La niñez infectada. Esteban Levin

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La niñez infectada - Esteban Levin Conjunciones

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un momento en el que entramos y salimos de la vivienda; al hacerlo, armamos un puente con el afuera, abrimos la cotidianidad, jugamos con él, damos tiempo. Lo donamos, para que al irnos, al finalizar la pandemia, él pese menos y pueda fugarse en la siguiente jugada. Queremos evitar la fijeza amenazante y punzante del virus y, de este modo, posibilitar el movimiento del devenir, al articular lo actual con el pasado que anticipa el posible futuro, aún desconocido.

      Fuera del consultorio, en mi casa, sentado frente al celular, en la mesa, acomodo los juguetes: títeres, autitos, muñequitos, animales de granja y osos, monos, cebras, leones en miniatura. Además, unos dinosaurios, pequeños insectos (arañas, hormigas, moscas, cucarachas), unas máscaras, hojas, marcadores, plastilina, pelotas, telas, aros, hilos, plasticola y sogas.

      Como un prestidigitador o titiritero artesanal, antes de comenzar la función tomo distancia y miro todos los objetos de que dispongo. El escenario hay que montarlo en relación con la escena que aún desconozco.

      Muchas veces no sé qué juguete elegir o cuál será la situación a desplegar; entonces, procuro dejarme llevar por la intuición; doy tiempo para que surja el no saber. Se trata de intuir sensiblemente el gesto, el detalle de aquello que le pasa al otro, en base a la experiencia que construimos juntos, en un territorio que nunca está delimitado por cuatro paredes o por un espacio encerrado, aislado en sí mismo. En esta insólita situación, trato de captar la mínima particularidad, un gesto –a veces ínfimo, efímero– que la pantalla permite diferenciar, o un sonido que puede darme una pista, un indicio de por dónde o cómo continuar.

      Pedro, de diez años, espera; quiere que llegue el encuentro virtual para mostrarme el efecto del experimento que preparamos en nuestra última videollamada, cuando mezclamos componentes “mágicos” en un recipiente amplio (una olla grande). En la complicidad del “entredós”, él puso allí champú del papá, jugo de naranja, sal, un poco de pimienta, aceite y un juguete, un pequeño elefante. Luego colocó la mezcla en el freezer, para develar el resultado en nuestro siguiente encuentro.

      Cuando aparece la imagen de Pedro en mi celular, lo noto expectante, preparado, con el experimento junto a él, en la mesa; hay allí, además, un destornillador, un martillo y una vela para poder descongelarlo. Exclama: “Hola, hola… Tenemos que ver qué pasó, hay que sacar al elefante de acá y descubrir cómo está. Mirá, mirá, ¡está todo azul! Es una formula nueva, tenemos que hacer otro experimento, veamos cómo quedó este y después preparamos otro más difícil… ¡dale, hagámoslo!”. El espacio subjetivo –el entretiempo– conforma una trama que nos permite sostener la relación y crear nuevas experiencias, en las que Pedro puede poner en juego la imagen corporal y hacer uso de ella.

      Nadia, de seis años, me muestra unos dibujos de monstruos que tiene en un rincón especial de su habitación. Hay varios que la asustan mucho; me los señala y, ante cada uno de ellos, realizo un gesto de temor y horror. “¡Qué miedo!”, exclamo gestualmente. Después de un rato, Nadia me pide que cierre los ojos: quiere compartir un secreto, una sorpresa. La intriga sobrepasa el tiempo, revela y separa.

      Frente a la pantalla, me tapo los ojos con las manos; se escucha el movimiento de ella que, de pronto, exclama: “Mirá ahora: esta es la llave de mi diario íntimo, te lo quiero mostrar”… Me atrapa el asombro; encuentro un instante de intimidad indescriptible. Poco a poco, abre el diario y, con sumo cuidado, me muestra sus dibujos. El espesor de ese gesto no tiene sustancia, enmarca un tiempo acompañado en el que Nadia transforma sus miedos en la narración de la complicidad del secreto compartido.

      Los papás juegan con Iván, su hijo, a garabatear una hoja, “pierden” el tiempo, hallan el sinsentido al relacionarse con la experiencia inédita que atraviesan, juegan el oculto secreto de lo inesperado, sienten el placer del deseo que comparten. En grupo, imprimen un trazo y crean espejos sensibles; en acto, piensan… El pequeño, sin dejar de reflejarse en ellos, exclama alegremente: “Dibujamos un súpervirus” y corre con él entre las manos a asustar a todo el mundo…

      Martín tiene cinco años; su abuelo se comunica por videollamada; cuando lo ve, el niño salta de alegría y exclama: “Abu, abu… hice una pista con el auto amarillo, vos tenés el rojo”; con la otra mano, toma ese auto: “Este es el tuyo y este es el mío”. El abuelo responde: “Me encanta el color rojo de mi auto, juguemos”. Van por la pista y, al llegar a una curva, el abuelo propone: “¿Y si hacemos un puente ahí, para que los autos pasen por arriba?”.

      El pequeño lo mira, cambia la postura y le pregunta: “Pero, ¿cómo?”. Con mirada pícara, el abuelo sugiere: “Ponele dos libros abajo y tenemos el puente, dale”. Martín, entusiasmado, corre por la habitación, busca unos libros y los pone como indicó su abuelo. “¡Ya está!”, grita con alegría y toma los autitos, el amarillo y el rojo, que atraviesan el puente y, finalmente, llegan a la meta. Al mismo tiempo, ambos gritan: “¡Ganamos!... ¡Ganamos!”. Martín se pone de pie, mira la cámara y propone: “Demos otra vuelta”… “¡Vamos, vamos!”, le contesta el abuelo.

      Los niños juegan; en sí, eso no tiene ninguna finalidad utilitaria: lo hacen por el placer de una ficción imposible, pero real. La plasticidad de la acción de jugar, a través de la imaginación, encarna la imagen corporal, que despliegan; el tiempo pasa y por él circula el afecto que enlaza lo comunitario.

      La comunidad es una relación, no tiene sustancia, materialidad real, sino simbólica; ella nos representa para otros dentro de una legalidad y un linaje. Confirma la herencia en tanto legado para otros que perviven en la propia historicidad; quizá sea por eso que, en la primera infancia, los más pequeños siempre juegan a ser otros, que no son, pero que de algún modo, sensibles a él, representan.

BBurbujasBurbujas juegan en el aire, palpan el deseo y desaparecen. A través de las videollamadas, al hacerlas, nos miramos. Las burbujas decantan en trazos móviles, flotantes… ¿Nos reconocemos en ellas?Las burbujas, ¿ pueden transformarse en espejos relacionales?

      Cuarto impacto

      El gesto comunitario

      Durante la cuarentena, las instituciones escolares han establecido con mucho esfuerzo diferentes dispositivos tecnológicos para intentar sostener todos los contenidos y objetivos propuestos para cada nivel y etapa cognoscitiva. Han adecuado el conocimiento para que esté disponible en las redes y las clases puedan sostenerse virtualmente. Las experiencias educativas y los aprendizajes quedan centralizados a través de las pantallas.

      Frente a este desafío, planteamos otro, tan complejo y significativo como el anterior: el de sustentar, sostener lo grupal en tanto núcleo relacional y afectivo. La función de la comunidad educativa en épocas de pandemia es esencial para mantener los lazos sociales y comunitarios con los otros, amigos y compañeros de estudio y aprendizaje.

      ¿Cómo transmitir por vía virtual el deseo afectivo de enseñar y aprender con otros? ¿Es posible que estos chicos utilicen su cuerpo en el aprendizaje a través de la virtualidad? ¿Qué implicancias tiene la experiencia educativa en la relación con los demás compañeros que comparten la misma aula y, en este momento, no pueden hacerlo? ¿De qué modo construir un pensamiento sensible, lúdico, frente a la fragilidad, la vulnerabilidad y el encierro?

      Ante esta situación, proponemos partir del deseo del docente que cada uno lleva dentro de sí, recuperar el placer de aprender y enseñar a través de una experiencia sostenida en la pasión por el desconocimiento que impulsa y promueve el ferviente deseo de saber, conocer, aprender.

      Esta pasión no se da, no es un bien de cambio: se dona, se deja para otros que potencian el propio deseo de aprender juntos. No se trata de un mero estímulo o de una adecuada ejercitación: es la búsqueda apasionante, la aventura del encuentro con lo impensado y la sorpresa por la natalidad de lo nuevo lo que imprime la relación afectiva con el otro, a partir del acto de aprender

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