La niñez infectada. Esteban Levin

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La niñez infectada - Esteban Levin Conjunciones

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es la que hace necesario encontrar en el más allá y más acá de cualquier contenido curricular a desarrollar. En este sentido, frente a la acuciante demanda del campo docente, planteamos diferentes opciones con la idea de crear y reinventar los lazos simbólico-afectivos del acontecimiento educativo.

      Creamos escenas e ideas, pensamientos que implican el deseo cómplice de los más pequeños. Por ejemplo, deliveries del deseo: abrir la casa a través de videítos e invitar a los chicos a compartir los juguetes, la habitación en la que dibujan, crean, juegan, piensan y sueñan. Despertar la imaginación en función de los demás (los otros niños) que, a su vez, también comparten su propio espacio para crear un lugar, un tiempo intermedio que no es la escuela ni la casa, sino una zona, un territorio de subjetividad, de aprendizaje subjetivo que potencia también la posible aparición de otras vivencias e ideas.

      Conformar entre todos los chicos del grupo cuentos, collages, narraciones y dibujos de sucesos; crear experiencias nuevas, deliveries de los afectos y el deseo, experimentos, cosas para cocinar, juegos, letras, por el placer íntimo, cómplice, de estar junto con otros que, como cada uno de ellos, no puede ir a la escuela.

      Es central recrear el tiempo y la zona de subjetividad de encuentro a través de una experiencia compartida con el otro, en la que suceda y se produzca un territorio, el acontecer comunitario que, en lugar de encerrarse frente el universo del afuera, pueda plegar la vitalidad del deseo de desear y habitar el espacio abierto, subjetivo y potente en donde alojar la hospitalidad esencial del aprendizaje.

      El gesto revolucionario frente a la infección generalizada y globalizada del virus no es la pasividad estática ni la posición melancólica de la detención sino, por el contrario, el ferviente redescubrimiento del don del deseo de una nueva significación que articule el lazo social. Allí se entrelaza la herencia como trasmisión e implica metamorfosis, rebelión y praxis del pensamiento.

      El coronavirus afecta el cuerpo, contagia e infecta. Constituye una híperpresencia y obstaculiza cualquier otro sentido; ¿seremos capaces de escapar a la reproducción plena del mismo virus? ¿Podremos ser contemporáneos del niño que fuimos? Mantener viva la experiencia infantil es la fuerza afectiva que nos permitirá resistir la amenaza mortal del coronavirus y rescatar la vitalidad compartida de la comunidad del nos-otros.

      Quinto impacto

      Los mundos imaginarios de Lucía

      Lucía, una niña de siete años, llegó al consultorio derivada por la escuela; notaban que tenía dificultades para relacionarse con otros niños y problemas de conducta. A veces, mostraba reacciones agresivas o impulsivas; en otras ocasiones, si no se aceptaba lo que ella quería, se callaba y se aislaba de los demás. Ante alguna situación inesperada, respondía con mucho miedo.

      En nuestros primeros encuentros antes de la pandemia, Lucía propuso dibujar monstruos para asustar al otro. En una caja de cartón diseñada especialmente (con dibujos de arañas, colmillos, fantasmas, cuernos y mostruosidades diversas) guardamos máscaras, disfraces, palos (espadas), cartulinas, hilos, sogas y variados elementos para aterrorizar. A veces, cada uno preparaba miedos para el otro; por ejemplo, con marcadores nos hacíamos tatuajes para horrorizar (en las manos, los hombros, la cara, los pies, las piernas) o nos transformábamos en brujos con poderes mágicos, capaces de robotizar al otro. Otras veces, asustábamos a la secretaria o a algún vecino, o íbamos por las escaleras, agazapados, sin que nos vieran, bajo un manto de intriga, para concretar alguna aventura “espeluznante”.

      Jugar con los miedos exorcizaba el poder oculto de ellos y después los dejábamos en la caja de los monstruos, devenida lugar de cosas misteriosas, truculentas, fantásticas y mágicas.

      Durante la cuarentena, nuestros encuentros continuaron por videollamada; la casa de ella, muy amplia y cómoda, se transformó en una verdadera caja de sorpresas. Lucía me mostró rincones secretos, lugares oscuros, escondites, juguetes de lo más variados y una carpeta de collages, dibujos, libros e imágenes que, sin cesar, desplegó en varios encuentros.

      En otras videollamadas, la cocina pasó a ser un “laboratorio” de experimentos. En un pote colocamos azúcar, sal gruesa, detergente, lentejas, perfume, pelos del gato, piedritas, tierra y algún juguetito. Guardamos el recipiente en el freezer y, en el encuentro siguiente, develamos el misterio y descubrimos cómo había quedado la mezcla. Cada uno hacía la suya y compartíamos (junto a los padres y, a veces, la hermana menor) el tiempo de la creación, la realización del experimento y lo disparatado del resultado, a la vez misterioso y placentero.

      ¿Cómo describir el asombro del instante en que Lucía y Esteban, después de una semana, sacan de sus respectivos freezers los recipientes que contienen sus mezclas? Ella primero mira como se ve la suya, el color, la textura. Perplejos, ambos señalamos los cambios de brillo, densidad y aroma. Después, descongelamos poco a poco (a veces, con la ayuda del microondas), para encontrar las cosas usadas en la mezcla y ver qué pasó con ellas, cómo están, intentando recordar cómo eran antes.

      Junto a los papás, Lucía desmenuza y analiza cada objeto; comenta acerca de su transformación, compara para ver a qué se parece ahora, se pregunta si puede volver a ser lo que fue y estudia qué marcas (huellas) ha dejado el frío. Desde mi lado, muestro mi experimento, mientras ella minuciosamente da ideas y propone nuevas combinaciones de ingredientes: “Tenemos que combinar más colores, otros líquidos, cosas chiquitas, difíciles de encontrar… Vamos, ¡vamos a experimentar!”.

      Cada vez que nos vemos, manifiesta ganas de ver a sus amigos; los extraña y quiere conectarse con ellos. Surge entonces la idea de los deliveries del deseo, con sorpresas y juegos para hacer con ellos y las otras familias, amigas de sus padres. Los miedos de Lucía ya no aparecen como antes y a través de todos los dispositivos está muy comunicativa y creativa, sin tantas reacciones e impulsos descontrolados ante la frustración o las dificultades.

      En un encuentro, al mirar por la pantalla, propone hacer un tiro al blanco. Ella dibuja el suyo y, de este lado, hago lo mismo. Trazamos círculos concéntricos, acordamos poner en ellos los mismos números, especialmente en el del centro, que es el más valioso. Calculamos la distancia, los colgamos y nos lanzamos a jugar: “Cuatro tiros cada uno, veamos quién gana”, alcanza a decir Lucía, antes de empezar. Contabiliza los puntos en una pizarra. Entusiasmados, jugamos durante un tiempo sin reloj. Luego, con una pelota de tenis y una raqueta pequeña, propone hacer rebotes, para finalmente lanzar la bola muy arriba y agarrarla. Entonces, exclama: “Al que se le escapa, un punto menos, ¡y hay que tirarla bien alto!”. Ambos hacemos la prueba, mirándonos a través de la pantalla.

      En la habitación hay un globo; me lo muestra y averigua si yo también tengo; en la bolsa de juguetes encuentro uno verde, lo inflo y exclamo: “Ahora, no tiene que tocar el piso… pero tampoco puede parar de moverse… Y, si se cae, perdemos…”. El tiempo pasa, nos miramos por el celular para ver al otro y verificar que en verdad el globo del contrincante no toque el piso. A la hora de despedirnos, acordamos enviarnos un videíto, para vernos jugar con el globo sin que caiga.

      En otra videollamada, construimos una guarida con almohadones y sillas, cada uno en su propio ámbito. Nos introducimos en el escondite como si fuera una carpa (compartimos el campamento). En ese espacio, tenemos que inventar y contarle al otro un cuento con un final que aterrorice.

      Con los celulares, se crea un momento pleno de intriga, risas y gestos que, en realidad, no asustan: son disparatados y divertidos. Como en un fogón (cada uno prende una velita), inventamos una zona fronteriza, el tercer tiempo para contar historias y crear travesuras.

      Al terminar la sesión, quedamos en que, si ella quiere, puede escribir los relatos en un cuaderno. La mamá de Lucía me envía un mensaje a los pocos días; me explica que ella no tiene ganas de escribir, pero sí de grabar un cuento que quiere contarme. Textualmente, es el

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