostado. En el canto del libro que se ve bajo las manos del filósofo se puede leer: “Yo, Johannes Holbein, a quien es más fácil denigrar que emular”. Hay, así, una doble autorización en esta obra: la del pensador y la del artista, cada uno autorizando al otro. Se trata de autoridades diferentes, pero ambas se reafirman; el artista es autorizado por Erasmo, que ha elegido ser retratado por Holbein, el Joven, a pesar de lo que se haya dicho de él. Y Erasmo es autorizado porque la pintura es espléndida y logra presentarlo como un gran pensador.

      Siete años después, en 1530, Erasmo publica De la urbanidad en las maneras de los niños, un breve texto que alcanza gran difusión y éxito, dedicado a la educación del joven Enrique, hijo del príncipe de Veere. En esta obra aconseja sobre la crianza y la educación del noble para que desarrolle una vida basada en buenos principios, fundamentalmente, en el respeto por la libertad. Sostiene que el fundamento de la educación infantil (de los infantes varones) es que se embeban de la divina piedad, que amen las enseñanzas liberales y las aprendan, que se instruyan para los deberes y oficios de la vida y que se acostumbren a la urbanidad de las maneras (las buenas costumbres). Dado que el concepto de “urbanidad” es viejo, me parece necesario hacer una deriva por su significado.

      Deriva por la urbanidad

      Apelemos aquí a la autoridad de los diccionarios. El Diccionario latino-italiano, (Campanini, Carboni, 1913) nos ilustra sobre su origen, el término urbs,-is: ciudad. Supone que las personas con estas cualidades viven en ciudades, no en los campos, bosques, montañas ni otros paisajes más alejados de la educación romana. Y ¿qué significaba en la Roma antigua urbanitas, urbanitatis? El mismo diccionario aclara: “gentileza, elegancia, argucia, civilidad”: cualidades ligadas a los ciudadanos, urbanos, educadxs, de las cuales se excluía a extranjeros y esclavxs. Quienes habitaban las ciudades adquirían modales considerados gentiles, elegantes, civilizados, pero... también manifestaban argucia.

      ¿Se supone que la nobleza, solo por serlo, tiene buenos modales? Sería absurdo suponerlo y Erasmo no lo hace, por eso se ocupa de educar al príncipe, que debe ser un modelo para sus cortesanxs. La urbanidad se basa en la asimetría del vínculo; es una coreografía de gestos que muestra el reconocimiento tanto del poder como de la autoridad por parte de lxs más débiles.

      Siempre que se define un colectivo autorizado (en este caso, la corte) queda delimitado otro desautorizado (campesinos y villanos). Acerca de estos últimos dirá la RAE:

      Quien habite la villa, el pueblo, será rústico o descortés, cuando no ruin. Si lxs romanxs consideraban poco confiables a lxs habitantes de la urbe, en la Edad Media y en el Renacimiento serán lxs habitantes de la villa quienes se conviertan en poco confiables ante lxs cortesanxs. En mi infancia, hace unas cuantas décadas, se escuchaba decir: “Juego de manos, juego de villanos”, donde villano era el modo despectivo de caracterizar a niñxs que comenzaban juegos con golpes suaves o abrazos fuertes que podían terminar en peleas (¿y quizás, también, en manifestaciones eróticas?) o eso creo haber entendido. En todo caso, “villano” era un insulto que dejaba en claro que una persona así caería en actitudes primitivas, aberrantes (algo que jamás ocurriría entre la nobleza o la corte). Adquirir buenos modos, siglos atrás, sería el pasaporte para entrar a servir en la corte, abandonar el duro trabajo campesino o artesanal, aquello que se hacía con las manos y pasar a servir bien vestidx, en lugares lujosos, ocultando las raíces villanas.

      Como sucedía con la argucia, algo que aparece constantemente es la relación entre los “malos” modales y las características negativas de la personalidad. Cuando el grupo humano no es controlable, se lo representa como amenazante y se le adjudica un estigma –la falta de aquella educación de la aristocracia–, como manera de identificar su obvia malignidad. La educación villana y campesina, aquella que servía para el trabajo productivo, nunca fue autorizada. Erasmo iba más allá, pensaba que la educación era la expresión del alma y que resultaba de un esfuerzo educativo, no siempre bien logrado, en quienes, por su origen aristocrático, debían tener el “alma bien compuesta”.

      Pero, aunque es cierto que aquel decoro exterior de cuerpo procede de un alma bien compuesta, por descuido de los preceptores vemos que sucede a veces que esta gracia hemos de echarla en ocasiones de menos en hombres de bien y muy letrados (Erasmo, 2006, p. 17)

      Y esto justificaba su breve texto, el contribuir así a la educación no solo del noble de la dedicatoria, sino de otros: “Y por nobles han de tenerse todos aquellos que cultivan su alma con los estudios liberales” (íbid.).

      Se trata de crear otra aristocracia: la estudiosa, la intelectual, que muestre socialmente la superioridad de su alma a través de los buenos modales. Y, como antiguos sabios dijeron que el alma estaba expuesta en los ojos (o que los ojos eran las ventanas o espejos del alma), Erasmo crea una notable tipología:

      Sean los ojos plácidos, pudorosos, llenos de compostura: no torvos, lo que es señal de ferocidad; no maliciosos, que lo es de desvergüenza; no errantes y volvedizos, que es signo de demencia; no bizqueantes, que es propio de suspicaces y maquinadores de trampas; ni desmesuradamente abiertos, que lo es de estúpidos; ni apiñados a cada paso con párpados y mejillas, que lo es de inestables; ni estupefactos, que lo es de pasmados, cosa que se ha puesto por tacha en Sócrates; ni demasiado penetrantes, que es seña de iracundia; tampoco insinuadores y habladores, que es seña de impudicia; no, sino tales que revelen en sí un ánimo sosegado y respetuosamente amigable (íbid., p.19).

      Cuando Erasmo afirma que la nobleza del alma se expresa con el “ánimo sosegado y respetuosamente amigable”, apela al autocontrol para mantenerlo y, en

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