La niñez infectada. Esteban Levin
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу La niñez infectada - Esteban Levin страница 6
Sin mediación, busca en una caja una araña gigante con forma de robot, y encuentro entre mis juguetes una arañita chiquita. La coloco muy cerca de la pantalla y comienzo a subirla y bajarla (como si trepara por una tela). Sin proponérmelo, mientras la muevo canto una canción alusiva a la acción que estoy realizando: “Michu, michu araña subió a la telaraña… michu… michu… araña”. La gestualidad extiende el espacio; se da a ver al otro, el tiempo parece superponerse entre gestos, musicalidad y un ritmo que tiene fuerza, una potencia que atraviesa la virtualidad como si fuera una tangente, una brecha locuaz en el tiempo del devenir. Es el modo que tienen los niños de construir la memoria subjetiva.
Pablo vuelve a mostrar el dinosaurio; casualmente, traje un cuento llamado La aventura de los dinos. La particularidad de este libro es que, con un leve movimiento, los grandes ojos saltones se mueven para todos lados: se destacan, sobresalen de los dibujos, lo que le da al animal una apariencia vivaz, pícara y divertida. Pablo, a un paso del celular, mira y escucha la historia, entusiasmado con cada acción que refleja el alocado movimiento de los ojos. Los dibujos, con muy buen diseño, cambian a medida que paso la página y, con cada uno de ellos, realizo un sonido diferente: uno muy agudo, otro agresivo, violento, tierno o agradable. Algunas palabras, exclamaciones y onomatopeyas acompañan el relato que, a su vez, de acuerdo a la reacción del niño, va transformándose debido a la gestualidad en el acto que implica leer una aventura con otro.
Durante unos minutos, permanecemos en esa posición; de algún modo, el “entredós” nos cuenta el cuento que contamos. El tercer tiempo sostiene un hilo invisible que sustenta la escena en múltiples dimensiones aún desconocidas que, al narrarlas, nos alojan; habitamos un territorio donde se entreteje en red la hospitalidad esencial para conformar la comunidad del “nos-otros”.
Al terminar, el niño encuentra un pequeño caballo y hace el sonido de relincho. Tomo entonces un caballito de Playmobil, que tiene un jinete capaz de montarlo. Pablo se ríe, y al caballito de él le monta un pato; sonríe y exclamo: “¡Qué buena idea, tu caballo lleva un pato!”. A continuación, desmonto mi jinete y hago que se monte una rana. En este diálogo simbólicamente imaginario, él saca el pato y monta una gallina; al verlo, bajo a la ranita, que se despide con el correspondiente sonido, y pongo un perro (“guau, guau”); inmediatamente, Pablo monta a otro en el suyo y así jugamos durante un tiempo… sin tiempo.
Cada uno en su casa, en un espacio diferente, compartimos la escena, en red; esta sería imposible sin el otro; sin duda, conformamos un ritornello, un territorio. A través de la virtualidad armamos una “casa” imaginaria que no es la de él, ni la mía, generamos un terreno sin sustancia, íntimo, que podríamos denominar “nuestro”. Pablo se mueve por la habitación, va a la cama, el armario, a una cocinita, sube a un triciclo, y en un momento se detiene frente a una caja de marcadores. Sorprendido, alcanzo a decir “¡Qué lindos son!”; él, sin dejar de mirarme, se aproxima al celular. Rápidamente, de modo intuitivo, tomo mis marcadores, acerco mi mano a la pantalla y, con la otra, con uno de color negro, comienzo a dibujar en la palma un círculo. Pablo permanece muy atento; mientras realizo los trazos, canto: “Le hago una cariii… ta, ahora un ojiii… to, y viene el otro ojiii…t o, llega el turno de la naaa… riz, que hace siempre achís, achís. Ahora viene la boooo… ca, que ríe y come mucho, los dientes son un serru… chooooooo”.
La musicalidad dramatiza la espontaneidad del encuentro. La mamá de Pablo festeja con él la escena. Ante un gesto que le hago, toma la mano de su hijo y le dice: “Dale, te hacemos la carita, como hizo Esteban”. Comienza a dibujarla y, a medida que la va haciendo, desde mi celular, canto la melódica canción de la carita con todos los componentes y gestualidades posibles. Cuando termina, festejamos y tocamos la pantalla, carita con carita. El ritmo unifica el escenario. Pablo mira, y exclamo: “¡Uy!, ¿y mamá?, ¿podemos hacerle una carita a ella?”. Él gira, le da un marcador y abre la palma de su mano, ella lo ayuda a realizar los trazos de otro personaje-carita; ella, contenta con el dibujo, saluda y dice: “También a papá”. Con el marcador, traza el dibujo-garabato en la mano que ofrece el padre. Los cuatro estamos con los dibujos, nos saludamos y jugamos a tocar al otro. Finalmente, en medio de las gestualidades, juego de palabras y sonidos, nos despedimos hasta el próximo encuentro virtual.
DDatosDatos informáticos y más datos de la pandemia infectan el ambiente, inundan, restringen, encandilan los significados. ¿Clausuran el sentido?Los datos, ¿abrirán otras improbables opciones? |
La praxis del pensamiento en acto: Lautaro nos demanda
Otro niño, Lautaro, tiene la misma edad que Pablo (tres años). Ambos comparten la misma anónima etiqueta y denominación diagnóstica: “trastorno del espectro autista” (TEA). Luego de ocho meses de tratamiento, desestimamos esa clasificación y las implicancias que ella determina de modo siniestro.
Lautaro concurre a un jardín de infantes; recién desde comienzos de este año puede empezar a expresarse y lo hace con palabras cada vez más claras; estas estaban bloqueadas, encarnadas en el cuerpo de modo tal que él no podía hacer uso de la imagen y el esquema corporal, ni tampoco producir la experiencia lúdica para abrir el campo de la plasticidad. El juego ficcional comienza a enlazarse en el quehacer cotidiano y en el nacimiento de la hermana; las entrevistas con los padres afianzan el lugar que poco a poco ocupa y permite el nuevo despliegue infantil.
La cuarentena interrumpe abruptamente las sesiones presenciales, que retomamos de modo virtual, aunque en ningún momento pudimos anticipar y preparar lo que iba a acontecer a partir del parasitario virus.
Cuando lo miro a través del celular (espejo-pantalla), junto con su mamá, Lautaro me muestra alegremente su casa: el patio, la habitación, la cocina, las cajas con juguetes, los armarios y la cama. Al verla, corre y se tira en ella; recostado entre almohadones y almohadas, me saluda.
En una mano, tiene un barquito de color rojo, pero apenas lo muestra; parece atesorarlo, casi pasa desapercibido. Le digo: “Lauti, qué linda casa, qué lindos juguetes, ¿estás jugando con un barco?”. Él sonríe y continúo: “¿Y si lo hacemos navegar?... Mamá –ella está sosteniendo el celular–, ¿podemos ir al patio con un balde lleno de agua para jugar y saber cómo flota, se mueve, navega y por dónde puede ir el barquito?”. Con un gesto, la mamá, afirma: “Bueno, dale, vamos para afuera, voy a buscar una palangana, la lleno con mucha agua para que puedan jugar”.
Lautaro va al patio; al ver el recipiente, de inmediato pone allí su barco. Al mismo tiempo, voy a mi balcón, lleno con agua un balde y coloco un barquito que traje del consultorio. Los dos movemos el barco y lo hacemos girar para un lado y para el otro. De pronto, exclamo: “¡Un remolino! ¡Cómo se mueven los barcos! ¿Hacemos olas?”. Nos miramos de reojo, jugamos, entramos en el tercer tiempo compartido; sin darnos cuenta, comenzamos a realizar la complicidad de un pensamiento en acto. Él –en su casa– y yo –en el departamento– inventamos un nuevo espacio-tiempo escénico, sin llenarlo de contenido, sino vacío para construir sentidos o, quizás, un “todavía”: no sabemos si nos aventuraremos al vértigo de la otra escena.
En ese momento, Lautaro grita: “Tormentaaaa, tormentaaaa…”. Exclamo: “Uyyy, ¡hay tormenta! ¡Qué viento! Si hay un huracán, el mar está revuelto y cambia de color… ¿Podés ir a buscar unas témperas para pintar el color de la tormenta?”. La mamá, sonriente,