La niñez infectada. Esteban Levin
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La hermanita y el papá de Lautaro se acercan, miran, hacen gestos, participan. En el balde se mezcla lo que vamos tirando, un poco de arroz, otro de harina, témpera de color azul, rojo, amarillo. Al mover el agua, cada vez se oscurece más, el líquido ya está opaco, dejó de ser cristalino. Ellos allá y yo de mi lado vamos produciendo la tormenta y los efectos de sus mezclas.
El pequeño Lauti encuentra unas piedritas y las mete en la palangana; mira a la cámara e intuyo una demanda, entonces le pregunto a la mamá: “¿Tenés un colador de pastas? Cualquiera puede servirnos…”. Me responde afirmativamente. “Tráelo y pescamos como si fuera un mediomundo, así levantamos las piedras, hojitas… lo que encontremos”. Es un escenario vital que permite continuar, inventar el “entredós” transferencial y producir, realizar la experiencia devenida acontecimiento y plasticidad, tanto simbólica como neuronal.
Unos días después, la mamá de Lautaro me envía un videíto en el que se lo ve jugando y cantando con un barquito de papel (que le hizo el papá) dentro de una caja plástica llena de colores. Saludo ese video y le envío una foto del balde con juguetes, ya preparado para nuestro próximo encuentro.
En la sesión siguiente, Lauti me muestra una especie de monstruo que ha dibujado con ayuda de la mamá. Rápidamente, dibujo uno semejante al de él. Se lo muestro y los dos salimos corriendo, él al patio y yo al balcón. Aprovecho para transformar el dibujo en una especie de careta monstruosa a partir de la cual aparezco y desaparezco de la pantalla. Lautaro corre, se esconde y, a su vez, toma coraje y empieza a asustarme.
El juego se transforma, adquiere textura y volumen escénico; con una sábana, arma una guarida, usando de sostén la mesa y las sillas. En mi departamento, junto tres sillas y dispongo un refugio al mismo tiempo que él. Compartimos el susto y el miedo por los monstruos; al jugar, los temores, la sensación de incertidumbre y fragilidad corporal, mortal, pierde peso, densidad y contingencia.
Al escenificar lo otro, terrorífico, siniestro, Lauti puede lanzarse a hablar con mucha mayor fluidez, el cuerpo tiembla menos y la palabra surge, espontánea. De allí en más participa en reuniones con los chicos del jardín que se hacen por la plataforma zoom (hasta ese momento, no quería asistir a ellas).
En la casa continúa el juego del monstruo con sus padres, con una caja construye una máscara aterradora y corre a asustar a cualquiera que aparezca. Luego, con cartón y cajas de zapatos confecciona un robot, lleno de cintas y colores.
Después de la sesión, recibo videítos y fotos de las cosas y los juegos que arman en familia. En esta experiencia, el juego multiplica los sentidos; jugar es desear; al hacerlo, construye una praxis del pensamiento esencial, único e insustituible, de donde se desprende la memoria del devenir que da paso al porvenir del pasado.
La imagen virtual se transforma en el acontecer de un gesto; los padres y los niños realizan la originalidad de abrirnos lo cotidiano: la propia casa. Nos invitan a recorrerla, compartimos la intimidad de un espacio privilegiado, cómplice, donde viven, sienten, piensan, descansan, aman y desean.
Para los niños, su casa representa la experiencia del mundo, por eso, pasa desapercibida como hecho en sí diferenciado; no pueden discernirlo porque forma parte de ellos, está más allá de cualquier significado. Lo cotidiano del hogar no es un sujeto, se fuga a la aprehensión; viven su casa como parte de ellos, en tanto los unifica en la propia imagen corporal que cobra existencia en el quehacer diario. Cuando el tiempo se infecta como efecto dramático del virus, se encierra de manera tal que la cotidianidad se manifiesta en lo real, tornándose presente como soledad e indefensión.
En esta situación, lo agobiante, el tedio y el confinamiento cobran fuerza y se oponen al deseo vital de jugar, de desear otra escena. Por lo tanto, la repetición, en lugar de generar la alteridad de una experiencia distinta, reproduce la misma hasta la tristeza del hartazgo, así como la pasividad, a riesgo de afectar la plasticidad e invertirla al provocar la potencia estallada, fuerza destructora, fractal.
Cuando se puede realizar, la videollamada nos permite compartir lo cotidiano; abrir la casa al otro produce una apertura posible, que propone una nueva escena, conjuga la distancia y compone el entretiempo que sostiene la continuidad del “entredós” relacional, transferencial.
Compartimos un instante, un momento en el que entramos y salimos de la casa; al hacerlo, armamos un puente con el afuera, abrimos lo cotidiano, jugamos con él, damos tiempo, lo donamos para que al irnos, al finalizar, la pandemia pese menos y el niño pueda fugarse en la próxima jugada para evitar la fijeza amenazante y punzante del virus, del bloqueo de lo siempre igual. Y, de este modo, posibilitar el movimiento del devenir, al articular lo actual con el pasado en una imagen-cristal que anticipa el posible futuro, aún desconocido.
Violeta, una niña de cinco años, en la videollamada mira y propone, contenta: “¡Vamos, vamos a dibujar el coronavirus! Juguemos… vos tenés que dibujar uno y yo otro… tenemos que adivinar cómo es… vamos, vamos a jugar”.
EEspejosGiroscópicos, sensibles, para entrar en otra dimensión sin tristeza donde el cuerpo, el espacio y el tiempo son otros.¿Podremos resistir el agobio del encierro, atravesar el espejo y regresar diferentes? |
Capítulo 2
Los niños humanizan el parásito
El parásito en juego
A los niños les resulta imposible darse cuenta de las implicancias corporales y relacionales del coronavirus; no alcanzan a sopesar lo que pasa: lo viven en carne propia. Los interrogantes atraviesan este contexto. ¿Cómo humanizar el descarnado efecto virus? ¿Qué hacen los chicos ante la constante presencia de la enfermedad? Resistir al virus, ¿es posible? ¿Qué va a suceder cuando todo esto termine?
El coronavirus es un parásito “obligado”, un organismo que vive de su huésped. Pequeñísimo, solo sobrevive a expensas de un ser vivo denominado “hospedador”, a costa de, con, por y en él. En este caso, nuestro cuerpo transforma su estado habitual, el virus lo pone en riesgo de muerte.
El virus extrae, toma pero no da, dona lo mortal que su función conlleva. El cuerpo lo recibe, es receptáculo. Al hacerlo, es abusado por él, lo exprime antes de toda posibilidad de intercambio: invade, infecta. Establece una relación parasitaria con el cuerpo que lo hospeda; si matase a todos los huéspedes en los que se aloja, también sucumbiría en esa voraz procura. Constantemente se sobreadapta, cambia, muta; invisible e indiscernible, es difícil de aprehender.
Los efectos de la enfermedad corporal provocan acontecimientos incorporales, movimientos humanos defensivos, el encierro de la imagen del cuerpo para evitar el contagio. La cuarentena es uno de ellos, que afecta al tiempo, al espacio y a todas las relaciones socioafectivas.
El virus, depredador insaciable, incide en el sentido vital de la sensibilidad hasta el desconcierto de lo imposible. Irreversible, una vez que se hospeda, el parásito es, a la vez, una realidad paradojal: huésped y nefasto anfitrión. Él deviene sujeto y hospeda, cambia la relación de fuerzas, tiene el poder en potencia; no habla ni juega, infecta en acto.
Queremos poder pensar la resistencia al virus a partir de humanizarlo. Para los más pequeños, es esencial esta operación simbólica, que implica crear otra experiencia potente, relacional, opuesta al virus. Nos referimos a la posibilidad de la puesta en escena de la ficción. En ella, ocupa un lugar central la praxis, el pensamiento en acto que involucra e implica jugar, representar, narrar.
El efecto virus detiene la experiencia infantil,